08 diciembre, 2015
24 noviembre, 2015
Recuerdo
Yo
recuerdo cuando los hombres no nos besábamos. Recuerdo cuando la televisión
tenía cuatro canales en riguroso blanco y negro. Recuerdo cuando un porro era
una novedad aterradora. Recuerdo cuando una computadora era un delirio de las
películas de ciencia ficción. Recuerdo cuando el mundo iba a ser mucho mejor.
Recuerdo cuando las villas miseria estaban llenas de trabajadores. Recuerdo
cuando las mujeres no usaban pantalones. Recuerdo cuando un blue jean era una
muestra de rebeldía casi intolerable. Recuerdo cuando los ricos tenían
apellidos que sonaban a bosta. Recuerdo cuando nadie sabía qué corno era la
soja. Recuerdo cuando los coches tenían la palanca al volante. Recuerdo cuando
la Unión Soviética era el gran poder y mandaba al espacio perros y astronautas.
Recuerdo cuando tomar un avión era un evento extraordinario. Recuerdo cuando
los viejos usaban sombrero. Recuerdo cuando muchas etiquetas decían industria
argentina. Recuerdo cuando los curas decían misa en latín. Recuerdo cuando
había mujeres vírgenes. Recuerdo cuando los chicos debutaban con putas.
Recuerdo cuando Perón era un general derrotado en Madrid y Guevara un
guerrillero que iba a ganar una revolución en algún lado. Recuerdo cuando los
diarios y las revistas estaban escritos en castellano. Recuerdo cuando el pelo
largo –por encima del cuello de la camisa– era causa de suspensión en el
colegio. Recuerdo cuando viajaba en tren a Mendoza, a Zapala, a Jujuy. Recuerdo
cuando la palabra pedorro no existía, ni la palabra cedé ni devedé ni digital, ni
la palabra shopping ni la palabra sushi, ni maxikiosco ni tetra ni rockero, ni
celu ni huskie ni bolú y mouse era el apellido de un tal Mickey. Recuerdo
cuando gay se decía maricón y era una condición que se escondía. Recuerdo
cuando los equipos de fútbol no podían hacer cambios. Recuerdo cuando el pasado
era un desastre. Recuerdo cuando era más fácil ver un caballo en la calle que
una teta en el cine. Recuerdo cuando estaban por sanear el Riachuelo. Recuerdo
cuando los restoranes vendían comida porteña, española, italiana, francesa o
alemana –y ni siquiera se conocían las hamburguesas.
Decir
recuerdo es decir, por supuesto, estoy grande, pero también es decir que el
mundo no siempre fue como es. Es decir que las cosas –los objetos, las
conductas, las sociedades– suceden en la historia, son dinámicas, cambian,
siempre cambian: que nada dura para siempre. Parece una tontería, pero el mito
más fuerte de esta época de cambios incesantes es que no hay cambios posibles.
Tampoco es nuevo: ya ha circulado en otros momentos de la historia.
Muchas
doctrinas, religiones, sistemas de gobierno se formaron a partir de la idea de
que nada cambia –y para tratar de confirmarlo. Las primeras interesadas en la
idea de todo siempre igual fueron las religiones. Una religión –cualquier
religión– es una forma de tranquilizarse y pensar que lo que es ahora siempre
será: que todo está diseñado y controlado desde aquí hasta el fin de los
tiempos, y que el poder –un dios, los dioses– ha sido y será el mismo. Si un
fiel creyera que los poderes universales cambian, ¿quién podría prometerle una
vida eterna? Y los poderosos –reyes, emperadores– se colgaron de esta idea:
nuestro poder no debe cambiar porque está basado en el Gran Poder que nunca
cambia: el derecho divino.
Una
religión necesita lo inmutable; por eso, por ejemplo, las reacciones
violentísimas de la Iglesia católica cuando ciertos fulanos de hace un par de
siglos empezaron a hurgar rastros geológicos, cuevas, huesos, y demostraron que
el mundo era mucho más viejo que lo que contaba la Biblia, y que no siempre
había sido como es: que había habido animales extraños, que las vacas y las
pulgas no habían sido creadas por el Señor sino por la evolución de las
especies, que los hombres veníamos de los monos. Nada podía ser más subversivo
–y subvirtió.
