Foto: Fátima Rodríguez

11 septiembre, 2016

#SíALaPaz



Ciertos platillos llevan incluida su sobremesa. Uno de ellos es el ajiaco colombiano, que se termina de preparar en cada plato con un ritmo que asegura la conversación. Después de la última cucharada, ya se habló de todo.

Conocí a la poeta María Mercedes Carranza en 2003 ante una olla de ajiaco. Hija de Eduardo Carranza y directora de la Casa José Asunción Silva, María Mercedes aprovechó las diversas fases del guiso para hablar de quienes se roban el fuego con sus versos. Luego pasó a un tema que la inquietaba. Su hermano Ramiro había sido secuestrado por las FARC y su exmarido, el periodista Fernando Garavito, amenazado por los paramilitares. ¿Cómo creer en un país donde los bandos combatientes destrozan por igual la vida de la gente? María Mercedes hablaba de esto con cansada serenidad. Semanas después puso alivio a su tristeza con una sobredosis de antidepresivos. A su lado, un poema de su padre decía: “Todo cae, se esfuma, se despide, y yo mismo me estoy diciendo adiós”.

Durante medio siglo, Colombia padeció la doble violencia de las FARC —que pasaron de sus reivincidaciones marxistas a la industria del secuestro— y de los paramilitares, escuadrones de la muerte auspiciados por finqueros y empresarios. Cada familia tiene agravios de uno u otro bando. Héctor Abad Faciolince narró en Babelia una historia emblemática: su padre fue asesinado por los paramilitares y su cuñado, secuestrado por las FARC. El autor de El olvido que seremos entiende que la venganza no es justicia; no pide un castigo ejemplar para quienes cometieron actos violentos; pide que el horror termine y no se olvide.

Una pieza de la artista Doris Salcedo resume la dificultad de hacer la paz en un ámbito polarizado. Se trata de una mesa de negociación hecha con tablones unidos de manera forzada pero firme; en la juntura hay una cicatriz, la insoslayable marca de la memoria.
El 2 de octubre Colombia celebrará un plebiscito a propósito de la paz firmada por las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos en La Habana, después de cuatro años de negociaciones. El acuerdo tiene 297 páginas. Algo que requiere de tantas palabras no puede ser perfecto: desde que Kant escribió La paz perpetua en 1795, sabemos que la calma absoluta es una conjetura filosófica.

El Plan Colombia, fraguado en 1999 por el presidente Andrés Pastrana y el Gobierno de Estados Unidos, desató la mayor inversión militar de América Latina sin derrotar a las FARC. Las negociaciones han conseguido la desmovilización que no lograron los ejércitos.

Los crepúsculos de las guerrillas son dramáticos. El Che fue ultimado en Bolivia y su cuerpo exhibido como el del Cristo de Mantegna. Los sandinistas depusieron democráticamente el poder en 1990, pero regresaron con una venganza y entronizaron a Daniel Ortega. Con los Acuerdos de Chapultepec, el gobierno salvadoreño y el FLMN sellaron la paz en 1992 y los antiguos enemigos pasaron al tenso empate de la vida en común. El armisticio es la condición pero no la garantía del bienestar.

Después de la guerra civil salvadoreña, el novelista Horacio Castellanos Moya se trasladó a México para trabajar en un periódico. Ahí descubrió que la paz puede imponer condiciones más arduas que la guerra: “En 10 años de guerrilla no vi tantas intrigas como en seis meses de periodismo en México”, comentó. Y, sin embargo, ha sido en Chiapas donde la guerrilla ha dado el más pacífico de los ejemplos. El EZLN lleva veintidós años reinventando la vida diaria; no trafica con armas, drogas ni secuestros, sino con café, textiles e ideas.

Los colombianos tienen una rara fascinación por madrugar. El domingo 2, el país que se despierta con los primeros gallos demostrará que la paz es una forma del amanecer.

