Foto: Fátima Rodríguez

11 junio, 2016

Bonita noche la que escogió Antonia para morirse. El cielo estaba claro, claro y con una profundidad que daba miedo. Cuando Yolanda, que es mi madre, vio la luna hasta se persignó, rogándole a Dios en voz alta que no fuera a temblar. Pero no tembló. Sólo se nos fue Antonia.
Nos enteramos de su muerte por Emelia, que nos vino a dar la noticia. Yolanda soltó un Jesúsbendito y después de estarse un rato apoyada en el umbral de la puerta, sollozando, respiró hondo y empezó a dar órdenes. Mandó a Lucrecia a comprar dos kilos de café y a Mariana, tres bolsas grandes de pan dulce. A mí sólo me pidió que le diera una enjuagada a la cafetera, que me apurara a vestirme y a cepillarme el cabello: la iba a acompañar.
Salimos, el aire estaba fresco y la noche era, ya lo dije, linda. Como si a una copa de cristal la forraran de un papel azul marino con bolitas blancas, la pusieran boca abajo y a nosotras adentro de ella. A la luna la acompañaba de cerca una estrella más brillante que las demás (dice mi tío Joaquín que es Venus, aunque yo no le creo). Llegamos y tuvimos que empujar la puerta de la casa, que estaba emparejada, porque nadie nos abrió al tocar; caminamos hacia la habitación de Antonia y me quedé parada unos pasos antes de entrar. Desde allí vi las paredes azul celeste de la recámara, en las que algunos tramos sin repellar dejaban ver los adobes pelones, unos arriba de otros, apilados, y vi a doña Natividad sentada en una silla de madera —los pies le colgaban— a un lado de la cama sobre la que reposaba el cuerpo. Al ver a mi madre, Natividad la abrazó sin despegarse de su asiento y se puso a llorar despacito en su hombro izquierdo. “Me dijo que veía bajar a un ángel, a un ángel blanco”, decía repetidamente, cuando el llanto se lo permitía. La había visto morir. Mi madre una vez me dijo en la cocina de nuestra casa, mientras pelábamos papas para la comida, que la señora Natividad no era de fiar porque era evangélica. Ahora la abrazaba, creo que en una especie de tregua, por Antonia.
   Estábamos solas en esa casa. José, el último esposo de Antonia —los dos anteriores se le murieron— había ido por los servicios funerarios. Mi tío Joaquín no quiso hacer el acta de defunción porque dijo que los de la funeraria tenían convenio con el otro doctor. Luego de despedirse de doña Natividad, que se fue a su casa para bañarse, Yolanda me pidió que le ayudara a acomodar las mesas donde pondríamos la cafetera con los panes, las flores, y otra más que ocuparíamos para hacer el altar. José llegó junto con el doctor Estrada y se dirigieron al cuarto, sin saludar. “Todavía está tibia” alcancé a escuchar que le decía José al doctor, como queriendo espantar a la muerte.



Gibrán Domínguez
Fragmento: "La noche para morirse"

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