Foto: Fátima Rodríguez

30 abril, 2011

El último hombre

Epistola enim non erubescit
(Una carta no se ruboriza)

Cicerón

En 1972 José Emilio Pacheco publicó La fiesta brava, que quizá sea el primer cuento en el que el metro de la Ciudad de México aparece. Tres párrafos antes del final del relato, Pacheco describe: “Hacía calor en el túnel. De pronto lo bañó el aire desplazado por el convoy que se detuvo sin ruido. Subió, hizo otra vez el cambio en Balderas y tomó asiento en una banca individual”. Si Pacheco hubiera escrito “de pronto la bañó el aire desplazado…”, estas líneas hubieran funcionado –por sí solas– como un prólogo ajeno y exacto a lo que ahora estoy escribiendo. “Las coincidencias en esta vida casi nunca son perfectas”, dijo en alguna página Héctor Abad Faciolince.

Más que el retraso, lo que me preocupaba era la posibilidad de no encontrar a nadie. Como cada viernes, un grupo de amigos se reunía y yo tenía más de un mes de no verlos (mi tiempo libre se ha convertido en el recurso que más carezco y que peor administro). Generalmente estas reuniones son breves, por lo que las nueve de la noche comenzaban a significar el fin del encuentro. A lo mucho, aspiraba a pasar a saludar.

La manera más rápida de llegar sería el metro, lugar donde tiene su origen el humanismo del apretujón y se da el milagro del acomodo, según Monsiváis. Tomé la línea uno en Candelaria para bajarme en Juanacatlán.

En Balderas subió una joven como de 26 años y se sentó, precisamente, en una banca individual, de perfil frente a mi. Yo intentaba leer, pero la tensión del destiempo complicaba las cosas. Llegamos a Cuauhtémoc cuando mi compañera de viaje me tomó la mano con la que sostenía el libro.

–¿Te puedo hacer una pregunta? –me dijo.

En una sociedad como la actual, en la que el boom del twitter y el Facebook han logrado que nos acerquemos a los que tenemos lejos y nos alejemos de los que tenemos cerca, su atrevimiento me pareció casi anormal. Acepté la propuesta que se anulaba a sí mima y me dio una tarjetita de cartoncillo gris con algo manuscrito.

–¿Podrías leer y decirme qué te parece? ¿Crees que suena a muy ardida?

Como un adjetivo de este tipo pocas veces puede dársele a una calle o un rumbo, supe antes de verla que no se trataba de una dirección.

–Dime si a algo no le entiendes –complementó.

Comencé a leer: “si pensara que con el poder de la mente te pudiera llamar, ya lo hubiera hecho, xº mi mente débil es y dejar de pensarte no puede”. Pregunté sobre la x a la cero potencia y me explicó que su valor absoluto era pero. Sin duda alguna el contenido de la tarjeta era síntoma de una crisis amorosa fresca y vigente. Continué: “Vaga y debraya en la lejanía de poder tenerte como era, o como nunca fue”. La métrica de la prosa no era tan mala. El texto seguía y terminaba con un renglón en el lado opuesto del cartoncillo: “… hoy me encuentro sin la posibilidad, pero sí con el querer reinventarme desde cero, sin ti, sin la calidez de tu recuerdo”. Lugares comunes, prosa poética, intensidad. El grado de cursilería y el silencio de ella evidenciaban lo serio del asunto.

Di por hecho que me encontraba ante una de las partes de un trágico truene amoroso.

–Pues no suena a ardida –le dije–. Más bien casi suena a ruego. Si fuera ardida dirías que por haber pasado X ó Y situación –de nuevo el álgebra del lenguaje– le deseas a esta persona algo negativo.

Miré por la ventana para saber en qué estación íbamos.

–¿Aquí bajas?– preguntó.

Era Chapultepec. Negué con la cabeza.

–A ver, dime, perdón que insista –trastabillaba en sus palabras– si esto fuera para ti, ¿qué pensarías?

Me quedé callado un rato. Los ejercicios de empatía nunca han sido mi fuerte.

–Yo creo que me crecería. Alimentaría mi ego –intenté–. En el mejor de los casos interpretaría que quieres volver.

–Y eso es justo lo que no quiero.

Ella exhaló, en un gesto de ver fracasar lo que parecía una buena idea.

Llegamos a Juanacatlán.

–Aquí bajo –le dije–, pero si quieres seguimos platicándolo.