Juan Villoro
"Adiós a las armas" en elpais.com

11 junio, 2016

Bonita noche la que escogió Antonia para morirse. El cielo estaba claro, claro y con una profundidad que daba miedo. Cuando Yolanda, que es mi madre, vio la luna hasta se persignó, rogándole a Dios en voz alta que no fuera a temblar. Pero no tembló. Sólo se nos fue Antonia.
Nos enteramos de su muerte por Emelia, que nos vino a dar la noticia. Yolanda soltó un Jesúsbendito y después de estarse un rato apoyada en el umbral de la puerta, sollozando, respiró hondo y empezó a dar órdenes. Mandó a Lucrecia a comprar dos kilos de café y a Mariana, tres bolsas grandes de pan dulce. A mí sólo me pidió que le diera una enjuagada a la cafetera, que me apurara a vestirme y a cepillarme el cabello: la iba a acompañar.
Salimos, el aire estaba fresco y la noche era, ya lo dije, linda. Como si a una copa de cristal la forraran de un papel azul marino con bolitas blancas, la pusieran boca abajo y a nosotras adentro de ella. A la luna la acompañaba de cerca una estrella más brillante que las demás (dice mi tío Joaquín que es Venus, aunque yo no le creo). Llegamos y tuvimos que empujar la puerta de la casa, que estaba emparejada, porque nadie nos abrió al tocar; caminamos hacia la habitación de Antonia y me quedé parada unos pasos antes de entrar. Desde allí vi las paredes azul celeste de la recámara, en las que algunos tramos sin repellar dejaban ver los adobes pelones, unos arriba de otros, apilados, y vi a doña Natividad sentada en una silla de madera —los pies le colgaban— a un lado de la cama sobre la que reposaba el cuerpo. Al ver a mi madre, Natividad la abrazó sin despegarse de su asiento y se puso a llorar despacito en su hombro izquierdo. “Me dijo que veía bajar a un ángel, a un ángel blanco”, decía repetidamente, cuando el llanto se lo permitía. La había visto morir. Mi madre una vez me dijo en la cocina de nuestra casa, mientras pelábamos papas para la comida, que la señora Natividad no era de fiar porque era evangélica. Ahora la abrazaba, creo que en una especie de tregua, por Antonia.
   Estábamos solas en esa casa. José, el último esposo de Antonia —los dos anteriores se le murieron— había ido por los servicios funerarios. Mi tío Joaquín no quiso hacer el acta de defunción porque dijo que los de la funeraria tenían convenio con el otro doctor. Luego de despedirse de doña Natividad, que se fue a su casa para bañarse, Yolanda me pidió que le ayudara a acomodar las mesas donde pondríamos la cafetera con los panes, las flores, y otra más que ocuparíamos para hacer el altar. José llegó junto con el doctor Estrada y se dirigieron al cuarto, sin saludar. “Todavía está tibia” alcancé a escuchar que le decía José al doctor, como queriendo espantar a la muerte.



Gibrán Domínguez
Fragmento: "La noche para morirse"

Trozos de trazos

La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí.
—Anda, hija, ve a comprar unos refrescos.
Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar.
—Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba.
—¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse.
—¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Sólo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó unos papeles arrugados.
—¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —-me preguntó Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal.
—¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia.
—¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana.
—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo.
Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: “¡Ayúdeme mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías.
Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos.


Fragmento: “El anillo”

Elena Garro


26 mayo, 2016


Conocí a Jorge hace poco menos de dos años. Llegó una o dos semanas antes que yo al departamento que, junto con Monserrat, comenzamos a compartir. De esta necesidad azarosa que en nuestros estos días significa compartir una casa entre desconocidos, surgieron buenas y largas charlas, y tiempo después una amistad. Coincidíamos en la madrugada, en la cocina, cuando yo preparaba café para poder seguir con las lecturas del primer semestre del posgrado y él dejaba un rato, para descansar, las tarimas de madera, unos troncos viejos, la  tierra, los clavos, las plantas, con los que construía un jardín vertical, que todavía hoy se asoma por una de las ventanas del departamento.

Crear un espacio para matas y flores dentro de las enormes áreas de concreto habitacional era algo más que un tema de decoración de interiores. Lo supe con las pláticas. Armaba un jardín por el mismo motivo que se indignaba ante la naturalidad con la que los citadinos hacemos menos oficios como el de la empleada doméstica, el plomero o el guardia, y por la misma razón por la que rabiaba ante el afán de afamados colegas suyos (es odontólogo), que en nombre de la profesión llevan el margen de la utilidad más allá de los límites del respeto al otro.

De una charla ágil, amena, Jorge logra crear con su interlocutor de inmediato una atmósfera de confianza. Impaciente, es cierto, pero de una sensibilidad que no le permite disimular esa espontánea expresión en el rostro cuando se topa con cualquier guiso –conocido o no– que le agrade  (enfatizada con un movimiento de la mano, en la que índice y pulgar se unen y el resto de los dedos permanece levantado), que lo hace atender atento filmes de 90 o 120 minutos (y lo mantienen pensando días enteros),  y que le deja trabajar, cuidadoso, amoroso –verdaderamente cultivar–, en el mantenimiento de su jardín mientras escucha una playlist que puede ir de los Orishas a Silvestre Revueltas.

Desde hace unos meses Jorge no ha vuelto a sus plantas. Se dedica ahora, de tiempo completo, a algo tan urgente como fortuito: después de superar tres cirugías, un paro cardiorrespiratorio y 35 sesiones de radioterapia, ha empezado un tratamiento de quimioterapia, que además de todo cuesta, y mucho. Su hermana, Mayela, se ha ingeniado distintos modos para juntar el dinero (se puede depositar incluso desde un Oxxo), de los que varios tratamos de hacer el mayor eco posible.

