Foto: Fátima Rodríguez

24 noviembre, 2015

Recuerdo

Yo recuerdo cuando los hombres no nos besábamos. Recuerdo cuando la televisión tenía cuatro canales en riguroso blanco y negro. Recuerdo cuando un porro era una novedad aterradora. Recuerdo cuando una computadora era un delirio de las películas de ciencia ficción. Recuerdo cuando el mundo iba a ser mucho mejor. Recuerdo cuando las villas miseria estaban llenas de trabajadores. Recuerdo cuando las mujeres no usaban pantalones. Recuerdo cuando un blue jean era una muestra de rebeldía casi intolerable. Recuerdo cuando los ricos tenían apellidos que sonaban a bosta. Recuerdo cuando nadie sabía qué corno era la soja. Recuerdo cuando los coches tenían la palanca al volante. Recuerdo cuando la Unión Soviética era el gran poder y mandaba al espacio perros y astro­nau­tas. Recuerdo cuando tomar un avión era un evento extraordinario. Recuerdo cuando los viejos usaban sombrero. Recuerdo cuando muchas etiquetas decían industria argentina. Recuerdo cuando los curas decían misa en latín. Recuerdo cuando había mujeres vírgenes. Recuerdo cuando los chicos debutaban con putas. Recuerdo cuando Perón era un general derrotado en Madrid y Guevara un guerrillero que iba a ganar una revolución en algún lado. Recuerdo cuando los diarios y las revistas estaban escritos en castellano. Recuerdo cuando el pelo largo –por encima del cuello de la camisa– era causa de suspensión en el colegio. Recuerdo cuando viajaba en tren a Mendoza, a Zapala, a Jujuy. Recuerdo cuando la palabra pedorro no existía, ni la palabra cedé ni devedé ni digital, ni la palabra shopping ni la palabra sushi, ni maxikiosco ni tetra ni rockero, ni celu ni huskie ni bolú y mouse era el apellido de un tal Mickey. Recuerdo cuando gay se decía maricón y era una condición que se escondía. Recuerdo cuando los equipos de fútbol no podían hacer cambios. Recuerdo cuando el pasado era un desastre. Recuerdo cuando era más fácil ver un caballo en la calle que una teta en el cine. Recuerdo cuando estaban por sanear el Riachuelo. Recuerdo cuando los restoranes vendían comida porteña, española, italiana, francesa o alemana –y ni siquiera se conocían las hamburguesas.

Decir recuerdo es decir, por supuesto, estoy grande, pero también es decir que el mundo no siempre fue como es. Es decir que las cosas –los objetos, las conductas, las sociedades– suceden en la historia, son dinámicas, cambian, siempre cambian: que nada dura para siempre. Parece una tontería, pero el mito más fuerte de esta época de cambios incesantes es que no hay cambios posibles. Tampoco es nuevo: ya ha circulado en otros momentos de la historia.

Muchas doctrinas, religiones, sistemas de gobierno se formaron a partir de la idea de que nada cambia –y para tratar de confirmarlo. Las primeras interesadas en la idea de todo siempre igual fueron las religiones. Una religión –cualquier religión– es una forma de tranquilizarse y pensar que lo que es ahora siempre será: que todo está diseñado y controlado desde aquí hasta el fin de los tiempos, y que el poder –un dios, los dioses– ha sido y será el mismo. Si un fiel creyera que los poderes universales cambian, ¿quién podría prometerle una vida eterna? Y los poderosos –reyes, emperadores– se colgaron de esta idea: nuestro poder no debe cambiar porque está basado en el Gran Poder que nunca cambia: el derecho divino.

Una religión necesita lo inmutable; por eso, por ejemplo, las reacciones violentísimas de la Iglesia católica cuando ciertos fulanos de hace un par de siglos empezaron a hurgar rastros geológicos, cuevas, huesos, y demostraron que el mundo era mucho más viejo que lo que contaba la Biblia, y que no siempre había sido como es: que había habido animales extraños, que las vacas y las pulgas no habían sido creadas por el Señor sino por la evolución de las especies, que los hombres veníamos de los monos. Nada podía ser más subversivo –y subvirtió.