Durante
estos dos siglos subvertidos, la idea de cambio fue central: la sociedad no
funcionaba, sus mecanismos debían ser reemplazados. Se inventaron sistemas de
reemplazo que, en general, no funcionaron. En las últimas décadas , su derrota
se llevó puesta, en gran medida, la idea de que hay otras opciones. De ahí el
mito dominante: que nuestras sociedades nunca van a ser demasiado distintas
porque no hay otras posibilidades, que el capitalismo de mercado con gobierno
elegido y delegado es la única forma de organización posible y va a quedarse
para siempre.
Para
creerse eso, antes que nada, había que aprender a no pensarnos en términos
históricos: a olvidar que este momento es un momento. Es curioso, hacía mucho
que no se hablaba tanto de historia en la Argentina, pero esas referencias
sirvieron, en general, para lo contrario: para mostrar que, supuestamente,
siempre fuimos como somos, que ya éramos corruptos en el siglo XVII, que ya
éramos mentirosos en el XIX, que –según sintetizó nuestro filósofo mayor–
“estamos como estamos porque somos como somos”. La historia, la disciplina que
muestra que nada es permanente, se transformó en un medio para sostener lo
contrario.
Que es perfectamente insostenible. Una cosa es que no sepamos
imaginar los cambios: es cierto que es difícil, que los grandes cambios
sociales se producen cada tanto, que son procesos largos, inesperados,
generalmente dolorosos –pero siempre suceden–. A menos que se produzca el mayor
cambio posible, lo que nunca en la historia del hombre: que todo siga igual. Es
muy improbable. Los atenienses de Pericles, tan ilustrados, se habrían reído si
alguien les hubiera dicho que el mundo podía funcionar sin esclavos; los
franceses de Luis XIV, tan elegantes, no habrían creído que pudiera existir un
país sin un rey; los argentinos de Yrigoyen, tan orgullosos, habrían escupido
si alguien les hubiera dicho que algún día iríamos a la rastra de Brasil. Yo
recuerdo todas aquellas cosas, y recuerdo cuando los helados de dulce de leche
no sabían a dulce de leche. Después, de pronto, aparecieron unas heladerías que
los hacían con mucho gusto, y fue una gran sorpresa: aquellos helados medio
sosos eran los únicos que conocía, y nunca había pensado que pudieran cambiar.
Con el tiempo, dejé de sorprenderme ante la finitud de cada cosa. Pero recuerdo
–todavía recuerdo– cuando era tan chiquito que no sabía que vivía en la
historia.
Martín
Caparrós
Tomado
de elmalpensante.com
12 noviembre, 2015
Trozos de trazos (del teatro)
ASTROV: Podrías
encender tus estufas con turba y construir los cobertizos de piedra; pero,
bueno…, admito que se corten por necesidad, pero destruirlos…, ¿por qué? Los
bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, se vacían las
moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se
secan; desaparecen, para nunca volver, paisajes maravillosos, y todo porque el
hombre, perezoso, carece del sentido que lo haría agacharse y extraer de la
tierra el combustible (A Elena
Andreevna.)¿No es verdad, señora?... Es preciso ser un bárbaro sin juicio
para quemar en la estufa esa belleza… Para destruir lo que nosotros somos
incapaces de crear… Si el hombre está dotado de juicio y de fuerza creadora, es
para multiplicar lo que le ha sido dado y, sin embargo, hasta ahora, lejos de
crear nada , lo que hace es destruir… Cada día es menor y menor el número de
bosques… Los ríos se secan, las aves desaparecen, el clima pierde benignidad, y
la tierra se empobrece y se afea. (A
Voinitzkii.) Me miras con ironía, como si como si todo cuanto estoy
diciendo no te pareciera serio… Y puede que, en efecto, sea una chifladura…;
pero cuando paso ante bosques de campesinos, a los que he salvado de la tala; cuando
oigo el rumor de un joven bosque plantado por mí, reconozco que el clima está
algo en mis manos y que si, dentro de mil años, el hombre es feliz, será un
poco por causa mía…
Anton Chejov
Fragmento: Tío Vania
Trozos de trazos
Supe
que sería un día raro cuando un testigo de Jehová me ofreció una mamada.