Toda aportación es enorme.

BANAMEX

KARLA MAYELA OLVERA BRAMBILA

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CUENTA: 7011 2248968

DEPÓSITO EN OXXO: 5204 1651 3218 7794
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PAYPAL: porlavidadecoque@gmail.com




22 marzo, 2016

Rocola bloguera: AURORA - Conqueror

Carta a mis amigos

Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
    El comunicado del Ejercito que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella.
    La forma en que ingresó en Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época empezó a trabajar en el Diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
    Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fué detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. EL último año de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical que era su responsabilidad.
    Nos veíamos una vez por semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedimos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
    Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba siempre encima la pastilla de cianuro -la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo-, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.
    El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en sus brazos a su hija porque en último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones largos que siempre le quedaban grandes.
    A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: "El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó la atención porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."
    He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo, por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
    A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
    "De pronto -dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. -Ustedes no nos matan -dijo-, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."
    Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
    En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella.
    Esto es lo que quería decirle a mis amigos y lo que desearían que ellos transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.



Rodolfo Walsh



14 febrero, 2016

Trozos de trazos



Estaba la levísima embriaguez de andar juntos, esa alegría, como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban de antemano el aire que estaba delante, y tener esta sed era su propia agua. Caminaban por calles y calles, hablando y riendo, hablaban y se reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los autos y la gente, a veces se tocaban, y al tocarse –la sed es la gracia, pero las aguas son de una belleza oscura–, y al tocarse brillaba el brillo de sus aguas, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta que todo se transformó en no. Todo se transformó en no cuando quisieron esa misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras desacertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella, que sin embargo estaba allí. Él, que estaba allí sin embargo. Todo fue un error, y estaba la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque quisieron darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya cortó los hilos. Todo, todo por no estar más distraídos.


Clarice Lispector
“Por no estar distraídos”, en Para no olvidar.



Rocola bloguera: TWO DOOR CINEMA CLUB | SOMETHING GOOD CAN WORK

12 febrero, 2016

Trozos de trazos


La visión de los ojos del muerto lo acompañó todo el camino de regreso. En General Paz, lo detuvo uno de los policías que controlaba la salida de provincia. Balestra estacionó entre los conos naranjas que dividían la Avenida del Libertador, molesto, sabiendo lo que debería soportar.
El agente caminó lentamente hasta la puerta del auto, lo saludó haciendo la venia y le deseó las buenas tardes que se habían emputecido con el cadáver de Hirsch, el llanto de su mujer y aquella detención que lo retenía y le impedía llegar a su oficina y tomar toda la grapa que necesitaba.
—Documentos, por favor.
Balestra buscó su billetera, retiró su cédula y se la entregó al policía. El tipo inspeccionó el documento, pero no parecía conforme.
—Esto no me sirve… usted es uruguayo…
—Como Gardel.
El policía cambió el gesto sobrador por una mirada seria y amenazadora.
—Permítame el DNI argentino.
—No tengo porque no soy argentino.
—Nadie es perfecto.
Balestra comenzaba a irritarse.
—¿Está de paso en el país?
—Sí, desde hace veinticinco años.
—Espere un segundo.
El policía amagó con alejarse, quizá para forzar una coima o porque en verdad deseaba averiguar los antecedentes de Balestra. Pero él no quería perder más tiempo parado allí, en medio de la frontera que protegía a la Capital del peligro que, al parecer, amenazaba desde la provincia de Buenos Aires.
—Escuche, agente, soy ciudadano del Mercosur… usted sabe, libre comercio, libre circulación de personas, hermanos latinoamericanos, el Che, Zitarrosa…
—Sí, pero necesita cambiar esta cédula vieja por la nueva, la del Mercosur.
—Le prometo que lo voy a hacer.
—¿Puedo ver qué tiene en el baúl?
—Tres kilos de cocaína, una granada y tres FAL.
—Bájese del auto.
Cuando el agente llevó una mano a su arma, Balestra decidió terminar con aquella farsa. Retiró una tarjeta de su billetera y se la tendió al policía, diciendo:
—Estoy un poco cansado para bajarme. ¿Por qué no llama a mi padrino?
El otro leyó el nombre que aparecía en la tarjeta y, sorprendido, hizo una venia obediente y exagerada que sin embargo no logró solapar el odio que irradiaban sus ojos.
—Disculpe la demora. Puede circular.
Balestra volvió a guardar la tarjeta, la cédula y puso primera alejándose a toda velocidad.

