Foto: Fátima Rodríguez

19 abril, 2015

En paz




Este húmedo silencio
De lento parque amigo en su casto retiro
Bajo la absorta luz gris perla
Sólo se oyen las voces
Que fluyen por las limpias venas
De un mundo natural indesflorado

Un grave velo de vivaz urdimbre
Ahoga en santo olvido el estruendo de afuera
Y el pensamiento aquí cuan largo es se acuesta
Como un muerto inmortal
En la tumba más viva.


Tomás Segovia

Día tras día, UNAM, Conaculta, Ediciones sin nombre.

¿Quién vota a quién?

Querido Matías Vegoso:

Otra vez la mula al trigo. ¿Que hay que preservar la democracia a cualquier precio? Dicho así, de acuerdo. Pero cuando decimos cosas tan tremendas hay que tener mucho cuidado con lo que quieren decir las palabras. ¿De veras a cualquier precio y cualquier clase de democracia? ¿Cómo no imaginar, en medio de los horrores de la actual crisis en las más rutilantes democracias, que el precio de salvar a esas “democracias”, bien podría ser, de un momento a otro, la miseria, la muerte, la enfermedad, la ignorancia y la esclavitud de la inmensa mayoría de los humanos? ¿Habría que pagar ese precio? ¿Y para salvar cuál “democracia”?
¿No te parece significativo que sea a los más ricos a los que nunca se les cae de la boca la palabra “democracia”, o en todo caso mucho menos que a los pobres? Y en México por ejemplo cada vez que un político habla de amenazas a la democracia ya sabemos que quiere decir amenazas (vanas, además) a su tétrica impunidad. ¿Cómo no preguntarse entonces a qué llaman democracia tus amigos?
Probemos la hipótesis, por puro espíritu lógico y cientificista, de que fueran justamente los que amenazan a la democracia los que se dedicaran a proclamar que está amenazada. ¿De qué democracia hablan? Aunque nunca lo aclaren, nos dejan pensar que se trata literalmente del sentido etimológico de la palabra: el pueblo, demos, en el poder, o en el mando, o en el dominio, kratos. Deslumbrante fórmula, pero lógicamente absurda. El poder o el mando son por definición cosas que unos ejercen sobre otros, no sobre sí mismos. Sólo por una metáfora soñadoramente poética puedo decir que yo me mando a mí mismo; en la realidad (y en la lógica) siempre es otro quien me manda (a menos que no me mande nadie, otra utopía poética). Mandar, políticamente, es mandar al “pueblo”, por tanto quien manda no puede ser “el pueblo”.
Ya sé que te he citado antes una famosa frase del abate Siéyès, pero te la recuerdo porque aquí viene al pelo. En los primeros tiempos de la Revolución Francesa, cuando la Constituyente estaba reunida debatiendo, un día el populacho amotinado se agolpó a las puertas de la sala y logró forzar las puertas. El joven Siéyès se enfrentó valerosamente a la muchedumbre que vociferaba “¡El pueblo al poder” ¡El pueblo al poder!”. Les impuso silencio y sentenció: “Ciudadanos, vosotros ya habéis votado, ahora el pueblo somos nosotros”. La cosa el clara: cuando se dice que el pueblo está en el poder, es que se llama “pueblo” a otra cosa que no es lo mismo que ese pueblo que se ha quedado fuera del poder. Esta frase de aspecto paradójico se aclara si tenemos en cuenta que estamos hablando de poder, o sea de mandar, y que entonces no se trata del pueblo en cualquier sentido, sino en el sentido de su soberanía, o sea de la capacidad de decidir. Entonces la frase de Siéyès significa: vosotros nos habéis transferido la soberanía; ahora no tenéis la soberanía; la soberanía la tenemos nosotros. Ese pueblo que está fuera del recinto del poder será todo lo popular, folclórico y encantador que quiera, pero si llamamos “pueblo” al pueblo soberano, como tus amigos dejan sobrentender, entonces ya no es el pueblo.
¿Cómo no adivinaron los padres de la democracia este peligro? Enfrentados a las monarquías y a los imperios, parece claro que su preocupación profunda era cómo proteger al pueblo del poder y sus abusos. Sin duda les pareció que si el pueblo pudiera decidir de vez en cuando quién ejercería el poder, eso bastaría para garantizar que ese poder respetaría al pueblo. Idea sin duda sensata, pero no incontrovertible. Una primera desviación de este ideal es la evidente sacralización del voto que las democracias modernas han impuesto. A mí me parece claro que para los fundadores el voto era un instrumento, no un valor en sí mismo. Aunque son hechos citados con frecuencia, nadie quiere sacar las consecuencias de que Hitler fue votado, Bush fue votado, Batista fue votado, ni siquiera, aunque en sentido contrario, de que Hugo Chávez ha sido votado. Por si estos ejemplos no bastaran para dudar de la santidad del voto, salta a la vista que los gobiernos consideran al voto tanto más intocable cuanto más contribuyen a desprestigiarlo y vaciarlo. ¿Quién puede hoy respetar seriamente un voto que todos sabemos que se vende y se compra, se manipula en los medios de difusión, se coarta, se confunde y no lleva ninguna carga verdaderamente ideológica o política, mucho menos moral?
Por eso te propongo buscar otro sentido en la palabra “democracia”. Pensar por ejemplo que no se trata literalmente de que gobierne el pueblo: es evidente que 107 millones de mexicanos no pueden gobernar todos a México. Pero tampoco es literalmente cierto que si un gobierno ha sido votado, ese gobierno es el verdadero pueblo, lo cual implica que los que no están en el gobierno no son más que ganado (políticamente hablando). Ya conoces mi terca convicción de que rehuir la lucidez no es nunca inocente: te propongo aceptar lúcidamente que la cacareada soberanía del pueblo sólo existe efímeramente de vez en cuando: unas cuantas horas mientras el pueblo vota. Lo cual ya es algo, de acuerdo, pero si el verdadero sentido de la democracia, para los que la soñaron originalmente y para los que seguimos soñándola, es garantizar que el pueblo no será despojado, oprimido, engañado y humillado por el poder, ya sea poder monárquico, democrático, tiránico, violento, usurpado, o de cualquier otra clase, es claro que no basta el voto para garantizar eso. Incluso cada vez basta menos, pues el poder propiamente político, aliado siempre con otras variantes de poder, cada vez dispone de más medios para dominar y manipular al “pueblo” y para desplegarse en espacios enteramente inaccesibles para ese “pueblo”. ¿Fue Hitler respetuoso con el pueblo por el hecho de haber sido votado? ¿Haber ganado dos veces las elecciones aunque con un poquito de fraude, impidió acaso que Bush pisoteara todos los derechos del pueblo dejando un mundo casi en ruinas? Me temo que esos amigos tuyos que tanto veneran el voto (incluso,  démocratie oblige, fraudulento) usan en realidad esa veneración como una coartada para no ocuparse de lo que la idea de democracia exige en realidad: unas reglas que defiendan al pueblo del despojo, el abandono, el engaño, dictatorial o “democrático”, porque es evidente que también este último existe, y si no, asómate estos días a Wall Street. Lo cual por supuesto no es coser y cantar, pero las sorpresas y escándalos de estos días nuestros sugieren algunas direcciones por donde buscar, y en todo caso no será desviando la mirada y justificando nuestras vergüenzas con la coartada de la “democracia” y la pureza del voto como conseguiremos un poco más de justicia.
Un abrazo, con mis mejores votos.