Fue conmigo al andén. Me sorprendió que mi improvisada labor de confidente diera resultados tan buenos como para lograr que una extraña me siguiera. Luego noté que aún traía la tarjeta conmigo. Noté también que ella era delgada, que tenía ojos grandes y claros, usaba unos jeans y una blusa de tirantes que dejaba ver las pecas de sus hombros.

–Aún no hemos tronado –confesó–. De hecho, en un rato voy a verlo y le daré la noticia. Quería entregarle esto como un último regalo. Lo quiero mucho, pero me quiero más a mi. Hay muchas cosas que no me gustan de él y sé que no las cambiará. Me falta un largo trayecto todavía, se me ocurrirá algo mejor en el camino.

Me explicó durante casi quince minutos que llevaba tomando la decisión desde hace largo tiempo y que ahora era definitiva, sin posibilidades de dar marcha atrás, a pesar de las virtudes del otro. Yo releía la tarjeta. Me había equivocado: todo lo que me decía estaba sintetizado en los 17 renglones que acaba de escribir. Bajo la connotación real el texto, aunque igual de cursi, cambiaba de significado y sí parecía una despedida. Quise enmendar mi error:

–¿Por qué no se la entregas?, a lo mejor y obtienes el resultado que quieres.

Le regresé la tarjeta y mostrándome la palma de su mano, la rechazó.

–Quédatela. Si me la llevo, terminaré entregándosela. Prefiero escribir algo más simple.

Guardé la tarjeta entre las hojas de mi libro.

–Perdona –me dijo– sé que es raro que un extraño se te acerque y más a preguntarte cosas como éstas, pero, ¿sabes?, tal vez seas el último hombre con el que hable antes de verlo a él. Y como todos están cortados con la misma tijera, quise conocer una opinión previa.

Exageré un gesto ante esta última expresión y ella intentó corregir con poco éxito. Cambié el tema comentándole del estado de sorpresa constante en el que uno cae cuando se llega al Distrito Federal y que su actitud era parte de todo esto. Estábamos a mano.

Se oyó el ruido del tren que se acercaba al andén. “Bueno, ya me voy”, dijo. Me abrazó, me dio un beso en la mejilla y se fue.

Salí de la estación del metro y llegue al domicilio con aún más retraso del previsto. Llamé a Gude para preguntar si seguían allí. La respuesta fue positiva.

“Y los amigos siempre se van./ Son viajeros en los andenes.” Al igual que con las líneas sobre el cartoncillo gris, he descubierto una nueva connotación a estos versos de Pacheco.

Gibrán Domínguez

Abril de 2011



Trozos de trazos

Nobleza obliga, apreciado doctor Castellanos; agradezco que mencione el doctorado Honoris Causa que me concedió la Chaco Forever University of Resistense, en ningún caso tan merecido como el Cum Laudatio con que tan acertadamente lo distinguió la Pontificia Universidad de Cojonzuelos del Obispo, idílica villa extremeña a la que no pude acudir por encontrarme a la sazón demasiado ocupado con la edición revisada de su estupenda y dramática novela bélica titulada “Los militares y la sintaxis; una guerra perdida”.

Luis Sepúlveda y Mario Delgado Aparaín.

Fragmento: Los peores cuentos de los hermanos Grim.

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Mario Delgado Aparaín y Luis Sepúlveda.

Evidentemente nacieron. El primero en Florida, Uruguay y el segundo en Ovalle, Chile, ambos en el año 1949, es decir que en el próximo 2049 cumplirán cien años, y la comisión de festejos del centenario de estos dos tipos ha puesto a la venta las entradas para la gran cena con mariscos patagónicos que se celebrará en el Bar Euzkalduna, de Mosquitos. Autores de unas quince novelas y libros de relatos, cada uno, traducidos a muchos idiomas, se consideran a salvo de la Oficina de Trabajo y por eso sus currículos, listas de premios y doctorados descansan en el cajón más perdido de sus respectivos escritorios, que es donde deben estar para felicidad de las polillas.

13 abril, 2011

El triunfo del morbo y la confusión


IRENE LOZANO 14/04/2011

Qué tiempos tan enojosos para los periodistas. Acostumbrados a contar las noticias buscando respuesta a cinco interrogantes -los clásicos qué, quién, cómo, cuándo y dónde-, se ven en el lance de narrar su propia crisis sabiendo que los gurús de la prensa han reducido todas las preguntas a una: ¿gratis o de pago? Discuten sobre la rentabilidad de los nuevos soportes y buscan con denuedo el mapa del tesoro en esos medios de autocomunicación de masas que son Facebook y Twitter. Entretanto se les desmandan los provocadores que ellos mismos han encumbrado.