Durante estos dos siglos subvertidos, la idea de cambio fue central: la sociedad no funcionaba, sus mecanismos debían ser reemplazados. Se inventaron sistemas de reemplazo que, en general, no funcionaron. En las últimas décadas , su derrota se llevó puesta, en gran medida, la idea de que hay otras opciones. De ahí el mito dominante: que nuestras sociedades nunca van a ser demasiado distintas porque no hay otras posibilidades, que el capitalismo de mercado con gobierno elegido y delegado es la única forma de organización posible y va a quedarse para siempre.

Para creerse eso, antes que nada, había que aprender a no pensarnos en términos históricos: a olvidar que este momento es un momento. Es curioso, hacía mucho que no se hablaba tanto de historia en la Argentina, pero esas referencias sirvieron, en general, para lo contrario: para mostrar que, supuestamente, siempre fuimos como somos, que ya éramos corruptos en el siglo XVII, que ya éramos mentirosos en el XIX, que –según sintetizó nuestro filósofo mayor– “estamos como estamos porque somos como somos”. La historia, la disciplina que muestra que nada es permanente, se transformó en un medio para sostener lo contrario.

Que es perfectamente insostenible. Una cosa es que no sepamos imaginar los cambios: es cierto que es difícil, que los grandes cambios sociales se producen cada tanto, que son procesos largos, inesperados, generalmente dolorosos –pero siempre suceden–. A menos que se produzca el mayor cambio posible, lo que nunca en la historia del hombre: que todo siga igual. Es muy improbable. Los atenienses de Pericles, tan ilustrados, se habrían reído si alguien les hubiera dicho que el mundo podía funcionar sin esclavos; los franceses de Luis XIV, tan elegantes, no habrían creído que pudiera existir un país sin un rey; los argentinos de Yrigoyen, tan orgullosos, habrían escupido si alguien les hubiera dicho que algún día iríamos a la rastra de Brasil. Yo recuerdo todas aquellas cosas, y recuerdo cuando los helados de dulce de leche no sabían a dulce de leche. Después, de pronto, aparecieron unas heladerías que los hacían con mucho gusto, y fue una gran sorpresa: aquellos helados medio sosos eran los únicos que conocía, y nunca había pensado que pudieran cambiar. Con el tiempo, dejé de sorprenderme ante la finitud de cada cosa. Pero recuerdo –todavía recuerdo– cuando era tan chiquito que no sabía que vivía en la historia.

Martín Caparrós




Tomado de elmalpensante.com

12 noviembre, 2015

Trozos de trazos (del teatro)


ASTROV: Podrías encender tus estufas con turba y construir los cobertizos de piedra; pero, bueno…, admito que se corten por necesidad, pero destruirlos…, ¿por qué? Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, se vacían las moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se secan; desaparecen, para nunca volver, paisajes maravillosos, y todo porque el hombre, perezoso, carece del sentido que lo haría agacharse y extraer de la tierra el combustible (A Elena Andreevna.)¿No es verdad, señora?... Es preciso ser un bárbaro sin juicio para quemar en la estufa esa belleza… Para destruir lo que nosotros somos incapaces de crear… Si el hombre está dotado de juicio y de fuerza creadora, es para multiplicar lo que le ha sido dado y, sin embargo, hasta ahora, lejos de crear nada , lo que hace es destruir… Cada día es menor y menor el número de bosques… Los ríos se secan, las aves desaparecen, el clima pierde benignidad, y la tierra se empobrece y se afea. (A Voinitzkii.) Me miras con ironía, como si como si todo cuanto estoy diciendo no te pareciera serio… Y puede que, en efecto, sea una chifladura…; pero cuando paso ante bosques de campesinos, a los que he salvado de la tala; cuando oigo el rumor de un joven bosque plantado por mí, reconozco que el clima está algo en mis manos y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un poco por causa mía…

