Foto: Fátima Rodríguez

14 enero, 2010

La Virgen de la Panasonic

Cuando Juan Preciado llegó a Comala, de pronto se vio rodeado de fantasmas, voces, rumores, casonas con techos derrumbados y con yerbas naciendo de entre las junturas del piso. El protagonista arriba, averigua poco de un pasado nebuloso y muere a mitad de la narración.
Si pudiéramos sacar a Juan Preciado de su muerte y ubicarlo más bien en el presente que en la época posrevolucionaria, y en la Ciudad de México en vez de Comala, vería su experiencia reducida a una
porción diminuta.

Con la sorpresa expresa prohibida como única advertencia antes de partir a la capital, el primer viaje en transporte público se había convertido en un cúmulo de pequeños asombros reprimidos a propósito para no evidenciar mi calidad de forastero. La actuada indiferencia que expresaba hacia lo que ocurría dentro y fuera de las ventanillas me parecía infranqueable, mas no pudo resistir la primera prueba de fuego, cuando la señora que via
jaba junto a mí, al tiempo que pagaba su pasaje, anunciara su descenso: “bajan en la Virgen de la Panasonic”.
Viviendo ahora en el mismo valle donde en la época de la colonia española se apareciera en un huipil indígena una de las figuras católicas y mestizas más representativas, no me atreví siquiera a cuestionar la nueva versión religiosa que acababa de escuchar. Además, tomé en cuenta que hay a quienes les consta que las apariciones han continuado, ya en la corteza d
e un árbol, en el óxido de un comal o en la mancha húmeda de una pared. Sin embargo, esta amalgama de fe, tecnología y competencia de mercado, no dejaba de ser difícil de digerir.
(Una sensación similar me invadió cuando, días después, vi en los diarios la foto de Martín Esparza, líder del Sindicato Mexicano de Electricistas, hondeando el estandarte de la Virgen de Guadalupe, en una burda emulación de Miguel Hidalgo).
No se podría asegurar que Juan Preciado no moriría en el Distrito Federal tan pronto, como lo hizo en la novela. Aquí, morir es –hasta cierto punto– cosa fácil. Bernardo Reyes vino desde Nuevo León para c
aer fulminado frente al Palacio Nacional; López Velarde, desde Jerez, para ser víctima de una enfermedad respiratoria a la “jesucrística” edad de 33 años; Francisco I. Madero, desde Coahuila para gobernar el país y caer en manos de soldados Huertisas. La lista sigue, pero basta complementarla con el ejemplo en contra de Porfirio Díaz Mori, que vio el último de sus varios días en la Ciudad de la Luz.
La impresión del forastero que llega a la capit
al no debe ser muy distinta a la de Hernán Cortés a su entrada a Tenochtitlán: un paradigma desconocido. Para nosotros, el entorno cotidiano resulta una verdadera experiencia antropológica. De ahí que yo no pudiera dar cabida al tráfico imposible, a los agentes de tránsito improvisados que con una franela y la mano extendida autogeneraran empleo y contribuyeran al flujo vehicular, a las peseras saltándose los camellones (si los narcos supieran, cambiarían las Hummers por microbuses), a la venta en la calle de libros piratas (para que exista tráfico ilegal, necesariamente de haber demanda), al cuarteto de cuerdas interpretando las cuatro estaciones de Vivaldi en la banqueta, a un costado de la Casa de los Azulejos; a los hombres con bocinas en la espalda vendiendo antologías musicales a diez pesos, en los vagones del metro; a las personas saliendo de las alcantarillas en las que habitan (en estos casos el verbo vivir queda un tanto holgado), al bar el rana rastas en la avenida Zaragoza, y a mi compañero de viaje que resumía su impaciencia y su demora en una expresión que más bien parecía conjuro: “aja, la baraja”. “¡Un elefante!” decía con sorpresa Rosángel, cuando me explicaba que el embotellamiento, camino a clases, era ocasionado por uno de estos animales.
Víctimas del atraso, cuatro pasajeros observaban la hora y se miraban entre sí, haciendo comentarios aislados sobre la injusta extinción de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Por los logos bordados en sus playeras, no fue difícil intuir que eran ex trabajadores sindicalizados de esta empresa; por la fecha y las noticias de la mañana, era indiscutible que se dirigí
an a la marcha contra el decreto presidencial. Víctimas del atraso y de una paradoja: se hallaban varados en el tráfico que ocasionaba la manifestación a la que iban. La versión chilanga de la condena de Sísifo.
De las vertientes de la mega marcha, una llegó a las puertas de la Cámara de Diputados. Allí armaron el campamento –días atrás las casas de campañas y las carpas eran de personas que exigían mayor pre
supuesto a los créditos para vivienda y, aún antes, de los grupies que asistieron a la serie de conciertos ambulantes en contra de le la propuesta de reducción de recursos a la educación y la cultura (Felipe Calderón parece encontrarse ante la misma incógnita que Jean Cocteau, sabe que la poesía es imprescindible, pero desconoce para qué).
Una vez instalados, los smetistas erigieron a un m
uñeco crucificado y de lentes, con un cartón al cuello en el que se podía leer “Calderón”. A los pocos días, el dibujo del puño –izquierdo, por supuesto– con rayos, del SME, encerrado en un corazón morado, prevalecía en las cartulinas y playeras de varias mujeres que pedían cooperación voluntaria para el SMETÓN (que en letras pequeñas advertían: “donativo no deducible de impuestos”).
En la invención de Morel, a través del diario del protagonista –que también muere, pero logra descubrir la razón del enigma del lugar–, Adolfo Bioy Casares escribe: “no creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni la realidad por locura”. Lo mío no era un sueño. Bastaron un recuento de los últimos días y unas cervezas en el Salón Modelo para construir una explicación que calmaría en algo mi estado de sorpresa constante, en el que había caído y todavía permanezco: el Distrito Federal es una ciudad surreal.
Platicándolo con Abraham Nuncio, posteriormen
te, sabría que Antonin Artaud y André Breton llegaron antes a la misma conclusión que yo. Quizá también al Salón Modelo.


Adenda
En vida, mi abuela nos contaba acerca del Coyoacán en el que nació y pasó su infancia. Lo colonial de sus construcciones, la belleza de su iglesia, la casa de Frida Kahlo, a quien le vendía huevos y pan; la magia del parque con la fuente al centro. En la primera oportunidad, visité el lugar.
A diferencia de Juan Preciado, no encontré fantasmas ni voces ni murmuros de mi pasado. De estar allí, en la surrealidad
de la Ciudad de México, pasarían inadvertidos.Gibrán Domínguez