La coincidencia en el tiempo de tres escándalos relativos al comportamiento periodístico nos habla de la urgencia de debatir sobre los escrúpulos. Porque si a partir de ahora las exclusivas se van a conseguir acosando a discapacitados mentales y la opinión pública se va a formar en debates de rabaneras o con los escritos de gente que sufre evidentes taras morales, convendría al menos que el periodismo nos informara de su nueva naturaleza y su disposición a servirse de cualquier medio para arañar una décima de audiencia.

En momentos de grandes cambios, no hay decisiones fáciles. Los gestores se enfrentan a los problemas del día a día mientras organizan el futuro. Como decía Suárez en la Transición: "Tengo que cambiar las cañerías sin dejar de dar agua". El mandato de adaptarse a las nuevas tecnologías y a la inmediatez de la red obedece a la intuición de que en alguno de sus rincones se hallarán pepitas de oro. No está claro que las nuevas tuberías vayan a ser de 24 quilates, aunque es posible que para entonces ya no den agua potable, sino un brebaje reciclado apenas apto para regar los parques.

Está fuera de duda que los medios han de ser rentables, pues esa es la garantía de su independencia. Pero siempre se había entendido que el dinero era eso que llegaba a los despachos mientras los periodistas hacían su trabajo.

De la mano de gestores convencidos de que el negocio periodístico no difiere mucho de la venta de tornillos, el beneficio ha ido ascendiendo en la escala de prioridades hasta acomodarse en el corazón de las redacciones. Cuando el dinero ocupa la imaginación periodística, se recurre a atajos seguros: el enésimo vídeo de una inundación en Sichuan; las posibles prácticas zoófilas de la Junta Militar birmana o el estrangulamiento de una mujer por un hombre normal. Nada de esto tiene que ver con nuevas tecnologías, sino con viejas pulsiones del ser humano, aquellas que con tanto éxito satisfacía la revista Pronto en su sección de "Mundo insólito".

La confusión empezó cuando los gestores de prensa decidieron llamar "producto" a sus publicaciones. Un periódico no es un producto, es un servicio. Y no un servicio cualquiera, sino el que se presta a los ciudadanos para contribuir a su información y su criterio en cuestiones de interés para la sociedad. Si Joseph Pulitzer reconocía en el buen periodismo la "vocación por lo correcto", es evidente que en los estrambotes y el morbo late una infatigable vocación por el error.

Sin una conciencia clara de la responsabilidad social de la prensa, sin otro objetivo que el afán comercial, no solo la profesión pierde su sentido, sino que puede arrastrar con ella a un país entero. En palabras de Pulitzer: "Una prensa capaz, desinteresada y solidaria, intelectualmente entrenada para conocer lo que es correcto y con el valor para perseguirlo, conservará esa virtud pública sin la cual el gobierno popular es una farsa y una burla. Una prensa mercenaria, demagógica y corrupta, con el tiempo producirá un pueblo tan vil como ella".

El riesgo de envilecimiento aumenta de forma peligrosa al no ser la crisis del periodismo muy distinta de la general. Regidos por una mentalidad empresarial cuyo único criterio es el beneficio a corto plazo, se hace periodismo basura como se han hecho hipotecas basura. Olvidados de las consecuencias sociales de sus actos, los bancos fabrican desahucios y los medios crean debates de mala calidad, que contribuyen a destruir la noción misma de debate, la idea de que la discusión racional es el único modo de resolver las discrepancias y alcanzar acuerdos. Si los impagos bancarios llevan a la economía a la quiebra, el periodismo insolvente hace entrar a la democracia en bancarrota.

Tal vez la forma de evitarlo pase por contestar a las cinco preguntas de siempre: qué función tiene el periodismo; quién se beneficia de él, además de los accionistas; cómo puede engrandecer un país; cuándo deja de ser útil; adónde quiere ir. Se trata de cuestiones que la tecnología no va a resolver, puesto que las herramientas carecen de voluntad, y somos las personas quienes decidimos cómo emplearlas. Si todas las energías de los medios se concentran en perseguir hasta el último euro refulgente, poca fuerza les quedará para preocuparse de los escrúpulos. Vigilemos, no obstante, sus consignas, porque los dueños del lenguaje siempre han honrado el bien mientras practicaban el mal, como nos advirtió Julien Benda. Aún hemos de ver cómo invocan la libertad de información y de expresión quienes solo aspiran a blindar su ilimitada libertad de hacer dinero.

