Foto: Fátima Rodríguez

20 abril, 2012

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.

Cesare Pavese

17 abril, 2012

Trozos de trazos


Nos llevaron a una loma en donde habían puesto los tres cañones. En el llano, en medio del cascajal, estaba el blanco. Era un círculo formado con piedras encalichadas. Ontananza se quitó el bicornio, echó adentro tres papelitos doblados y nos dio a escoger. Me tocó el primer disparo y la pieza número uno, junto a la cual fui a pararme.
Frente a mí estaba el llano, a mi izquierda estaban los colores del batallón de España, los señores del jurado y, un poco más lejos, los curiosos —“lo mejorcito de Cañada”, me explicó después la corregidora, había ido a ver los cañonazos, las señoras habían abierto sombrillas—, a mi derecha, detrás del una mezquitera, había un caserío y una iglesia.
Soplaba un airecito tibio, en el cielo pasó una nube como un borrego perdido, un cabo y cuatro desarrapados llegaron a donde yo estaba y se cuadraron.
—Venimos a cargar la pieza, mi teniente —dijo el cabo.
—Muy bien, cárguela.
Habían empezado la maniobra cuando vi que se acercaban un hombre de negro y una mujer con sombrilla. Eran Periñón y la corregidora. Él se había quitado el sombrero de copa y lo llevaba en la mano, le daba el otro brazo a Carmelita que caminaba con trabajos en el tepetate.
—Venimos a preguntarle cómo le ha ido —me dijo ella sonriente.
—Muy mal —empecé a decir.
Los que estaban cargando el cañón me interrumpieron: dejaron la baqueta, el taco y la pólvora para ir a besarle la mano a Periñón, quien, un poco apenado conmigo, les dio la bendición y les dijo:
—Váyanse a terminar su trabajo, muchachos, que yo vine a hablar con el teniente, que es amigo mío. —Cuando se alejaron explicó—. Son buena gente, vienen del Paso de Cabras —y agregó en voz más baja—. Tenga cuidado cómo le cargan la pieza porque nunca han visto un cañón.
Fue la segunda vez que vi a Periñón tratar con gente pobre: los conocía, los comprendía y los dominaba. Hablamos del examen de oposición, que yo daba por perdido.
—Además de que los otros son españoles —dije—, lo han hecho mejor que yo.
Entonces Carmelita dijo:
—No pierda todavía esperanzas —y sonrío.
Cuando ellos se fueron me volví a donde estaba el cañón y vi que el cabo estaba metiéndole puños de tierra por la boca.
—¿Qué estás haciendo —le pregunté.
—Poniendo el adobe, mi teniente.
Me explicó que el adobe “era la tierra que se le ponía a la pieza para que amacizara el retaco y la bala saliera con mayor fuerza”. Yo dije:
—En otra ocasión le preguntaré quién le enseñó a poner adobe, por lo pronto, descargue esa pieza y vuelva a cargarla según le vaya yo diciendo.
Así se hizo y cuando me di por satisfecho despedí la tropa y ellos se fueron a cargar las otras piezas.
Me hinqué y apunté la mía, inclinándola un poco a la izquierda para que el airecito que soplaba empujara la bala al mero centro del blanco, después me levanté, preparé la cañuela y encendí el mechero.
Ontananza había montado a caballo y tenía la espada desenvainada, el trompeta de órdenes estaba parado a su lado, las banderas ondeaban, todo parecía expectante. Entonces vi algo que me asombró: Periñón y Carmelita platicaban con Pablo Berreteaga quien daba la espalda a su cañón y no se daba cuenta de que en ese instante el cabo estaba “poniéndole adobe”. La trompeta tocó “listos la primera pieza” y Ontananza levantó la espada.
Cuando dejó caer el brazo metí la mecha en el plato, se oyó el traquidazo, me quedé sordo, vi el fogonazo, se cimbró la tierra, reculó la pieza y antes de que se disipara la humareda oí un ruidito que resultó ser aplausos. Había un agujero en el blanco.
—Tiro en el blanco —gritó Ontananza.
Me tocó ver el tiro de Pepe Caramelo con mucha claridad: la bala, en el aire, describió una curva abierta y fue a enterrarse en una nopalera.
—Tiro fuera del blanco —gritó Ontananza.
El disparo de Pablo Berreteaga fue en cierto sentido el más notable: se vio el fogonazo, se oyó el “trac”, se cimbró la tierra, etc., pero ninguno de los que estábamos mirando alcanzó a ver la bala ni se supo de momento en dónde había ido a parar. Nos quedamos mirando el llano. Ontananza y el coronel Bermejillo levantaron catalejos pero nada vieron. Ontananza hizo que dos de a caballo fueran a reconocer el terreno: anduvieron un rato trotando por el cascajal hasta que se cansaron y regresaron moviendo la cabeza. Ontananza gritó:
—Tiro fuera del campo visual.
Después se supo que fue la bala que más lejos llegó: salió desviada hacia la derecha, pasó volando sobre la mezquitera, rebotó en uno de los contrafuertes de la iglesia del Santo Niño, rompió una ventana, desfondó el púlpito y fue a enterrarse en el piso, junto al cepo de la Vela Perpetua. Cincuenta pesos tuvo que pagar Berreteaga para componer los daños.


Jorge Ibargüengoitia
Fragmento: Los pasos de López