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27 abril, 2015
19 abril, 2015
En paz
Este húmedo
silencio
De lento parque
amigo en su casto retiro
Bajo la absorta
luz gris perla
Sólo se oyen las
voces
Que fluyen por
las limpias venas
De un mundo
natural indesflorado
Un grave velo de
vivaz urdimbre
Ahoga en santo
olvido el estruendo de afuera
Y el pensamiento
aquí cuan largo es se acuesta
Como un muerto
inmortal
En la tumba más
viva.
Tomás Segovia
Día tras día, UNAM, Conaculta, Ediciones sin nombre.
¿Quién vota a quién?
Querido Matías
Vegoso:
Otra vez la mula
al trigo. ¿Que hay que preservar la democracia a cualquier precio? Dicho así,
de acuerdo. Pero cuando decimos cosas tan tremendas hay que tener mucho cuidado
con lo que quieren decir las palabras. ¿De veras a cualquier precio y cualquier
clase de democracia? ¿Cómo no imaginar, en medio de los horrores de la
actual crisis en las más rutilantes democracias, que el precio de salvar a esas
“democracias”, bien podría ser, de un momento a otro, la miseria, la muerte, la
enfermedad, la ignorancia y la esclavitud de la inmensa mayoría de los humanos?
¿Habría que pagar ese precio? ¿Y para salvar cuál “democracia”?
¿No te parece significativo que sea a los más ricos a los que
nunca se les cae de la boca la palabra “democracia”, o en todo caso mucho menos
que a los pobres? Y en México por ejemplo cada vez que un político habla de
amenazas a la democracia ya sabemos que quiere decir amenazas (vanas, además) a
su tétrica impunidad. ¿Cómo no preguntarse entonces a qué llaman democracia tus
amigos?
Probemos la hipótesis, por puro espíritu lógico y cientificista,
de que fueran justamente los que amenazan a la democracia los que se dedicaran
a proclamar que está amenazada. ¿De qué democracia hablan? Aunque nunca lo
aclaren, nos dejan pensar que se trata literalmente del sentido etimológico de
la palabra: el pueblo, demos, en el
poder, o en el mando, o en el dominio, kratos.
Deslumbrante fórmula, pero lógicamente absurda. El poder o el mando son por
definición cosas que unos ejercen sobre otros, no sobre sí mismos. Sólo por una
metáfora soñadoramente poética puedo decir que yo me mando a mí mismo; en la
realidad (y en la lógica) siempre es otro quien me manda (a menos que no me
mande nadie, otra utopía poética). Mandar, políticamente, es mandar al
“pueblo”, por tanto quien manda no puede ser “el pueblo”.
Ya sé que te he citado antes una famosa frase del abate Siéyès,
pero te la recuerdo porque aquí viene al pelo. En los primeros tiempos de la
Revolución Francesa, cuando la Constituyente estaba reunida debatiendo, un día
el populacho amotinado se agolpó a las puertas de la sala y logró forzar las
puertas. El joven Siéyès se enfrentó valerosamente a la muchedumbre que
vociferaba “¡El pueblo al poder” ¡El pueblo al poder!”. Les impuso silencio y
sentenció: “Ciudadanos, vosotros ya habéis votado, ahora el pueblo somos
nosotros”. La cosa el clara: cuando se dice que el pueblo está en el poder, es
que se llama “pueblo” a otra cosa que no es lo mismo que ese pueblo que se ha
quedado fuera del poder. Esta frase de aspecto paradójico se aclara si tenemos
en cuenta que estamos hablando de poder, o sea de mandar, y que entonces no se
trata del pueblo en cualquier sentido, sino en el sentido de su soberanía, o
sea de la capacidad de decidir. Entonces la frase de Siéyès significa: vosotros
nos habéis transferido la soberanía; ahora no tenéis la soberanía; la soberanía
la tenemos nosotros. Ese pueblo que está fuera del recinto del poder será todo
lo popular, folclórico y encantador que quiera, pero si llamamos “pueblo” al
pueblo soberano, como tus amigos dejan sobrentender, entonces ya no es el
pueblo.
¿Cómo no adivinaron los padres de la democracia este peligro?
Enfrentados a las monarquías y a los imperios, parece claro que su preocupación
profunda era cómo proteger al pueblo del poder y sus abusos. Sin duda les
pareció que si el pueblo pudiera decidir de
vez en cuando quién ejercería el poder, eso bastaría para garantizar que
ese poder respetaría al pueblo. Idea sin duda sensata, pero no
incontrovertible. Una primera desviación de este ideal es la evidente
sacralización del voto que las democracias modernas han impuesto. A mí me
parece claro que para los fundadores el voto era un instrumento, no un valor en
sí mismo. Aunque son hechos citados con frecuencia, nadie quiere sacar las
consecuencias de que Hitler fue votado, Bush fue votado, Batista fue votado, ni
siquiera, aunque en sentido contrario, de que Hugo Chávez ha sido votado. Por
si estos ejemplos no bastaran para dudar de la santidad del voto, salta a la
vista que los gobiernos consideran al voto tanto más intocable cuanto más
contribuyen a desprestigiarlo y vaciarlo. ¿Quién puede hoy respetar seriamente
un voto que todos sabemos que se vende y se compra, se manipula en los medios
de difusión, se coarta, se confunde y no lleva ninguna carga verdaderamente
ideológica o política, mucho menos moral?