04 abril, 2011

Estamos hasta la madre... (Carta abierta a los políticos y a los criminales)

PROCESO / ABRIL 2011

El brutal asesinato de mi hijo Juan Francisco, de Julio César Romero Jaime, de Luis Antonio Romero Jaime y de Gabriel Anejo Escalera, se suma a los de tantos otros muchachos y muchachas que han sido igualmente asesinados a lo largo y ancho del país a causa no sólo de la guerra desatada por el gobierno de Calderón contra el crimen organizado, sino del pudrimiento del corazón que se ha apoderado de la mal llamada clase política y de la clase criminal, que ha roto sus códigos de honor.

No quiero, en esta carta, hablarles de las virtudes de mi hijo, que eran inmensas, ni de las de los otros muchachos que vi florecer a su lado, estudiando, jugando, amando, creciendo, para servir, como tantos otros muchachos, a este país que ustedes han desgarrado. Hablar de ello no serviría más que para conmover lo que ya de por sí conmueve el corazón de la ciudadanía hasta la indignación. No quiero tampoco hablar del dolor de mi familia y de la familia de cada uno de los muchachos destruidos. Para ese dolor no hay palabras –sólo la poesía puede acercarse un poco a él, y ustedes no saben de poesía–. Lo que hoy quiero decirles desde esas vidas mutiladas, desde ese dolor que carece de nombre porque es fruto de lo que no pertenece a la naturaleza –la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada–, desde esas vidas mutiladas, repito, desde ese sufrimiento, desde la indignación que esas muertes han provocado, es simplemente que estamos hasta la madre.

Estamos hasta la madre de ustedes, políticos –y cuando digo políticos no me refiero a ninguno en particular, sino a una buena parte de ustedes, incluyendo a quienes componen los partidos–, porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación, porque en medio de esta guerra mal planteada, mal hecha, mal dirigida, de esta guerra que ha puesto al país en estado de emergencia, han sido incapaces –a causa de sus mezquindades, de sus pugnas, de su miserable grilla, de su lucha por el poder– de crear los consensos que la nación necesita para encontrar la unidad sin la cual este país no tendrá salida; estamos hasta la madre, porque la corrupción de las instituciones judiciales genera la complicidad con el crimen y la impunidad para cometerlo; porque, en medio de esa corrupción que muestra el fracaso del Estado, cada ciudadano de este país ha sido reducido a lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó, con palabra griega, zoe: la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente; estamos hasta la madre porque sólo tienen imaginación para la violencia, para las armas, para el insulto y, con ello, un profundo desprecio por la educación, la cultura y las oportunidades de trabajo honrado y bueno, que es lo que hace a las buenas naciones; estamos hasta la madre porque esa corta imaginación está permitiendo que nuestros muchachos, nuestros hijos, no sólo sean asesinados sino, después, criminalizados, vueltos falsamente culpables para satisfacer el ánimo de esa imaginación; estamos hasta la madre porque otra parte de nuestros muchachos, a causa de la ausencia de un buen plan de gobierno, no tienen oportunidades para educarse, para encontrar un trabajo digno y, arrojados a las periferias, son posibles reclutas para el crimen organizado y la violencia; estamos hasta la madre porque a causa de todo ello la ciudadanía ha perdido confianza en sus gobernantes, en sus policías, en su Ejército, y tiene miedo y dolor; estamos hasta la madre porque lo único que les importa, además de un poder impotente que sólo sirve para administrar la desgracia, es el dinero, el fomento de la competencia, de su pinche “competitividad” y del consumo desmesurado, que son otros nombres de la violencia.

De ustedes, criminales, estamos hasta la madre, de su violencia, de su pérdida de honorabilidad, de su crueldad, de su sinsentido.

Antiguamente ustedes tenían códigos de honor. No eran tan crueles en sus ajustes de cuentas y no tocaban ni a los ciudadanos ni a sus familias. Ahora ya no distinguen. Su violencia ya no puede ser nombrada porque ni siquiera, como el dolor y el sufrimiento que provocan, tiene un nombre y un sentido. Han perdido incluso la dignidad para matar. Se han vuelto cobardes como los miserablesSonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes. Estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal –los animales no hacen lo que ustedes hacen–, sino subhumana, demoniaca, imbécil. Estamos hasta la madre porque en su afán de poder y de enriquecimiento humillan a nuestros hijos y los destrozan y producen miedo y espanto.

