Foto: Fátima Rodríguez

08 junio, 2013

Trozos de trazos


Pensaba en la tierra nuestra que había perdido la inocencia y había sido castigada, golpeada con palos y cachiporras, vaciadas, quizás asesinada. Pensaba en los encadenados y en los desterrados, en el preso que se ahorcó y en los incontables muchachos que se fueron. Tantas veces hemos creído que se murió la tierra nuestra. Hasta hemos dudado, Clara, tantas veces, de que haya realmente existido alguna vez. ¿No es verdad, Clara? Nos damos vuelta, ¿y qué hay atrás? ¿Un agujero? ¿Te acordás de aquello que decíamos siempre? No descendemos de los aztecas, ni de los incas, ni de los mayas: descendemos de los barcos. ¿Te acordás? ¿Era una broma eso? Y adelante, ¿qué hay? ¿Otro agujero más grande todavía? ¿Una vaquería, un baldío vacío de hombres y con costa para turistas? ¿Un mercado de esclavos en oferta? ¿Una fuente de carne humana para vender a países que hablan otras lenguas y sienten de otro modo? ¿Eso, y nada más que eso? ¿Una tumba para presos, una cárcel para muertos? ¿Eso? ¿Eso, y la memoria lastimada? Pero entonces, ¿qué quedará de uno? ¿No habrá ninguna tierra que nos guarde la huella?
A la mañana siguiente me despedí del viejo. Me regaló un par de zapatos. Lo vi desde lejos, moviendo un pañuelo enorme con la mano y el perrito al lado. Seguí mi caminata y todo el tiempo iba peleando con esas preguntas en la cabeza. Yo me hablaba y yo me contestaba: y bueno, ¿y qué? Aunque nos duela tanto. Aunque nos deje sin dormir. Aunque nos aplaste el pecho. Somos libres de inventarnos a nosotros mismos. Somos libres de ser lo que se nos ocurra ser. El destino es un espacio abierto y para llenarlo como se debe hay que pelear a brazo partido contra el quieto mundo de la muerte y la obediencia y las putas prohibiciones. Carajo, les vamos a pasar la cuenta. Carajo, pensaba.
Me iba abriendo camino por los pastizales y sentía que la pobre tierra nuestra me llamaba y me tomaba de la mano y me ayudaba a seguir andando, porque yo era su hijo, y me decía: no vas a perder la alegría, jurámelo, jurame que nunca vas a perder la alegría, y yo sentía el dolor de los músculos de las piernas y los nervios de los pies rotos para siempre, y pensaba: con tierra como ésta han de haber andado Adán, este sol ha de haber sido el sol que fue capaz de madurar la fruta prohibida, y pensaba: carajo, pensaba: esto vale la pena.
Llegué al río un par de días después. Me cruzó un contrabandista. Lo llamaban Quincetiros. Viajamos de noche, y no fue fácil. Creció la marea y el río se alborotó. Al amanecer estábamos en la otra costa.

Fragmento: La canción de nosotros
Eduardo Galeano