Caminaba por la avenida Fray Tomás cuando lo encontré. Parecía un loco, tenía
la bragueta abierta y un moño rojo. Su traje era azul, sucio pero planchado.
Los carros parecían avispas, como si la calle fuera un panal golpeado. El tipo
estaba recargado en un señalamiento que prometía una catedral a la derecha.
Había mucha gente y su soledad cimbraba. Regalaba libros de esos que dicen que
las tormentas vienen de la sodomía. Pasé a un costado sin mirarlo, olía a
limpiador económico.
—Buenas
tardes, señor. ¿Gusta que se la chupe? —di la vuelta extrañado y negué de
inmediato.
Detrás
de mí, una señora que escuchó me miró horrorizada.
—Muchas
gracias, llevo prisa. Que tenga buen día —contesté por diplomacia.
No
podía aceptar su mamada pero aplaudí su voluntad por servir a la comunidad. No
son tiempos de andar regalando nada a nadie, mucho menos mamadas. Pensé en la
vida de ese hombre. No debe ser fácil existir con un dios tan demandante. Yo
soy católico en temporada alta, nada más: Navidad, el mundial de futbol, Día de
la Virgen, Semana Santa, etcétera. Los testigos de Jehová deben reclutar
inocentes, vestirse como idiotas y trabajar en domingo. No es poco. En fin,
cada quien sus catedrales. Cualquier cosa es mejor que ser ateo; suena
aburridísimo. Los ateos no tienen ostias gratis ni iglesias bonitas donde
puedan verles las piernas a sus vecinas. No tienen música sacra ni villancicos,
y éstos son mi parte favorita de la Navidad. No podría elegir uno en particular,
todos son asombrosos. Rodolfo el reno,
El niño del tambor, Los peces en el río, y otros más, me
hacen desear haber nacido en un pesebre. Además, crecer sin un bautizo es mera
burocracia, es como ir a tu graduación sin emborracharte. Piensen en las bodas,
sin toda la parafernalia sería como darse de alta en Hacienda.
Pasé a la tienda a comprar un refresco. El doctor me los
prohibió, pero era domingo. Me atendió una vieja extremadamente vieja, parecía
que moriría en cuestión de segundos. Usaba un camisón de satín rosa, tan viejo
como ella. Del cuello le colgaban más de cinco escapularios y estaba tan
maquillada como una drag queen. Le
mostré la bebida que me llevaría y lanzó un quejido gutural que no revelaba la
cifra. Saqué el dinero cuando pasó la mano por encima del mostrador. Su palma
entera temblaba, hacía un esfuerzo titánico por suspenderse frente a mí. Con
una moneda de diez pesos lista, dudé. Sentí que esa mano se rompería si
depositaba el pago bruscamente. Además, por el temblor, temí errar y tirar el
dinero. Sus piernas no aguantarían inclinarse a tomar la moneda. Dejé el
refresco, un billete de veinte y salí corriendo. Eso habría hecho Cristo, pensé
en ese momento.
