Foto: Fátima Rodríguez

08 marzo, 2008

Tiene mucho sentido

Sin necesidad de regarlas, la mata de higos que tengo frente a mi casa empezó a llenarse de hojas nuevas, las rosas mostraron sus primeros botones del año, y hasta en aquella plantita, que yo ya daba por muerta, se puede ver -debajo de las ramas secas- un pequeño retoño.
En cambio, yo requiero de un esfuerzo extraordinario para salir de la cama, hoy me comí dos helados (un corneto y otro del Mc Donald's) y al llegar a mi casa cené unos panes tostados con mantequilla y azúcar...
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Astenia primaveral

Juan Villoro 7 Mar. 08 (EL NORTE)
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Todo empezó con un arma de fuego. Mi amigo Alberto me informó: "Estoy tan cansado de vivir que ya cargué la pistola para pegarme un tiro". Lo dijo con tal seriedad que me sentí responsable de su suerte. Entonces se dio una de esas situaciones en que el amigo atribulado acaba consolando al que se preocupa por él. Alberto me dijo en tono tranquilizador: "No va a pasar nada: tengo tan mala memoria que nunca sé dónde puse la pistola. Cada vez que me quiero suicidar tardo horas en hallarla y cuando la encuentro, ya no sé para qué la quería".
Aunque no es muy reconfortante saber que un amigo sigue con vida porque no se ha atado un lazo en el dedo para recordar que debe suicidarse, tomé el asunto como otra muestra del humor negro de Alberto.
Poco después me encontré a Karla en el supermercado. No llevaba carrito y recorría los pasillos como si ninguna mercancía valiera la pena. Llevaba una lata de Coca-Cola en la mano y tomaba sorbos pequeños, como si se tratara de una medicina. Ya sabemos lo que sucede con la gente que come y bebe antes de salir del súper. La sociedad de consumo es un lugar persecutorio en el que despachar un yogur en el pasillo te desprestigia aunque luego lo pagues en la caja y tires el envase en la basura que no es biodegradable. Karla es una persona entusiasta y organizada; sin embargo, parecía al margen de sí misma. "Me bajó el azúcar", dijo, como si estuviera hecha de caramelo y fuera a disolverse.
A una cuadra había una farmacia donde regalan un globo por tomar la presión. Le propuse que fuéramos ahí. Abandoné mi carrito y pagamos la Coca-Cola. En la farmacia recibimos una terapia de shock. El corazón de Karla estaba en condición olímpica, pero lo que en verdad la tranquilizó fue compararse con la empleada de la farmacia, una mujer de ojos hinchados y llorosos, con el rictus de quien teme sufrir un ataque si deja de hacer gestos. Avanzaba con la lentitud de quien lleva una bata de concreto. Le pregunté si se sentía bien y contestó: "Me tomé dos bufferines con el tamal". No dijo "un tamal" sino "el tamal", como si fuese prescriptivo (por los resultados, podíamos suponer que también era tóxico). Pocas cosas alivian tan rápido como ser atendido por alguien más enfermo que tú. Cuando nos despedimos, Karla lucía repuesta.
Llegué a mi casa y encontré a nuestro hijo de 16 años en el piso de la cocina. No me preocupé porque la adolescencia es rara, ese piso es el más fresco de la casa y hay momentos en que el ser humano necesita poner su mejilla sobre una loseta para aliviar el peso de existir. "Me muero de sueño, pero me faltan dos ecuaciones", dijo un estudiante en busca de paz y comprensión. Tenía los ojos rojos. Los músculos le dolían. Se sentía demasiado viejo para volver a jugar futbol. Ordené que se acostara de inmediato. "Me faltan dos ecuaciones", insistió, como un azteca dispuesto al sacrificio. Le dije que dormir era más importante que estudiar.
Al día siguiente, esa frase irresponsable era una verdad científica. En el trayecto a la escuela guardamos el silencio de los deportados. Nadie hablaba porque a nadie se le ocurría nada. Y no sólo eso: no nos importaba estar callados. Habíamos dormido demasiado poco. Hubiera dado vuelta en "u" para que regresar al sitio donde hay piyamas, pero me faltaron energías para tener ideas creativas.
Al salir del colegio fui a comprar pan y coincidí con Jacinto, amigo de un conocido de un amigo que sin embargo entra rápido en confidencias: "Siento como si no fuera yo", comentó mientras revisaba la bandeja de los garibaldis. "¡No soy así!", exclamó a un volumen que hubiera llamado la atención entre clientes menos deprimidos. Como desconozco lo genuino que puede ser Jacinto, estuve de acuerdo con él.
Para esas alturas tampoco yo me sentía a mis anchas. Mis actos parecían determinados por una fuerza externa, ajena a la voluntad y el anhelo. "Somos como hormigas que siguen una senda de azúcar", dijo una voz a mis espaldas. Me volví para encontrar al gran Philippe, que mordía un chocolate. Esa golosina se apartaba tanto de sus costumbres que la sostenía con rara delicadeza, como si se tratara de una flor cristalizada. "Es la astenia", continuó Philippe, "en Francia es muy común; llega con la primavera y sientes que nada tiene sentido. Aparte de dormir y comer azúcar, claro está". ¿Sería ésa la clave del existencialismo? En verdad daban ganas de ponerse un suéter negro de cuello de tortuga y preguntar: "¿por qué el hombre?".
Si el diagnóstico de Philippe es correcto, la racha de encuentros con gente agobiada no se debió al carácter ni a la edad ni a los apagones ni a lo difícil que es relacionarte con alguien que exige inteligencia emocional. El veneno venía de la primavera.
¿Es posible que el calentamiento global empiece a producir aquí los cambios climáticos que en Europa traen "weltschmerz" (dolor de mundo) y temporada de suicidios?
¿La eterna primavera del Valle de Anáhuac cambió sin que lo advirtiéramos? ¿Lo que antes era un beneficio ahora produce malestar y sobresaltos?
La astenia se presenta como un cansancio terminal. En otros países llega sin avisar, acompañando los sorpresivos brotes de las plantas. Hasta hace poco, no era una plaga mexicana.
Esto no quiere decir que nos la pasáramos en estado de actividad febril. Las privilegiadas condiciones del altiplano permitían ser golfo sin efectos secundarios. Anáhuac no amaba las precipitaciones. El ecosistema nos llevaba a entender que descansar y hacer pocas cosas son necesidades placenteras. La astenia las ha convertido en un ataque. Por culpa del cambio atmosférico, ahora reposamos sólo porque nos sentimos mal.
Urge crear una Comisión Nacional del Clima para combatir la astenia incidental y recuperar el hábitat en el que, si no haces nada o estás chipil, no es por el aire, sino porque te da la gana.