Foto: Fátima Rodríguez

09 febrero, 2021

Ursula K. Le Guin y Octavia Butler: escribir contra el monstruo desde el monstruo

  

I

Ricardo Piglia, que sabía montones, decidió dedicarse al estudio de la literatura pero decidió también graduarse de la carrera de historia. Acaso de este aspecto biográfico pueda entenderse que fue leyendo al poeta Paul Valéry que identificó una relación que existe entre en la política y la literatura, y se dedicó a estudiarla. 

Dice Piglia que el estado construye ficciones y que la literatura ayuda a comprender el funcionamiento de esas ficciones. Por eso cuando se refiere a lo que llama “ficción del estado”, lo hace siempre recurriendo a una cita de Valéry: “no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. Y explica: 

“el estado no puede funcionar sólo por la pura coerción [...] necesita construir consenso, necesita construir historias [...] No se trata solamente del contenido de esas ficciones [...] sino de la forma que tienen esos relatos. Y para percibir la forma quizá la literatura nos dé los instrumentos y los modos de captar la forma en que se construyen y actúan las narraciones que vienen del poder” (Piglia, 2009, p. 85).

 

¿Cómo percibir esas narrativas provenientes del estado? Mediante la elaboración de otros relatos, que son en realidad contrarios al poder.[1]En estos casos, el oficio del escritor, o la escritora, empieza con su capacidad de identificar y saber escuchar las narrativas antagónicas, populares, que surgen de la sociedad misma. “A menudo he pensado que esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura […] El escritor es el que sabe oír, el que está atento a esa narración social y también el que las imagina y las escribe”, apunta Piglia (p. 86). 

Usualmente los contrarrelatos nacen siendo rumores. Es decir, son lo que se dice de lo que alguien supo, vio o dijo. Piglia pone de ejemplo el caso de Operación masacre. Una noche cualquiera, un desconocido le dice a Rodolfo Walsh “hay un fusilado que vive”. De este rumor nace el libro. El rumor sirve, pues, como una especie de testimonio, que permite que la historia –el contrarrelato– sea, quiero decir, exista. 

Este es el tipo de testimonio que puede encontrarse en La cuestión de Seggri, de Ursula K. Le Guin, y en Hija de sangre, de Octavia Butler. 

 

II

Butler y Le Guin elaboran testimonios llenos de confidencias. “No sé qué te he contado de mi vida y mi mundo. No sé si eso es lo que quieres saber. Es lo que tenía que contar”, dice un personaje de uno de los relatos de La cuestión de Seggri. El cuento de Butler abre conuna confesión: “Mi última noche de niñez comenzó con una visita a casa”. En los dos casos la narración de uno de los personajes desarrolla la historia, y devela –a través de las experiencias subjetivas– toda una trama de relaciones y estructuras de poder. Un poder que se despliega violentamente sobre los cuerpos. No es casualidad. “Después de todo –han señalado Deborah Poole y Veena Das– el poder soberano [...] no es ejercido sólo sobre el territorio sino que también [...] sobre los cuerpos” (Das y Poole, 2008, p. 25).

Develar las estructuras de poder, evidenciarlas. Si las escritoras logran su propósito es porque utilizan, al menos, dos herramientas. Una es la forma de narrar. El de K. Le Guin es un estilo directo, que desnuda, que no da pie a la confusión. Su narrativa es acción pura. Butler, en cambio, crea atmósferas: la cordialidad tensa, la familiaridad enrarecida por un orden de las cosas dado, el riesgo que se sabe eminente pero se disimula. La otra herramienta es el recurso de lo extremo como un recurso organizador, como una forma de crear significados (Bataglia, Olson y Valentine, 2012), que se hace evidente –me parece– en esos otros planetas donde los hechos ocurren, en esas (¿otras?) sociedades. Allí la función de los individuos está fuertemente determinada por el sexo biológico de los habitantes. El recurso de lo extremo puede apreciarse también en los aparatos de dominación: los castillos de Seggri en los que se recluye a los hombres, las reservas de humanos del gobiernotlic

Le Guin y Butler crean sociedades otras para interpelar las propias. 

 

III

Se ha visto que el poder soberano se ejerce violentamente y que su violencia se manifiesta sobre los cuerpos. En los relatos de Butler y Ursula K. Le Guin, específicamente, la violencia se expresa sobre los cuerpos sexuados: al tiempo que disciplina su conducta (determinando funciones con base en el sexo), castiga los intentos de disidencia. 