Por eso te propongo buscar otro sentido en la palabra
“democracia”. Pensar por ejemplo que no se trata literalmente de que gobierne
el pueblo: es evidente que 107 millones de mexicanos no pueden gobernar todos a
México. Pero tampoco es literalmente cierto que si un gobierno ha sido votado,
ese gobierno es el verdadero pueblo, lo cual implica que los que no están en el
gobierno no son más que ganado (políticamente hablando). Ya conoces mi terca
convicción de que rehuir la lucidez no es nunca inocente: te propongo aceptar
lúcidamente que la cacareada soberanía del pueblo sólo existe efímeramente de
vez en cuando: unas cuantas horas mientras el pueblo vota. Lo cual ya es algo,
de acuerdo, pero si el verdadero sentido de la democracia, para los que la
soñaron originalmente y para los que seguimos soñándola, es garantizar que el
pueblo no será despojado, oprimido, engañado y humillado por el poder, ya sea
poder monárquico, democrático, tiránico, violento, usurpado, o de cualquier
otra clase, es claro que no basta el voto para garantizar eso. Incluso cada vez
basta menos, pues el poder propiamente político, aliado siempre con otras
variantes de poder, cada vez dispone de más medios para dominar y manipular al
“pueblo” y para desplegarse en espacios enteramente inaccesibles para ese
“pueblo”. ¿Fue Hitler respetuoso con el pueblo por el hecho de haber sido
votado? ¿Haber ganado dos veces las elecciones aunque con un poquito de fraude,
impidió acaso que Bush pisoteara todos los derechos del pueblo dejando un mundo
casi en ruinas? Me temo que esos amigos tuyos que tanto veneran el voto
(incluso, démocratie oblige, fraudulento) usan en realidad esa veneración
como una coartada para no ocuparse de lo que la idea de democracia exige en
realidad: unas reglas que defiendan al pueblo del despojo, el abandono, el
engaño, dictatorial o “democrático”, porque es evidente que también este último
existe, y si no, asómate estos días a Wall Street. Lo cual por supuesto no es
coser y cantar, pero las sorpresas y escándalos de estos días nuestros sugieren
algunas direcciones por donde buscar, y en todo caso no será desviando la
mirada y justificando nuestras vergüenzas con la coartada de la “democracia” y
la pureza del voto como conseguiremos un poco más de justicia.
Un abrazo, con mis mejores votos.
T.S.
[Cartas cabales se llamó
una columna periodística que publiqué durante casi un año en el periódico
mexicano La Jornada, y que intenté
luego reanudar, sin mucho éxito, en un periódico español. Invento con ellas una
correspondencia con un personaje imaginario, Matías Vegoso (obvio anagrama), lo
cual me permite discutir, evitando la polémica personalizada, muchas ideas de
mis colegas escritores o periodistas.]
Tomás Segovia
¿Quién vota a quién?, en el El Grito número 17, Monterrey, NL., 2009.
Foto: Rogelio Cuéllar, 'El rostro de las letras', INBA.
Etiquetas:
Democracia,
pueblo,
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Tomás,
voto
18 abril, 2015
Trozos de trazos
Para alguien
como yo que, aunque no he sido nunca comunista ni he tenido la tentación de
serlo, e incluso he dedicado la mayor parte de los escritos de crítica política
a discutir con los comunistas sobre temas fundamentales como la libertad y la
democracia, que no he sido ni siquiera un anticomunista y siempre he
considerado a los comunistas, por lo menos a los comunistas italianos, no como
enemigos a combatir sino como interlocutores en un diálogo sobre las razones de
la izquierda, el derrumbe catastrófico del universo soviético tampoco puede
dejar de inducir a alguna reflexión.
Se viene difundiendo y exasperando la indiscriminada acusación
contra los intelectuales de que no han comprendido o, peor, han traicionado.
Retomando el título de un conocido libre de Raymond Aron, si la religión es
para Marx el opio del pueblo, el comunismo habría sido el opio de los
intelectuales. En este caso también, el uso genérico del término
“intelectuales”, con un no disimulado matiz despectivo, es evidente. Sin
embargo, no se puede negar que numerosos hombres de cultura y de ciencia,
acreditados en sus campos de estudio, habían abrazado la causa del comunismo
con profunda convicción y con absoluto desinterés, y la habían defendido contra
los ataques de los adversarios con argumentos propios no del hombre de fe sino
de razón. ¿Por qué? ¿No debería haber estado clara desde el principio la
perversión del comunismo que, según los críticos de siempre y de última hora
(cada vez más numerosos), era intrínseca a la doctrina misma de la que el
comunismo derivaba? ¿Qué decir, además si después de esta irrefutable prueba el
ideal de una sociedad comunista todavía no han desaparecido del todo? ¿No
deberían plantearse la misma cuestión también aquéllos que, repito, aunque no
hayan sido nunca comunistas, no han opuesto al comunismo el mismo rechazo
radical que opusieron al fascismo? En estos últimos años, ante la precipitación
de los acontecimientos, no he podido dejar de intentar dar una respuesta a esta
segunda cuestión, para aclarar en primer lugar ante mí mismo, los motivos de un
error, si ha habido error, o de un engaño mental o de una ceguera culpable.
Quien haya participado en la batalla antifascista y en la guerra
de Liberación habrá tenido ocasión de admirar el valor, la dedicación incondicionada
a la causa, el espíritu de sacrificio de los combatientes comunistas que, entre
otras cosas, para liberar Italia de los nazis y de sus aliados italianos,
habían corrido en ayuda de los guerrilleros, en un número mucho mayor al de los
seguidores de otros movimientos y partidos, particularmente de los católicos y
los democristianos. También durante el fascismo la oposición clandestina, que
conducía inevitablemente al arresto, a la prisión o al destierro, la llevaron,
además de los seguidores de Justicia y Libertad, los comunistas, y con una
presencia y una más eficaz organización […] En todo caso, es una prueba del
cambio de clima político que la casi identificación del comunismo con el
antifascismo durante un tiempo se haya podido considerar mérito de los
comunistas y ahora, al contrario, cada vez más como un demérito del antifascismo…
Norberto Bobbio
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