Foto: Fátima Rodríguez

26 mayo, 2016


Conocí a Jorge hace poco menos de dos años. Llegó una o dos semanas antes que yo al departamento que, junto con Monserrat, comenzamos a compartir. De esta necesidad azarosa que en nuestros estos días significa compartir una casa entre desconocidos, surgieron buenas y largas charlas, y tiempo después una amistad. Coincidíamos en la madrugada, en la cocina, cuando yo preparaba café para poder seguir con las lecturas del primer semestre del posgrado y él dejaba un rato, para descansar, las tarimas de madera, unos troncos viejos, la  tierra, los clavos, las plantas, con los que construía un jardín vertical, que todavía hoy se asoma por una de las ventanas del departamento.

Crear un espacio para matas y flores dentro de las enormes áreas de concreto habitacional era algo más que un tema de decoración de interiores. Lo supe con las pláticas. Armaba un jardín por el mismo motivo que se indignaba ante la naturalidad con la que los citadinos hacemos menos oficios como el de la empleada doméstica, el plomero o el guardia, y por la misma razón por la que rabiaba ante el afán de afamados colegas suyos (es odontólogo), que en nombre de la profesión llevan el margen de la utilidad más allá de los límites del respeto al otro.

De una charla ágil, amena, Jorge logra crear con su interlocutor de inmediato una atmósfera de confianza. Impaciente, es cierto, pero de una sensibilidad que no le permite disimular esa espontánea expresión en el rostro cuando se topa con cualquier guiso –conocido o no– que le agrade  (enfatizada con un movimiento de la mano, en la que índice y pulgar se unen y el resto de los dedos permanece levantado), que lo hace atender atento filmes de 90 o 120 minutos (y lo mantienen pensando días enteros),  y que le deja trabajar, cuidadoso, amoroso –verdaderamente cultivar–, en el mantenimiento de su jardín mientras escucha una playlist que puede ir de los Orishas a Silvestre Revueltas.

Desde hace unos meses Jorge no ha vuelto a sus plantas. Se dedica ahora, de tiempo completo, a algo tan urgente como fortuito: después de superar tres cirugías, un paro cardiorrespiratorio y 35 sesiones de radioterapia, ha empezado un tratamiento de quimioterapia, que además de todo cuesta, y mucho. Su hermana, Mayela, se ha ingeniado distintos modos para juntar el dinero (se puede depositar incluso desde un Oxxo), de los que varios tratamos de hacer el mayor eco posible.

Toda aportación es enorme.

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KARLA MAYELA OLVERA BRAMBILA

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