El Seggri de Le Guin se presenta con una organización rígida. A las mujeres les corresponde asistir a las universidades, cultivar el pensamiento; a los hombres, desarrollar habilidades físicas, competir, copular para perpetuar la especie. La organización reproduce ese afán tan cristiano de separar el alma del cuerpo y el sexo de la cabeza. La descripción fragmentada (en informes, cartas, novelas) comienza situándose entre el asombro y la burla (“estos hombres no saben mucho de arte [...] su ciencia va poco más allá de la de los salvajes”, cuenta un representante del Ecumen), pero conforme el relato avanza, se va descubriendo la crueldad sobre la cual se sustenta ese orden: la imposibilidad de los afectos. 

Un elemento está presente en las historias de La cuestión Seggri. Se manifiesta en la separación de hermanos de diferente sexo al llegar a la adolescencia, la muerte ocultada de un extranjero que no cumple con la exigencia de la fuerza física, el abuso de los recién llegados a los castillos. Está allí, constante en las dinámicas ordenadoras que condicionan a los habitantes del planeta. Le Guin no la nombra (no tendría por qué hacerlo), pero se encarga que sea perceptible para el lector. 

Se trata de una de las tantas caras del mandato masculino, de su enseñanza y aprendizaje. Para Rita Segato, el de la masculinidad es un lenguaje violento, de conquista y de preservación activa de un valor; es, al mismo tiempo, norma y proyecto que se reproduce a sí mismo: los hombres que no se someten al mandato –que se niegan a hablar a ese lenguaje– son objeto de violencia de otros hombres que se encargan de reafirmar el ser masculino. Por eso las disidencias sexuales y afectivas son revolucionaras. Porque cuestionan el orden, porque liberan. 

Octavia Butler trabaja de un modo más sigiloso y encubierto. Y aunque las jerarquías entre los personajes son claras desde el primero momento, ella misma se apura en avisar que no escribió una historia sobre la esclavitud. Entre otras cosas, señala, es un cuento sobre hombres embarazados. Por tanto, un relato sobre la reproducción y las construcciones ideológicas alrededor de ella. 

En Hija de sangre el embarazo y la procreación no son precisamente libres ni voluntarios. Tienen más bien un carácter instrumental: “para continuar la línea familiar”, dice Gatoi. El cuerpo humano es útil para los tlics. En ellos insertan sus larvas, que allí se alimentan hasta que nacen, intempestiva y sangrientamente. A cambio de esta función, los tlics cubren ciertas necesidades básicas –como vivienda y alimentación– de los humanos (que son refugiados en el planeta extraño). Varios símiles caben en las circunstancias que crea Butler.

No es ningún secreto que las revoluciones sexuales en occidente tuvieron entre sus propuestas la de liberar –separando– el sexo de la reproducción. Las prácticas prohibitivas y ordenadoras sobre estos ámbitos han sido –y siguen siendo– instrumentos de control ejercidos por los poderes jerárquicos: el estado, la iglesia, la familia (Gargallo, 2008).[2]El texto de Butler usa falsas polémicas (las relaciones sexuales entre especies de mundos distintos o la idea del embarazo masculino) para desentramar los modos en que los instrumentos de control operan sobre los cuerpos y las maneras en que éstos resisten. 

El control y el poder que Gatoi y los tlics tienen sobre Gan, su familia e incluso su especie, es definitivo. En estas circunstancias el cuerpo se convierte en el último espacio –el último territorio– desde el cual es posible ofrecer resistencia. Por tal motivo, Gan se niega ser un animal huésped. Poco después acepta para evitar que su hermana lo sea. “¿Te habrías destruido?”, pregunta Gatoi casi al final del texto. “Podría haberlo hecho” responde el otro. Es el último resquicio de soberanía. Varsovia levantada contra los nazis. 

 

IV

Es probable que Ursula K. Le Guin y Octavia Butler no hayan escrito lo que escribieron para evidenciar y desmantelar narrativas hegemónicas. Quizá su intención nunca fue hacer un relato contrario al poder. Si este fuera el caso (que no lo creo), las ideas que aquí he planteado no serían consecuencia de una interpretación equivocada, sino de una lectura sesgada. Leer y escribir literatura –sobre todo literatura– son actos situados, temporal y espacialmente. Leo a Le Guin y a Butler desde un espacio distinto y alejado de aquél desde el que ellas escribieron. El sesgo surge de esa distancia.