Anton Chejov

Fragmento: Tío Vania


Trozos de trazos


Supe que sería un día raro cuando un testigo de Jehová me ofreció una mamada. Caminaba por la avenida Fray Tomás cuando lo encontré. Parecía un loco, tenía la bragueta abierta y un moño rojo. Su traje era azul, sucio pero planchado. Los carros parecían avispas, como si la calle fuera un panal golpeado. El tipo estaba recargado en un señalamiento que prometía una catedral a la derecha. Había mucha gente y su soledad cimbraba. Regalaba libros de esos que dicen que las tormentas vienen de la sodomía. Pasé a un costado sin mirarlo, olía a limpiador económico.

—Buenas tardes, señor. ¿Gusta que se la chupe? —di la vuelta extrañado y negué de inmediato.

Detrás de mí, una señora que escuchó me miró horrorizada.

—Muchas gracias, llevo prisa. Que tenga buen día —contesté por diplomacia.

No podía aceptar su mamada pero aplaudí su voluntad por servir a la comunidad. No son tiempos de andar regalando nada a nadie, mucho menos mamadas. Pensé en la vida de ese hombre. No debe ser fácil existir con un dios tan demandante. Yo soy católico en temporada alta, nada más: Navidad, el mundial de futbol, Día de la Virgen, Semana Santa, etcétera. Los testigos de Jehová deben reclutar inocentes, vestirse como idiotas y trabajar en domingo. No es poco. En fin, cada quien sus catedrales. Cualquier cosa es mejor que ser ateo; suena aburridísimo. Los ateos no tienen ostias gratis ni iglesias bonitas donde puedan verles las piernas a sus vecinas. No tienen música sacra ni villancicos, y éstos son mi parte favorita de la Navidad. No podría elegir uno en particular, todos son asombrosos. Rodolfo el reno, El niño del tambor, Los peces en el río, y otros más, me hacen desear haber nacido en un pesebre. Además, crecer sin un bautizo es mera burocracia, es como ir a tu graduación sin emborracharte. Piensen en las bodas, sin toda la parafernalia sería como darse de alta en Hacienda.

Pasé a la tienda a comprar un refresco. El doctor me los prohibió, pero era domingo. Me atendió una vieja extremadamente vieja, parecía que moriría en cuestión de segundos. Usaba un camisón de satín rosa, tan viejo como ella. Del cuello le colgaban más de cinco escapularios y estaba tan maquillada como una drag queen. Le mostré la bebida que me llevaría y lanzó un quejido gutural que no revelaba la cifra. Saqué el dinero cuando pasó la mano por encima del mostrador. Su palma entera temblaba, hacía un esfuerzo titánico por suspenderse frente a mí. Con una moneda de diez pesos lista, dudé. Sentí que esa mano se rompería si depositaba el pago bruscamente. Además, por el temblor, temí errar y tirar el dinero. Sus piernas no aguantarían inclinarse a tomar la moneda. Dejé el refresco, un billete de veinte y salí corriendo. Eso habría hecho Cristo, pensé en ese momento.

Fernando Jiménez

Fragmento:  Combatir el pecado



Pueden leer el cuento completo en  el número  de octubre de 2015, de la Revista Tierra Adentro o bien en el siguiente enlace: http://www.tierraadentro.conaculta.gob.mx/cuento/combatir-al-pecado/