Fernando
Jiménez
Fragmento: Combatir
el pecado
Pueden leer el cuento completo en el número de octubre de 2015, de la Revista Tierra Adentro o bien en el siguiente enlace: http://www.tierraadentro.conaculta.gob.mx/cuento/combatir-al-pecado/
07 noviembre, 2015
En memoria de Susana Rotker
HIGHLAND
PARK, N. Jersey.- Hacia las cuatro de la tarde, el 27 de noviembre pasado,
Susana Rotker y yo nos sentamos en su escritorio a discutir algunas de las
ideas que ella acababa de agregar a su ensayo "Ciudades escritas por la
violencia". Hacíamos lo mismo desde 1979, cuando nos conocimos. Cada vez
que alguno de los dos necesitaba sentir la resonancia de sus ideas en otro ser,
nos leíamos en alta voz, con cierto aire de desafío y también con la esperanza
de que el otro asintiera y dijera: "Sí, qué bien, cómo me habría gustado
escribir eso". No sé cuántas veces le repetí la frase aquella tarde. Había
-hay- reflexiones notables en ese ensayo que estudia el miedo y la impune
violencia de las ciudades como fenómenos que crecen y alcanzan a todos. "Es
el reino de la fatalidad -escribía Susana hacia la mitad del texto-: no se
acusa a nadie y al mismo tiempo se acusa a la sociedad entera." Su
inteligencia era como una luz: se movía en todas direcciones, con una
intensidad que jamás declinaba, y era maravilloso tocar esa luz, porque
desprendía calor, y felicidad, y fuerza: pocas luces podían llegar tan hondo
con tan pocas palabras. El lenguaje no sirve para expresar las sensaciones de
miedo, decía Susana. El miedo es tan inexpresable como el dolor. Oí esa misma frase
infinitas veces, durante los infinitos días que siguieron.
"No
viene nadie"
Algunos
profesores de la Universidad de Rutgers -donde ambos trabajábamos- nos habían
invitado a ir aquella tarde del 27 de noviembre a un encuentro profesional en
Piscataway, cinco kilómetros al oeste de donde vivíamos. Ninguno de los dos
tenía ganas de hacerlo. Yo estaba por terminar otro capítulo de una novela en
la que ya llevo muchos meses de retraso y al día siguiente debía viajar a
México para participar del Foro Iberoamericano organizado por Vicente Fox,
Carlos Fuentes y el empresario argentino Ricardo Esteves. Susana, a su vez,
tenía que corregir la versión en inglés de su libro Cautivas , revisar
los trabajos de tres estudiantes cuyas tesis doctorales estaba dirigiendo y
decidir cuándo y con quiénes haría la primera conferencia del Centro de
Estudios Hemisféricos, la institución ambiciosa que había fundado en
Guadalajara, México, para que los creadores e investigadores del continente
pudieran terminar sus obras sin apremios ni distracciones.
Al final
fuimos, por inercia. El estacionamiento de la casa estaba lleno y debimos dejar
nuestro automóvil enfrente, al otro lado de una calle de doble circulación en
la que los accidentes rutinarios -deslizamientos en el hielo, choques sin
consecuencia- se cuentan por los dedos de las manos. Oímos un par de discursos
y a eso de las siete y media, luego de cambiar miradas cómplices desde lejos,
empezamos a despedirnos. La oí decir: "No hay tiempo. ¡Tengo tanto trabajo
por hacer!" Salimos, tomados de la mano. Hacía frío. La noche era espesa,
húmeda, y la raya temblorosa de un avión atravesaba el cielo. "No viene
nadie -dijo Susana-. ¿Qué te parece? ¿Cruzamos ahora la calle?" La conocí
en 1979 -ya lo he dicho-, cuando organizaba la redacción de El Diario de
Caracas. Pregunté quién era el mejor crítico de cine de Venezuela, y en todas
partes me dijeron, sin vacilación alguna: "Susana Rotker. No te va a ser
fácil llevarla a un periódico nuevo". No lo fue, es verdad. Susana era
demasiado joven, tenía un éxito inmenso con la columna que publicaba todos los
días en el diario El Nacional , y su belleza cortaba la respiración.
Después supe que se creía fea y sin gracia, que dudaba de su talento, que amaba
las grandes causas pero no se creía capaz de encabezar ninguna.