Cuando Piglia habla de la literatura como creadora de relatos contrarios al poder, lo hace pensando en Operación Masacrey en “Esa mujer”de Rodolfo Walsh. Walsh escribió los textos en 1957 y 1966, respectivamente, y ya desde entonces advertía una narrativa del poder que anunciaba la llegada de una violencia brutal. No se equivocaba.  La dictadura argentina lo asesinó en 1976. 

Ricardo Piglia identifica los contrarrelatos, buscando una respuesta a la pregunta sobre el futuro de la literatura y su función. Lo dice sin rodeos: se plantea el problema desde el borde de las tradiciones centrales. “Mirar al sesgo nos da una percepción quizás diferente, específica”, escribe. Mucho y por mucho tiempo se ha escrito sobre la literatura situada. Por eso Piglia, en un afán práctico, afirma que se relaciona con la tradición mundial de la literatura desde un lugar marginal, secundario (Piglia, 2016). 

Leo a Le Guin y a Butler desde un espacio distinto y alejado de aquél desde el que ellas escribieron. Quiero decir que si yo leo desde uno de los márgenes, ellas escriben desde uno de los centros. Y este aspecto agrega otro valor a sus textos. No porque sean superiores a otros, sino porque desde allí sus autoras pudieron acceder a detalles que desde la periferia se pierden o se perciben borrosos. 

Un día antes de su muerte, José Martí escribió, advirtiendo las intenciones de los Estados Unidos por extender su dominio a territorio cubano, “viví en el monstruo, y le conozco las entrañas”. La mirada de Butler y Le Guin se enriquece, precisamente, del espacio en donde escriben. Lo hacen desde el monstruo y lo han visto ejercer su poder dentro y fuera de sus fronteras. Sus relatos dan testimonio de las formas en que opera, y lo hacen sirviéndose de la ciencia ficción, una de las tradiciones de la “literatura universal”.  No sé si su intención era crear contrarrelatos. Desde de la periferia en que las leo, así parece. 

 


 Gibrán Domínguez


Bibliografía

 

Das Veena y Poole Deborah (2008), “El estado y sus márgenes. Etnografías comparadas”, en Cuadernos de antropología social de la UBA, No. 27: 19-52.

Gargallo Francesca (2008), “Las disidencias sexuales desde una mirada feminista”, en revista trabajo social, número 18, p. 23-25.

Piglia Ricardo (2009), “Tres propuestas para el próximo milenio: (y cinco dificultades)”, en Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, Número 28: 81-93.

Piglia Ricardo (2016), Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora. 

Valentine David, Valerie A Olson, y Debbora Battaglia (2012), “Extreme: Limits and Horizons in the once and future cosmos.” Anthropological Quarterly85, no. 4: 1007-1026.

 

 



[1]No es que es la literatura se componga únicamente de contrarrelatos o que éste sea su fin último. Afirmarlo implicaría asumir una visión simplista del quehacer literario. 

[2]Francesca Gargallo señala también que la prohibición y la represión del libre ejercicio de la sexualidad se debió, en buena medida, a que la ideología que las promueve ha logrado ser percibida como “natural”. “Si la sexualidad fuera natural –escribe–, todos los pueblos tendrían las mismas prácticas sexuales. El feminismo descubrió que lo natural no es otra cosa que un comportamiento normado que se «naturaliza» para que la sociedad no se vea tentada a someterlo a cambios. Si lo natural no existe, entonces todas nuestras formas de ejercer placer son válidas” (Gargallo, 2008, p. 25). Ursula K. Leguin ya advertía de este comportamiento normado en La mano izquierda de la oscuridad. En la última parte de la novela los protagonistas experimentan un mutuo deseo sexual que se refleja y disuelve en un silencio tenso. Ai lo describe como una crisis a pesar de sentirse atraído por Straven, que es un ser ambisexual. Desde el inicio del texto Ai apunta que los habitantes del planeta Inverno son seres ambisexuados, pero que en su informe se referirá a ellos empleando artículos, sustantivos y adjetivos masculinos. Esta categorización que él mismo genera, sumada a una carga heteronormada (y naturalizada), lo obligan a reprimir el deseo.