07 noviembre, 2015

En memoria de Susana Rotker

HIGHLAND PARK, N. Jersey.- Hacia las cuatro de la tarde, el 27 de noviembre pasado, Susana Rotker y yo nos sentamos en su escritorio a discutir algunas de las ideas que ella acababa de agregar a su ensayo "Ciudades escritas por la violencia". Hacíamos lo mismo desde 1979, cuando nos conocimos. Cada vez que alguno de los dos necesitaba sentir la resonancia de sus ideas en otro ser, nos leíamos en alta voz, con cierto aire de desafío y también con la esperanza de que el otro asintiera y dijera: "Sí, qué bien, cómo me habría gustado escribir eso". No sé cuántas veces le repetí la frase aquella tarde. Había -hay- reflexiones notables en ese ensayo que estudia el miedo y la impune violencia de las ciudades como fenómenos que crecen y alcanzan a todos. "Es el reino de la fatalidad -escribía Susana hacia la mitad del texto-: no se acusa a nadie y al mismo tiempo se acusa a la sociedad entera." Su inteligencia era como una luz: se movía en todas direcciones, con una intensidad que jamás declinaba, y era maravilloso tocar esa luz, porque desprendía calor, y felicidad, y fuerza: pocas luces podían llegar tan hondo con tan pocas palabras. El lenguaje no sirve para expresar las sensaciones de miedo, decía Susana. El miedo es tan inexpresable como el dolor. Oí esa misma frase infinitas veces, durante los infinitos días que siguieron.

"No viene nadie"

Algunos profesores de la Universidad de Rutgers -donde ambos trabajábamos- nos habían invitado a ir aquella tarde del 27 de noviembre a un encuentro profesional en Piscataway, cinco kilómetros al oeste de donde vivíamos. Ninguno de los dos tenía ganas de hacerlo. Yo estaba por terminar otro capítulo de una novela en la que ya llevo muchos meses de retraso y al día siguiente debía viajar a México para participar del Foro Iberoamericano organizado por Vicente Fox, Carlos Fuentes y el empresario argentino Ricardo Esteves. Susana, a su vez, tenía que corregir la versión en inglés de su libro Cautivas , revisar los trabajos de tres estudiantes cuyas tesis doctorales estaba dirigiendo y decidir cuándo y con quiénes haría la primera conferencia del Centro de Estudios Hemisféricos, la institución ambiciosa que había fundado en Guadalajara, México, para que los creadores e investigadores del continente pudieran terminar sus obras sin apremios ni distracciones.

Al final fuimos, por inercia. El estacionamiento de la casa estaba lleno y debimos dejar nuestro automóvil enfrente, al otro lado de una calle de doble circulación en la que los accidentes rutinarios -deslizamientos en el hielo, choques sin consecuencia- se cuentan por los dedos de las manos. Oímos un par de discursos y a eso de las siete y media, luego de cambiar miradas cómplices desde lejos, empezamos a despedirnos. La oí decir: "No hay tiempo. ¡Tengo tanto trabajo por hacer!" Salimos, tomados de la mano. Hacía frío. La noche era espesa, húmeda, y la raya temblorosa de un avión atravesaba el cielo. "No viene nadie -dijo Susana-. ¿Qué te parece? ¿Cruzamos ahora la calle?" La conocí en 1979 -ya lo he dicho-, cuando organizaba la redacción de El Diario de Caracas. Pregunté quién era el mejor crítico de cine de Venezuela, y en todas partes me dijeron, sin vacilación alguna: "Susana Rotker. No te va a ser fácil llevarla a un periódico nuevo". No lo fue, es verdad. Susana era demasiado joven, tenía un éxito inmenso con la columna que publicaba todos los días en el diario El Nacional , y su belleza cortaba la respiración. Después supe que se creía fea y sin gracia, que dudaba de su talento, que amaba las grandes causas pero no se creía capaz de encabezar ninguna.