Ejercicio
de reflexión
Contra
lo que suponían los demás, todo desafío nuevo la entusiasmaba. A veces, ciertos
faits divers -como llaman los franceses a las crónicas policiales-
disparaban su imaginación y escribía sobre ellos crónicas espléndidas,
conmovedoras. A uno de esos hechos alude enigmáticamente en el primer capítulo
de Cautivas : una mujer quemada viva por un marido fanático e
intolerante en Maracaibo. Después, cuando ambos fuimos a Washington y ella
completó su doctorado en literatura en la Universidad de Maryland, la densidad
y el incendio de su inteligencia crecieron día tras día, de manera casi
visible, táctil. A partir de las crónicas norteamericanas de José Martí
emprendió un ejercicio de reflexión sobre el nacimiento del escritor
profesional y sobre los cruces entre literatura y periodismo que iban más allá
de todo lo que se había escrito hasta entonces. Siempre admiré su método de
trabajo: rumiaba durante semanas un tema y lo sacaba afuera luego de golpe, en
un día o dos. Más de una vez la vi entrar en su escritorio a las tres de la
tarde y salir de él a las tres de la mañana con cincuenta páginas impecables,
que fluían como el agua.
Yo soy
lentísimo, en cambio: rara vez voy más allá de una página o dos por día, con resultados
inferiores. Si no la hubiera tenido a mi lado, las tres novelas que publiqué a
partir de 1985 no serían lo que son. Ella salvó a mi imaginación de los
naufragios en que sucumbe a veces, cuando navego entre la verosimilitud y la
exageración, y me dio la ternura que hacía falta para no desfallecer en esa
empresa de Sísifo que es la escritura de cualquier novela, valga o no valga la
pena. ¿Cómo íbamos a suponer que yo estaría condenado a exponer alguna vez
estas triviales intimidades? Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las
columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesonario. Si
traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante
sin decir a los cuatro vientos todo lo que le debo. Y, a la vez, yo ya no soy
el yo que fui hasta hace pocas semanas. Soy ese yo menos ella, y aún desconozco
el vasto significado de todo eso.
Buenos
Aires y después
Dejamos
la Universidad de Maryland en 1987. Yo quería regresar a la Argentina a
cualquier precio, y tal vez nunca me perdone todo lo que ella tuvo que pagar
por esa obstinación: padeció tres golpes militares, una hiperinflación de
locura, el comienzo de la desocupación y de la inseguridad. En ese clima
educamos a nuestra hija, que llegó a Buenos Aires cuando tenía seis meses y se
marchó a los cinco años.
A partir
de 1991, Susana recibió tantos ofrecimientos para trabajar en los Estados
Unidos que me pareció injusto seguir atándola a mi destino. Hice al revés: me
uní yo al de ella, y así nos fue mejor. Ambos nos hicimos argentinos y
venezolanos y colombianos y brasileños en una tierra de nadie donde se puede
ser todo y nada a la vez. En los últimos tiempos, su talento había crecido a ritmo
de vértigo sin que ella se diera cuenta de lo lejos que había llegado. Escribía
incansablemente sobre la violencia, sobre la pobreza, sobre las idas y vueltas
del pensamiento latinoamericano con una intensidad en la que ponía todo el ser.
A fines de octubre la invitaron a Harvard. He recibido decenas de cartas de
quienes la oyeron. Me dicen que por la firmeza de su posición ética y por la
fuerza de gravedad de su inteligencia, todos querían tenerla allí. No sé si
habría ido. Ambos éramos felices en Rutgers: ambos éramos cada día un poco más
felices, si eso es posible.
Cuando empezamos a cruzar la calle, aquel fatídico 27 de
noviembre, sentí que algo la arrancaba de mi mano y me golpeaba a mí en los
brazos y las piernas. Desperté sobre la línea amarilla que divide la calzada,
desconcertado, entre automóviles que pasaban raudos o se detenían bruscamente.
Imaginé que ella estaba al otro lado, a salvo. Luego, oí chirriar unas ruedas,
corrí como pude, y descubrí su cuerpo hecho pedazos. La imagen de sus ojos abiertos
y de su sonrisa de otro mundo me siguen por todas partes, a todas horas. En el
instante en que la vi, sentí que la perdía. Habría dado todo lo que soy y lo
que tengo por estar en su lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría
querido que ella me viera morir.
