Foto: Fátima Rodríguez

14 febrero, 2016

Trozos de trazos



Estaba la levísima embriaguez de andar juntos, esa alegría, como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban de antemano el aire que estaba delante, y tener esta sed era su propia agua. Caminaban por calles y calles, hablando y riendo, hablaban y se reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los autos y la gente, a veces se tocaban, y al tocarse –la sed es la gracia, pero las aguas son de una belleza oscura–, y al tocarse brillaba el brillo de sus aguas, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta que todo se transformó en no. Todo se transformó en no cuando quisieron esa misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras desacertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella, que sin embargo estaba allí. Él, que estaba allí sin embargo. Todo fue un error, y estaba la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque quisieron darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya cortó los hilos. Todo, todo por no estar más distraídos.


Clarice Lispector
“Por no estar distraídos”, en Para no olvidar.



Rocola bloguera: TWO DOOR CINEMA CLUB | SOMETHING GOOD CAN WORK

12 febrero, 2016

Trozos de trazos


La visión de los ojos del muerto lo acompañó todo el camino de regreso. En General Paz, lo detuvo uno de los policías que controlaba la salida de provincia. Balestra estacionó entre los conos naranjas que dividían la Avenida del Libertador, molesto, sabiendo lo que debería soportar.
El agente caminó lentamente hasta la puerta del auto, lo saludó haciendo la venia y le deseó las buenas tardes que se habían emputecido con el cadáver de Hirsch, el llanto de su mujer y aquella detención que lo retenía y le impedía llegar a su oficina y tomar toda la grapa que necesitaba.
—Documentos, por favor.
Balestra buscó su billetera, retiró su cédula y se la entregó al policía. El tipo inspeccionó el documento, pero no parecía conforme.
—Esto no me sirve… usted es uruguayo…
—Como Gardel.
El policía cambió el gesto sobrador por una mirada seria y amenazadora.
—Permítame el DNI argentino.
—No tengo porque no soy argentino.
—Nadie es perfecto.
Balestra comenzaba a irritarse.
—¿Está de paso en el país?
—Sí, desde hace veinticinco años.
—Espere un segundo.
El policía amagó con alejarse, quizá para forzar una coima o porque en verdad deseaba averiguar los antecedentes de Balestra. Pero él no quería perder más tiempo parado allí, en medio de la frontera que protegía a la Capital del peligro que, al parecer, amenazaba desde la provincia de Buenos Aires.
—Escuche, agente, soy ciudadano del Mercosur… usted sabe, libre comercio, libre circulación de personas, hermanos latinoamericanos, el Che, Zitarrosa…
—Sí, pero necesita cambiar esta cédula vieja por la nueva, la del Mercosur.
—Le prometo que lo voy a hacer.
—¿Puedo ver qué tiene en el baúl?
—Tres kilos de cocaína, una granada y tres FAL.
—Bájese del auto.
Cuando el agente llevó una mano a su arma, Balestra decidió terminar con aquella farsa. Retiró una tarjeta de su billetera y se la tendió al policía, diciendo:
—Estoy un poco cansado para bajarme. ¿Por qué no llama a mi padrino?
El otro leyó el nombre que aparecía en la tarjeta y, sorprendido, hizo una venia obediente y exagerada que sin embargo no logró solapar el odio que irradiaban sus ojos.
—Disculpe la demora. Puede circular.
Balestra volvió a guardar la tarjeta, la cédula y puso primera alejándose a toda velocidad.

[…]

En la sala de espera de la 6ª había varios travestis con cuerpos esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban con un viejo de guita que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que cuchicheaban en voz baja y miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al policía que hacía de recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que esperara, pero él no se sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los travestis estaban parados delante de un cuadro de José de San Martín, contemplando al Libertador con ojos de modista:
—Fijate: esos cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta maquillada… todos esos próceres eran putos…
—San Martín no era puto —bramó una de las gordas, indignada.
—Usted cállese, señora, y en vez de gritarme cuide al ladrón de su hijo…
—Mi hijo no hizo nada.
—Y yo no tengo pija, ¿no?
—Basta —dijo el recepcionista sin levantar la mirada de los papeles que estaba ordenando.
—Hijo de puta. No te metas con mi hijo porque…
—¿Porque qué?
—Los travestis rodearon a las mujeres, que se incorporaron de las sillas y comenzaron a cerrar los puños de manera amenazante. Otra de las mujeres señaló al travesti que había hablado antes, y dijo:
—San Martín era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
—Gorda sucia… cerrá la boca porque te cago a trompadas acá mismo…
—¿A quién?
—Si no se callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste, Ramírez?
—Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al volverse lo vio de pie junto a la mesa de entrada hablando con el recepcionista. Medía un metro sesenta, pero tenía voz de gigante, áspera, autoritaria, y con una sola frase logró callar a los travestis, a las mujeres y al propio Ramírez.
—Esto es una comisaría, no un programa de televisión —gritó Domínguez.
—Gorda pedorra —murmuró el travesti.
—Puto trolo… —susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo una seña para que lo siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus lugares a un lado y otro de un escritorio de madera perfectamente ordenado.
—Vos sí que te divertís…
—No me hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que cuando me jubile me vuelvo a Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja cómo anda?
—Bien. Creo que bien.
—¿Hacé mucho que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer, tu vieja… pero decime, ¿a qué se debe el honor de tu visita?
—Quería preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
—Una desgracia.
—¿Vos también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez soltó una carcajada.
—No, pero les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder. Lo último que quiero es que se me llene la comisaría de cámaras… ya bastante tengo con lo de ahí afuera.
—La quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por algo.

—No, pero tampoco me parece normal que te intereses por muertos que no te van a pagar un mango…


Alejandro Parisi
Fragmento: Con la sangre en el ojo.