Ejercicio de reflexión

Contra lo que suponían los demás, todo desafío nuevo la entusiasmaba. A veces, ciertos faits divers -como llaman los franceses a las crónicas policiales- disparaban su imaginación y escribía sobre ellos crónicas espléndidas, conmovedoras. A uno de esos hechos alude enigmáticamente en el primer capítulo de Cautivas : una mujer quemada viva por un marido fanático e intolerante en Maracaibo. Después, cuando ambos fuimos a Washington y ella completó su doctorado en literatura en la Universidad de Maryland, la densidad y el incendio de su inteligencia crecieron día tras día, de manera casi visible, táctil. A partir de las crónicas norteamericanas de José Martí emprendió un ejercicio de reflexión sobre el nacimiento del escritor profesional y sobre los cruces entre literatura y periodismo que iban más allá de todo lo que se había escrito hasta entonces. Siempre admiré su método de trabajo: rumiaba durante semanas un tema y lo sacaba afuera luego de golpe, en un día o dos. Más de una vez la vi entrar en su escritorio a las tres de la tarde y salir de él a las tres de la mañana con cincuenta páginas impecables, que fluían como el agua.

Yo soy lentísimo, en cambio: rara vez voy más allá de una página o dos por día, con resultados inferiores. Si no la hubiera tenido a mi lado, las tres novelas que publiqué a partir de 1985 no serían lo que son. Ella salvó a mi imaginación de los naufragios en que sucumbe a veces, cuando navego entre la verosimilitud y la exageración, y me dio la ternura que hacía falta para no desfallecer en esa empresa de Sísifo que es la escritura de cualquier novela, valga o no valga la pena. ¿Cómo íbamos a suponer que yo estaría condenado a exponer alguna vez estas triviales intimidades? Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesonario. Si traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante sin decir a los cuatro vientos todo lo que le debo. Y, a la vez, yo ya no soy el yo que fui hasta hace pocas semanas. Soy ese yo menos ella, y aún desconozco el vasto significado de todo eso.

Buenos Aires y después

Dejamos la Universidad de Maryland en 1987. Yo quería regresar a la Argentina a cualquier precio, y tal vez nunca me perdone todo lo que ella tuvo que pagar por esa obstinación: padeció tres golpes militares, una hiperinflación de locura, el comienzo de la desocupación y de la inseguridad. En ese clima educamos a nuestra hija, que llegó a Buenos Aires cuando tenía seis meses y se marchó a los cinco años.

A partir de 1991, Susana recibió tantos ofrecimientos para trabajar en los Estados Unidos que me pareció injusto seguir atándola a mi destino. Hice al revés: me uní yo al de ella, y así nos fue mejor. Ambos nos hicimos argentinos y venezolanos y colombianos y brasileños en una tierra de nadie donde se puede ser todo y nada a la vez. En los últimos tiempos, su talento había crecido a ritmo de vértigo sin que ella se diera cuenta de lo lejos que había llegado. Escribía incansablemente sobre la violencia, sobre la pobreza, sobre las idas y vueltas del pensamiento latinoamericano con una intensidad en la que ponía todo el ser. A fines de octubre la invitaron a Harvard. He recibido decenas de cartas de quienes la oyeron. Me dicen que por la firmeza de su posición ética y por la fuerza de gravedad de su inteligencia, todos querían tenerla allí. No sé si habría ido. Ambos éramos felices en Rutgers: ambos éramos cada día un poco más felices, si eso es posible.

Cuando empezamos a cruzar la calle, aquel fatídico 27 de noviembre, sentí que algo la arrancaba de mi mano y me golpeaba a mí en los brazos y las piernas. Desperté sobre la línea amarilla que divide la calzada, desconcertado, entre automóviles que pasaban raudos o se detenían bruscamente. Imaginé que ella estaba al otro lado, a salvo. Luego, oí chirriar unas ruedas, corrí como pude, y descubrí su cuerpo hecho pedazos. La imagen de sus ojos abiertos y de su sonrisa de otro mundo me siguen por todas partes, a todas horas. En el instante en que la vi, sentí que la perdía. Habría dado todo lo que soy y lo que tengo por estar en su lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría querido que ella me viera morir.


Tomás Eloy Martínez

La Nación, 22 de diciembre de 2000