Tomás
Eloy Martínez
La Nación, 22 de
diciembre de 2000
05 noviembre, 2015
04 octubre, 2015
Trozos de trazos
Piénsese en la
historia que nosotros estamos viviendo: quien reflexione sobre el proceder de
los individuos y de los grupos humanos durante el auge del nacional-socialismo
en Alemania, o en el de los pueblos y estados antes y durante la guerra actual
(1942), comprenderá lo difícil que es una exposición de los hechos históricos y
qué inservibles son para la leyenda; lo histórico contiene en cada hombre una
multitud de motivos contradictorios, un titubeo y un tanteo ambiguo en los
grupos humanos; muy rara vez aparece (como ahora con la guerra) una situación definida
relativamente sencilla, y aun ésta se halla subterráneamente muy matizada, su
sentido unívoco en constante peligro; y los motivos en cada uno de los actores
son tan alambicados que los tópicos de la propaganda se logran tan sólo por
medio de la más grosera simplificación, lo que trae como consecuencia que
amigos y enemigos empleen muchas veces los mismos. Es tan difícil escribir la historia,
que la mayoría de los historiadores se ve obligada a hacer concesiones a la técnica
de lo fabuloso.
Erich Auerbach
Fragmento: Mimesis.
La representación de la realidad en la literatura occidental.
21 septiembre, 2015
Magia
Sería bueno
salir de este cuarto
escribir sobre
la movilidad de los transeúntes
su incansable
repetición de pasos
que forman un círculo
de vuelta a casa.
Pero en vez de
eso
hablo de números,
túneles y puentes.
Se pensaría que
soy un ingeniero
que donde ve el
vacío, monta el puente
donde ve el
cerro, abre un túnel
producto de
planos
y operaciones
donde los números
danzan con
signos babilónicos.
Y si pareciera
magia, no existe alguna:
es su ciudad y
su vida elaborada
para llevar y
comer en el sillón
frente al
documental más exótico
y ajeno.
Carolina Olguín
Libro de la vigilia
18 julio, 2015
16 julio, 2015
27 abril, 2015
19 abril, 2015
En paz
Este húmedo
silencio
De lento parque
amigo en su casto retiro
Bajo la absorta
luz gris perla
Sólo se oyen las
voces
Que fluyen por
las limpias venas
De un mundo
natural indesflorado
Un grave velo de
vivaz urdimbre
Ahoga en santo
olvido el estruendo de afuera
Y el pensamiento
aquí cuan largo es se acuesta
Como un muerto
inmortal
En la tumba más
viva.
Tomás Segovia
Día tras día, UNAM, Conaculta, Ediciones sin nombre.
¿Quién vota a quién?
Querido Matías
Vegoso:
Otra vez la mula
al trigo. ¿Que hay que preservar la democracia a cualquier precio? Dicho así,
de acuerdo. Pero cuando decimos cosas tan tremendas hay que tener mucho cuidado
con lo que quieren decir las palabras. ¿De veras a cualquier precio y cualquier
clase de democracia? ¿Cómo no imaginar, en medio de los horrores de la
actual crisis en las más rutilantes democracias, que el precio de salvar a esas
“democracias”, bien podría ser, de un momento a otro, la miseria, la muerte, la
enfermedad, la ignorancia y la esclavitud de la inmensa mayoría de los humanos?
¿Habría que pagar ese precio? ¿Y para salvar cuál “democracia”?
¿No te parece significativo que sea a los más ricos a los que
nunca se les cae de la boca la palabra “democracia”, o en todo caso mucho menos
que a los pobres? Y en México por ejemplo cada vez que un político habla de
amenazas a la democracia ya sabemos que quiere decir amenazas (vanas, además) a
su tétrica impunidad. ¿Cómo no preguntarse entonces a qué llaman democracia tus
amigos?
Probemos la hipótesis, por puro espíritu lógico y cientificista,
de que fueran justamente los que amenazan a la democracia los que se dedicaran
a proclamar que está amenazada. ¿De qué democracia hablan? Aunque nunca lo
aclaren, nos dejan pensar que se trata literalmente del sentido etimológico de
la palabra: el pueblo, demos, en el
poder, o en el mando, o en el dominio, kratos.
Deslumbrante fórmula, pero lógicamente absurda. El poder o el mando son por
definición cosas que unos ejercen sobre otros, no sobre sí mismos. Sólo por una
metáfora soñadoramente poética puedo decir que yo me mando a mí mismo; en la
realidad (y en la lógica) siempre es otro quien me manda (a menos que no me
mande nadie, otra utopía poética). Mandar, políticamente, es mandar al
“pueblo”, por tanto quien manda no puede ser “el pueblo”.
Ya sé que te he citado antes una famosa frase del abate Siéyès,
pero te la recuerdo porque aquí viene al pelo. En los primeros tiempos de la
Revolución Francesa, cuando la Constituyente estaba reunida debatiendo, un día
el populacho amotinado se agolpó a las puertas de la sala y logró forzar las
puertas. El joven Siéyès se enfrentó valerosamente a la muchedumbre que
vociferaba “¡El pueblo al poder” ¡El pueblo al poder!”. Les impuso silencio y
sentenció: “Ciudadanos, vosotros ya habéis votado, ahora el pueblo somos
nosotros”. La cosa el clara: cuando se dice que el pueblo está en el poder, es
que se llama “pueblo” a otra cosa que no es lo mismo que ese pueblo que se ha
quedado fuera del poder. Esta frase de aspecto paradójico se aclara si tenemos
en cuenta que estamos hablando de poder, o sea de mandar, y que entonces no se
trata del pueblo en cualquier sentido, sino en el sentido de su soberanía, o
sea de la capacidad de decidir. Entonces la frase de Siéyès significa: vosotros
nos habéis transferido la soberanía; ahora no tenéis la soberanía; la soberanía
la tenemos nosotros. Ese pueblo que está fuera del recinto del poder será todo
lo popular, folclórico y encantador que quiera, pero si llamamos “pueblo” al
pueblo soberano, como tus amigos dejan sobrentender, entonces ya no es el
pueblo.
¿Cómo no adivinaron los padres de la democracia este peligro?
Enfrentados a las monarquías y a los imperios, parece claro que su preocupación
profunda era cómo proteger al pueblo del poder y sus abusos. Sin duda les
pareció que si el pueblo pudiera decidir de
vez en cuando quién ejercería el poder, eso bastaría para garantizar que
ese poder respetaría al pueblo. Idea sin duda sensata, pero no
incontrovertible. Una primera desviación de este ideal es la evidente
sacralización del voto que las democracias modernas han impuesto. A mí me
parece claro que para los fundadores el voto era un instrumento, no un valor en
sí mismo. Aunque son hechos citados con frecuencia, nadie quiere sacar las
consecuencias de que Hitler fue votado, Bush fue votado, Batista fue votado, ni
siquiera, aunque en sentido contrario, de que Hugo Chávez ha sido votado. Por
si estos ejemplos no bastaran para dudar de la santidad del voto, salta a la
vista que los gobiernos consideran al voto tanto más intocable cuanto más
contribuyen a desprestigiarlo y vaciarlo. ¿Quién puede hoy respetar seriamente
un voto que todos sabemos que se vende y se compra, se manipula en los medios
de difusión, se coarta, se confunde y no lleva ninguna carga verdaderamente
ideológica o política, mucho menos moral?