T.S.

[Cartas cabales se llamó una columna periodística que publiqué durante casi un año en el periódico mexicano La Jornada, y que intenté luego reanudar, sin mucho éxito, en un periódico español. Invento con ellas una correspondencia con un personaje imaginario, Matías Vegoso (obvio anagrama), lo cual me permite discutir, evitando la polémica personalizada, muchas ideas de mis colegas escritores o periodistas.]


Tomás Segovia

¿Quién vota a quién?, en el El Grito número 17, Monterrey, NL., 2009.





Foto: Rogelio Cuéllar,  'El rostro de las letras', INBA.

18 abril, 2015

Rocola Bloggera: Monsieur Periné - "La Muerte"

Trozos de trazos

Para alguien como yo que, aunque no he sido nunca comunista ni he tenido la tentación de serlo, e incluso he dedicado la mayor parte de los escritos de crítica política a discutir con los comunistas sobre temas fundamentales como la libertad y la democracia, que no he sido ni siquiera un anticomunista y siempre he considerado a los comunistas, por lo menos a los comunistas italianos, no como enemigos a combatir sino como interlocutores en un diálogo sobre las razones de la izquierda, el derrumbe catastrófico del universo soviético tampoco puede dejar de inducir a alguna reflexión.
Se viene difundiendo y exasperando la indiscriminada acusación contra los intelectuales de que no han comprendido o, peor, han traicionado. Retomando el título de un conocido libre de Raymond Aron, si la religión es para Marx el opio del pueblo, el comunismo habría sido el opio de los intelectuales. En este caso también, el uso genérico del término “intelectuales”, con un no disimulado matiz despectivo, es evidente. Sin embargo, no se puede negar que numerosos hombres de cultura y de ciencia, acreditados en sus campos de estudio, habían abrazado la causa del comunismo con profunda convicción y con absoluto desinterés, y la habían defendido contra los ataques de los adversarios con argumentos propios no del hombre de fe sino de razón. ¿Por qué? ¿No debería haber estado clara desde el principio la perversión del comunismo que, según los críticos de siempre y de última hora (cada vez más numerosos), era intrínseca a la doctrina misma de la que el comunismo derivaba? ¿Qué decir, además si después de esta irrefutable prueba el ideal de una sociedad comunista todavía no han desaparecido del todo? ¿No deberían plantearse la misma cuestión también aquéllos que, repito, aunque no hayan sido nunca comunistas, no han opuesto al comunismo el mismo rechazo radical que opusieron al fascismo? En estos últimos años, ante la precipitación de los acontecimientos, no he podido dejar de intentar dar una respuesta a esta segunda cuestión, para aclarar en primer lugar ante mí mismo, los motivos de un error, si ha habido error, o de un engaño mental o de una ceguera culpable.
Quien haya participado en la batalla antifascista y en la guerra de Liberación habrá tenido ocasión de admirar el valor, la dedicación incondicionada a la causa, el espíritu de sacrificio de los combatientes comunistas que, entre otras cosas, para liberar Italia de los nazis y de sus aliados italianos, habían corrido en ayuda de los guerrilleros, en un número mucho mayor al de los seguidores de otros movimientos y partidos, particularmente de los católicos y los democristianos. También durante el fascismo la oposición clandestina, que conducía inevitablemente al arresto, a la prisión o al destierro, la llevaron, además de los seguidores de Justicia y Libertad, los comunistas, y con una presencia y una más eficaz organización […] En todo caso, es una prueba del cambio de clima político que la casi identificación del comunismo con el antifascismo durante un tiempo se haya podido considerar mérito de los comunistas y ahora, al contrario, cada vez más como un demérito del antifascismo…

Norberto Bobbio
Fragmento: “Ni con ellos, ni sin ellos”. 1992