Ustedes, “señores” políticos, y ustedes, “señores” criminales –lo entrecomillo porque ese epíteto se otorga sólo a la gente honorable–, están con sus omisiones, sus pleitos y sus actos envileciendo a la nación. La muerte de mi hijo Juan Francisco ha levantado la solidaridad y el grito de indignación –que mi familia y yo agradecemos desde el fondo de nuestros corazones– de la ciudadanía y de los medios. Esa indignación vuelve de nuevo a poner ante nuestros oídos esa acertadísima frase que Martí dirigió a los gobernantes: “Si no pueden, renuncien”. Al volverla a poner ante nuestros oídos –después de los miles de cadáveres anónimos y no anónimos que llevamos a nuestras espaldas, es decir, de tantos inocentes asesinados y envilecidos–, esa frase debe ir acompañada de grandes movilizaciones ciudadanas que los obliguen, en estos momentos de emergencia nacional, a unirse para crear una agenda que unifique a la nación y cree un estado de gobernabilidad real. Las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una marcha nacional el miércoles 6 de abril que saldrá a las 5:00 PM del monumento de la Paloma de la Paz para llegar hasta el Palacio de Gobierno, exigiendo justicia y paz. Si los ciudadanos no nos unimos a ella y la reproducimos constantemente en todas las ciudades, en todos los municipios o delegaciones del país, si no somos capaces de eso para obligarlos a ustedes, “señores” políticos, a gobernar con justicia y dignidad, y a ustedes, “señores” criminales, a retornar a sus códigos de honor y a limitar su salvajismo, la espiral de violencia que han generado nos llevará a un camino de horror sin retorno. Si ustedes, “señores” políticos, no gobiernan bien y no toman en serio que vivimos un estado de emergencia nacional que requiere su unidad, y ustedes, “señores” criminales, no limitan sus acciones, terminarán por triunfar y tener el poder, pero gobernarán o reinarán sobre un montón de osarios y de seres amedrentados y destruidos en su alma. Un sueño que ninguno de nosotros les envidia.

No hay vida, escribía Albert Camus, sin persuasión y sin paz, y la historia del México de hoy sólo conoce la intimidación, el sufrimiento, la desconfianza y el temor de que un día otro hijo o hija de alguna otra familia sea envilecido y masacrado, sólo conoce que lo que ustedes nos piden es que la muerte, como ya está sucediendo hoy, se convierta en un asunto de estadística y de administración al que todos debemos acostumbrarnos.

Porque no queremos eso, el próximo miércoles saldremos a la calle; porque no queremos un muchacho más, un hijo nuestro, asesinado, las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una unidad nacional ciudadana que debemos mantener viva para romper el miedo y el aislamiento que la incapacidad de ustedes, “señores” políticos, y la crueldad de ustedes, “señores” criminales, nos quieren meter en el cuerpo y en el alma.

Recuerdo, en este sentido, unos versos de Bertolt Brecht cuando el horror del nazismo, es decir, el horror de la instalación del crimen en la vida cotidiana de una nación, se anunciaba: “Un día vinieron por los negros y no dije nada; otro día vinieron por los judíos y no dije nada; un día llegaron por mí (o por un hijo mío) y no tuve nada que decir”. Hoy, después de tantos crímenes soportados, cuando el cuerpo destrozado de mi hijo y de sus amigos ha hecho movilizarse de nuevo a la ciudadanía y a los medios, debemos hablar con nuestros cuerpos, con nuestro caminar, con nuestro grito de indignación para que los versos de Brecht no se hagan una realidad en nuestro país.

Además opino que hay que devolverle la dignidad a esta nación.


Javier Sicilia


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Supe que Sicilia era poeta por las noticias de hace unos días. Hubiera preferido haber llegado a él por su poesía.

El primer texto suyo que leí fue esta carta abierta, que me permito compartir. Su caso es desgarrador, como el de muchos otros en estos últimos años; pero su voz (sus letras) posee un poco más de eco que las de muchos otros. Y con ella nos hace notar, reconfirmar, que estamos hasta la madre de la situación de violencia en el país y de que aquel triste lugar común cada vez sea más concurrido: "la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada".