Foto: Fátima Rodríguez

24 mayo, 2009

Conversa


- Perdón. ¿Puedo sentarme aquí, contigo, a terminar esta cerveza?
- Si, claro.
- Mi nombre es Alejandro.
- Ah.
- Alejandro Barquero.
- Está bien. Yo soy Estela.
- Estaba en el otro extremo del café. No sé. Te vi tan sola.
- Me gusta estar sola.
- ¿Siempre?
- No, siempre no. Hay días. ¿No te ocurre que de pronto te vienen ganas de hacer balance contigo mismo?
- A veces. Pero por lo general de noche. Mi problema es que padezco de insomnio.- De noche prefiero dormir.
- Yo también. Pero no siempre puedo.
- ¿Mala conciencia?
- No. ¿Acaso tengo aspecto de delincuente o de violador?
- De violador, no.
- ¿De delincuente?
- Vaya una a saber. No hace diez años que nos conocemos, sino cinco minutos.
- ¿Siempre estás así, a la defensiva?
- Hay que cuidarse.
- ¿Venís a menudo a este café?
- Dos o tres veces por semana.
- ¿Trabajás por aquí cerca?
- Si el interrogatorio va a continuar de esta guisa, reclamo la presencia de mi abogado.
- ¿De esta guisa? ¡Qué léxico! Me gusta que tengas sentido del humor.
- Y vos ¿qué hacés?
- Traduzco.
- ¿Del inglés?
- También del inglés. Pero sobre todo del francés y del italiano. Y además soy soltero en español.
- ¿Me hacés confidencias para que yo te haga las mías?
- No sabía que la soltería era una confidencia. Más bien creía que era un estado civil.
- Yo no soy soltera. Estoy separada.
- ¿Y qué tal?
- ¿Qué tal qué?
- ¿Cómo te sentís con el nuevo estado?
- No tan nuevo. Hace un año que me separé. Ahora ya me acostumbré, pero al principio fue duro.
- No te pregunto si vivís sola, porque vas a pegar la espantada.
- ¿Por qué? Vivo sola, claro.
- ¿Y tu familia?
- Me queda poca. Mi vieja vive en Brasil, con mi hermano. Mi viejo se quedó en un infarto. Tengo una hermana, casada con un gringo, que reside en Los Angeles. Y se acabó.
- ¿Qué hora es?
- Las seis y veinte.
- Caramba. Tenía que estar a las seis en el Centro. Pero no importa. Total, ya no llego. Ni en Taxi. Lo que pasa es que mi reloj está perezoso. ¿Ves que marca las cinco y diez? Además, no he perdido el tiempo. Me gustó conocerte.
- ¿Conocerme? Mucho no hemos hablado.
- Lo suficiente. Y una relación no sólo se construye con palabras. También hablan los ojos ¿no?
- Ajá. ¿Y se puede saber que te dijeron mis ojos?
- Reservado.
- Te gusta el cachondeo ¿eh?
- Me gusta pasarla bien.
- A costa de esta servidora.
- ¿Se puede saber qué edad tenés?
- No se puede.
- Representás veintitrés.
- Frío, frío.
- Yo tengo veinticinco.
- Pues representás veinticuatro y medio.
- Esta vez te haré una pregunta que requiere una respuesta franca.
- Venga.
- ¿Te caigo bien?
- ¿En qué sentido?
- Vertical. Horizontal El que prefieras.
- Digamos que si. Aunque no se por qué.
- ¿Te lo explico?
- No, por favor. No soporto la vanidad masculina cuando se desata espontáneamente.
- ¿No te parece como si nos conociéramos desde hace años?
- ¿No te suena esa pregunta como de culebrón venezolano?
- Vos contestáme. ¿Te parece o no te parece?
- ¿Años? No. Me parece como si nos conociéramos desde hace veintiocho minutos.
- ¿Alguien te dijo alguna vez que irradiás una simpatía tan fuerte que a uno lo marea?
- Bueno, una vez un muchacho me dijo que mi simpatía lo emborrachaba.
- ¿Ves? Es así nomás. Y fijáte que ni siquiera te he tocado una mano.
- Ni te atrevas.
- ¿No me das permiso?
- Claro que no. Apenas si autorizo a mi mano a tocar la tuya.
- Bárbaro.
- Tenés una piel suave. Interesante. Se ve que nunca fuiste obrero.
- ¿Y esa cicatriz en la muñeca?
- Ah si. Con ese detalle ya lo sabés todo de esta joven marquesa. Hace dos años intenté matarme.
- ¿Y qué pasó?
- Me salvaron. Unas vecinas. Lo bien que hicieron. Estoy contenta de seguir vivita y coleando.
- ¿Mal de amores?
- No. Falta de amores. Vacío de amores.
- ¿Droga quizá?
- Nada de eso. Ni siquiera fumo. Casi no tomo alcohol. ¿Vos nunca quisiste suicidarte?
- Soy demasiado pelotudo para tomar una decisión tan laboriosa.
- Ya me dijiste que sos soltero en español. Pero ¿tenés mujer, compañera, amante o noviecita?
- Nada, mi niña. Llevo tres meses y medio de virginidad sabática.
- Entonces voy a hacerte una confesión que confío aprecies en toda su buena fe.
- Así será.
- Y en toda su inocencia.
- Soy todo orejas.
- Quizá te parezca extraño, pero tengo ganas de verte desnudo.
Mario Benedetti

11 mayo, 2009

Cloro y mayonesa

JUAN VILLORO / El Norte 8/05/09

Después del terremoto de 1985 salimos a la calle con picos y palas. Hubo héroes que se improvisaron como "hombres topo", entrando a huecos que parecían inaccesibles. Las mujeres prepararon sándwiches y agua de limón para los que tratábamos de imponer un orden en las ruinas. Otros hicieron acopio de víveres y ropa para los damnificados. Los taxis te llevaban gratis y los teléfonos funcionaban sin monedas. Bastaba tener un trozo de tela amarilla en el brazo para calificar como brigadista.

Actuamos de manera improvisada y tal vez repartimos mal nuestros esfuerzos. Lo importante es que hicimos algo y eso nos sirvió de terapia. Un orden superior –el escenario que tantas veces nos parece ajeno, adverso, intransitable– se había roto. El aire olía a gas. Al día siguiente del primer temblor hubo una réplica, menos agresiva pero más temible, pues ya sabíamos lo que podía pasar. Por la noche, recurrimos a remedios domésticos: nuestros sismógrafos fueron un vaso con agua en el buró y los cubiertos colgados del marco de una puerta.

Acaso sólo entonces la ciudad fue de veras nuestra: al fin nos necesitaba con urgencia. Levantar un ladrillo era un forma elemental de ser capitalino. Las grietas de la ciudad mostraron nuestro rostro. No estábamos en la mejor de las condiciones (¡cuánto polvo nos sobraba en el pelo!), no sabíamos si al recoger cascajo salvaríamos a alguien o provocaríamos otro derrumbe, pero una certeza se imponía: éramos la única respuesta.

El trauma del temblor se pudo superar gracias a que logramos sentirnos útiles. En 1985 encontramos la ciudad que se nos había perdido dentro de la ciudad.

La crisis de la influenza ha sido distinta. En este caso, la amenaza éramos nosotros. Nada resultaba tan arriesgado como el contacto con el prójimo. La única solidaridad que podíamos mostrar era la de un disciplinado acatamiento de las disposiciones oficiales. La respuesta, en este sentido, fue admirable. Una ciudad que vive para lo que ocurre de a montón, aceptó el calvario del aislamiento.

No faltó algún sobresalto. Es curioso cómo se esparcen los rumores; de pronto, corrió la voz de que WalMart iba a cerrar sus puertas. Nunca sabremos por qué se habló específicamente de esa cadena. Lo cierto es que las compras de pánico permitieron registrar dos obsesiones del consumidor mexicano: la limpieza y el condimento. Los productos más vendidos fueron el cloro y la mayonesa.

Nuestra vida prosiguió en encierro y cámara lenta. En esas condiciones enfrentamos algo tan duro como la epidemia: no poder hacer otra cosa que lavarnos las manos. A diferencia de lo que sucedió en el terremoto, era imposible salir a la calle con una carretilla a recoger trozos de ciudad. Ayudar implicaba estar ausentes, soportar la impotencia y la frustración.

Actuamos como debíamos hacerlo, pero otros quedaron en deuda. "Lo que más me irrita es la falta de solidaridad de la medicina privada", me dijo Ricardo Cayuela Gally, jefe de redacción de Letras Libres. Tiene razón. Durante una semana no hubo un solo gesto de apoyo de los grandes negocios de salud. Los hospitales donde el enfermo es visto como un cliente despersonalizado que debe pagar por el hilo de sutura, la caja de kleenex que no pidió y las largas horas de estacionamiento (que siempre es un "negocio aparte", nunca una cortesía para los que ahí se alojan) podrían haber ofrecido asesoría, consultas o análisis gratuitos. No hablo de poner en riesgo sus ganancias, sino de dar una señal simbólica. Si uno de los grandes hospitales privados hubiera brindado 10 camas solidarias, habría mandado un mensaje de que no todo depende de la usura. Tener seguro médico en Europa significa presentar una tarjeta al ingresar a un hospital y no desembolsar nada. Tener seguro médico privado en México significa pagar una fortuna y luego luchar con el seguro por un reembolso. La crisis se prestaba para mostrar que detrás de tantas facturas hay sangre en las venas.

Muchas empresas tuvieron pérdidas y aguantaron el embate. No es algo fácil. Sin embargo, hubiera sido espléndido que mostraran algo más: preocupación por el País (lo cual, dicho sea de paso, es buena publicidad). En un momento en que la población estaba recluida, los comercios podían hacer cosas menores pero significativas, como regalar cubrebocas. Telmex instaló un servicio de orientación sobre la influenza. También podría haber instalado un locutorio con llamadas gratuitas de larga distancia. Los bancos, tan inventivos en sus comisiones, podían abrir líneas de crédito en solidaridad con los enfermos. El Palacio de Hierro, que nos despierta el sábado a las ocho para decirnos que ese día tiene ofertas, podía donar camas y otros muebles a hospitales públicos. Hablo de gestos que no solucionan el drama pero revelan que a alguien le importa. ¿Existe la solidaridad social de las empresas o su marca registrada es el egoísmo?

Más allá de la epidemia hay algo más preocupante: la realidad.

Érase una vez un país precario donde la gente sobrevivía a base de cloro y mayonesa.


03 mayo, 2009

Chiapas (Pedro Guerra)


… y miren lo que son las cosas
porque para que nos vieran
nos tapamos el rostro
para que nos nombraran
nos negamos el nombre
apostamos el presente
para tener futuro
y para vivir
morimos…