[…]

En la sala de espera de la 6ª había varios travestis con cuerpos esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban con un viejo de guita que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que cuchicheaban en voz baja y miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al policía que hacía de recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que esperara, pero él no se sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los travestis estaban parados delante de un cuadro de José de San Martín, contemplando al Libertador con ojos de modista:
—Fijate: esos cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta maquillada… todos esos próceres eran putos…
—San Martín no era puto —bramó una de las gordas, indignada.
—Usted cállese, señora, y en vez de gritarme cuide al ladrón de su hijo…
—Mi hijo no hizo nada.
—Y yo no tengo pija, ¿no?
—Basta —dijo el recepcionista sin levantar la mirada de los papeles que estaba ordenando.
—Hijo de puta. No te metas con mi hijo porque…
—¿Porque qué?
—Los travestis rodearon a las mujeres, que se incorporaron de las sillas y comenzaron a cerrar los puños de manera amenazante. Otra de las mujeres señaló al travesti que había hablado antes, y dijo:
—San Martín era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
—Gorda sucia… cerrá la boca porque te cago a trompadas acá mismo…
—¿A quién?
—Si no se callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste, Ramírez?
—Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al volverse lo vio de pie junto a la mesa de entrada hablando con el recepcionista. Medía un metro sesenta, pero tenía voz de gigante, áspera, autoritaria, y con una sola frase logró callar a los travestis, a las mujeres y al propio Ramírez.
—Esto es una comisaría, no un programa de televisión —gritó Domínguez.
—Gorda pedorra —murmuró el travesti.
—Puto trolo… —susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo una seña para que lo siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus lugares a un lado y otro de un escritorio de madera perfectamente ordenado.
—Vos sí que te divertís…
—No me hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que cuando me jubile me vuelvo a Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja cómo anda?
—Bien. Creo que bien.
—¿Hacé mucho que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer, tu vieja… pero decime, ¿a qué se debe el honor de tu visita?
—Quería preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
—Una desgracia.
—¿Vos también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez soltó una carcajada.
—No, pero les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder. Lo último que quiero es que se me llene la comisaría de cámaras… ya bastante tengo con lo de ahí afuera.
—La quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por algo.

—No, pero tampoco me parece normal que te intereses por muertos que no te van a pagar un mango…


Alejandro Parisi
Fragmento: Con la sangre en el ojo.



30 enero, 2016

La reseña de Nahum Torres, en Eje Central


En el panorama literario mexicano de nuestros días diferentes miradas reviran a la región Sur y sus diversas problemáticas. Ejemplos claros son las novelas Cazar mariposas (Premio Latinoamericano a Primera Novela “Sergio Galindo”), de Manuel Aguilera; Dos caminos, de Paul Medrano; Las mujeres matan mejor, de Omar Nieto; 36 toneladas. ¿Cuánto pesa una sentencia de muerte?, de Iris García Cuevas y Teoría de las catástrofes, de Tryno Maldonado.  

En esta tendencia se encuentra El vapor y el espejo, de Gibrán Domínguez (1987), cuya trama se ubica en el 2012 al interior de una de las sociedades mexicanas más complejas: la chiapaneca, a través de una intriga mordaz: el asesinato de ‘Kidnie’, el candidato de ‘Nangusé’, gobernador de la entidad.  

Pese a su brevedad (88 págs.), esta novela negra deja entrever de manera clara la ambición literaria de su autor quien, para su ópera prima, entremezcla aspectos sociales de la realidad (corrupción, violencia), historiográficos (una olvidada rebelión indígena de carácter político-religioso propiciada por la ocurrencia de Agustina Gómez Checheb y la ambición de Pedro Díaz Cuscate) con la cosmovisión maya (el final de la era Oxlajuj B’aqtun) y la política-electoral ligada a la mediocracia.  

El vapor y el espejo ofrece personajes a los que las circunstancias van determinando sus decisiones: el gris contador del Hospital Regional, ‘Ramón Alcántara’; la explosiva periodista ‘Clara Peleritti’; el agente no-del-todo-infalible ‘Augusto Montalvo’; el mesiánico independentista, ‘Daniel Domínguez Dambrini’; el nefasto procurador  ‘Ricardo Landeros Sepúlveda'; sin embargo, más allá de su condición, los personajes son elementos clave de una opinión política del propio autor sobre eso que llamamos la real politik.  

 Desde ese espejo que es la ficción, Domínguez nos sumerge en un micro universo que nos permite rememorar la importancia de lo que sucedió y sucede en el  sureste: actual laboratorio presidencial.

http://www.ejecentral.com.mx/libros-el-vapor-y-el-espejo/#sthash.rYpPsDEw.dpuf