Bonita noche la que
escogió Antonia para morirse. El cielo estaba claro, claro y con una
profundidad que daba miedo. Cuando Yolanda, que es mi madre, vio la luna hasta
se persignó, rogándole a Dios en voz alta que no fuera a temblar. Pero no
tembló. Sólo se nos fue Antonia.
Nos
enteramos de su muerte por Emelia, que nos vino a dar la noticia. Yolanda soltó
un Jesúsbendito y después de estarse
un rato apoyada en el umbral de la puerta, sollozando, respiró hondo y empezó a
dar órdenes. Mandó a Lucrecia a comprar dos kilos de café y a Mariana, tres
bolsas grandes de pan dulce. A mí sólo me pidió que le diera una enjuagada a la
cafetera, que me apurara a vestirme y a cepillarme el cabello: la iba a
acompañar.
Salimos,
el aire estaba fresco y la noche era, ya lo dije, linda. Como si a una copa de
cristal la forraran de un papel azul marino con bolitas blancas, la pusieran
boca abajo y a nosotras adentro de ella. A la luna la acompañaba de cerca una
estrella más brillante que las demás (dice mi tío Joaquín que es Venus, aunque
yo no le creo). Llegamos y tuvimos que empujar la puerta de la casa, que estaba
emparejada, porque nadie nos abrió al tocar; caminamos hacia la habitación de
Antonia y me quedé parada unos pasos antes de entrar. Desde allí vi las paredes
azul celeste de la recámara, en las que algunos tramos sin repellar dejaban ver
los adobes pelones, unos arriba de otros, apilados, y vi a doña Natividad sentada
en una silla de madera —los pies le colgaban— a un lado de la cama sobre la que
reposaba el cuerpo. Al ver a mi madre, Natividad la abrazó sin despegarse de su
asiento y se puso a llorar despacito en su hombro izquierdo. “Me dijo que veía
bajar a un ángel, a un ángel blanco”, decía repetidamente, cuando el llanto se
lo permitía. La había visto morir. Mi madre una vez me dijo en la cocina de
nuestra casa, mientras pelábamos papas para la comida, que la señora Natividad
no era de fiar porque era evangélica. Ahora la abrazaba, creo que en una
especie de tregua, por Antonia.
Estábamos solas en esa casa. José, el
último esposo de Antonia —los dos anteriores se le murieron— había ido por los
servicios funerarios. Mi tío Joaquín no quiso hacer el acta de defunción porque
dijo que los de la funeraria tenían convenio con el otro doctor. Luego de
despedirse de doña Natividad, que se fue a su casa para bañarse, Yolanda me
pidió que le ayudara a acomodar las mesas donde pondríamos la cafetera con los
panes, las flores, y otra más que ocuparíamos para hacer el altar. José llegó
junto con el doctor Estrada y se dirigieron al cuarto, sin saludar. “Todavía
está tibia” alcancé a escuchar que le decía José al doctor, como queriendo
espantar a la muerte.
Gibrán Domínguez
Fragmento: "La noche para morirse"
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