Por eso te propongo buscar otro sentido en la palabra
“democracia”. Pensar por ejemplo que no se trata literalmente de que gobierne
el pueblo: es evidente que 107 millones de mexicanos no pueden gobernar todos a
México. Pero tampoco es literalmente cierto que si un gobierno ha sido votado,
ese gobierno es el verdadero pueblo, lo cual implica que los que no están en el
gobierno no son más que ganado (políticamente hablando). Ya conoces mi terca
convicción de que rehuir la lucidez no es nunca inocente: te propongo aceptar
lúcidamente que la cacareada soberanía del pueblo sólo existe efímeramente de
vez en cuando: unas cuantas horas mientras el pueblo vota. Lo cual ya es algo,
de acuerdo, pero si el verdadero sentido de la democracia, para los que la
soñaron originalmente y para los que seguimos soñándola, es garantizar que el
pueblo no será despojado, oprimido, engañado y humillado por el poder, ya sea
poder monárquico, democrático, tiránico, violento, usurpado, o de cualquier
otra clase, es claro que no basta el voto para garantizar eso. Incluso cada vez
basta menos, pues el poder propiamente político, aliado siempre con otras
variantes de poder, cada vez dispone de más medios para dominar y manipular al
“pueblo” y para desplegarse en espacios enteramente inaccesibles para ese
“pueblo”. ¿Fue Hitler respetuoso con el pueblo por el hecho de haber sido
votado? ¿Haber ganado dos veces las elecciones aunque con un poquito de fraude,
impidió acaso que Bush pisoteara todos los derechos del pueblo dejando un mundo
casi en ruinas? Me temo que esos amigos tuyos que tanto veneran el voto
(incluso, démocratie oblige, fraudulento) usan en realidad esa veneración
como una coartada para no ocuparse de lo que la idea de democracia exige en
realidad: unas reglas que defiendan al pueblo del despojo, el abandono, el
engaño, dictatorial o “democrático”, porque es evidente que también este último
existe, y si no, asómate estos días a Wall Street. Lo cual por supuesto no es
coser y cantar, pero las sorpresas y escándalos de estos días nuestros sugieren
algunas direcciones por donde buscar, y en todo caso no será desviando la
mirada y justificando nuestras vergüenzas con la coartada de la “democracia” y
la pureza del voto como conseguiremos un poco más de justicia.
Un abrazo, con mis mejores votos.
T.S.
[Cartas cabales se llamó
una columna periodística que publiqué durante casi un año en el periódico
mexicano La Jornada, y que intenté
luego reanudar, sin mucho éxito, en un periódico español. Invento con ellas una
correspondencia con un personaje imaginario, Matías Vegoso (obvio anagrama), lo
cual me permite discutir, evitando la polémica personalizada, muchas ideas de
mis colegas escritores o periodistas.]
Tomás Segovia
¿Quién vota a quién?, en el El Grito número 17, Monterrey, NL., 2009.
Foto: Rogelio Cuéllar, 'El rostro de las letras', INBA.
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Democracia,
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voto
18 abril, 2015
Trozos de trazos
Para alguien
como yo que, aunque no he sido nunca comunista ni he tenido la tentación de
serlo, e incluso he dedicado la mayor parte de los escritos de crítica política
a discutir con los comunistas sobre temas fundamentales como la libertad y la
democracia, que no he sido ni siquiera un anticomunista y siempre he
considerado a los comunistas, por lo menos a los comunistas italianos, no como
enemigos a combatir sino como interlocutores en un diálogo sobre las razones de
la izquierda, el derrumbe catastrófico del universo soviético tampoco puede
dejar de inducir a alguna reflexión.
Se viene difundiendo y exasperando la indiscriminada acusación
contra los intelectuales de que no han comprendido o, peor, han traicionado.
Retomando el título de un conocido libre de Raymond Aron, si la religión es
para Marx el opio del pueblo, el comunismo habría sido el opio de los
intelectuales. En este caso también, el uso genérico del término
“intelectuales”, con un no disimulado matiz despectivo, es evidente. Sin
embargo, no se puede negar que numerosos hombres de cultura y de ciencia,
acreditados en sus campos de estudio, habían abrazado la causa del comunismo
con profunda convicción y con absoluto desinterés, y la habían defendido contra
los ataques de los adversarios con argumentos propios no del hombre de fe sino
de razón. ¿Por qué? ¿No debería haber estado clara desde el principio la
perversión del comunismo que, según los críticos de siempre y de última hora
(cada vez más numerosos), era intrínseca a la doctrina misma de la que el
comunismo derivaba? ¿Qué decir, además si después de esta irrefutable prueba el
ideal de una sociedad comunista todavía no han desaparecido del todo? ¿No
deberían plantearse la misma cuestión también aquéllos que, repito, aunque no
hayan sido nunca comunistas, no han opuesto al comunismo el mismo rechazo
radical que opusieron al fascismo? En estos últimos años, ante la precipitación
de los acontecimientos, no he podido dejar de intentar dar una respuesta a esta
segunda cuestión, para aclarar en primer lugar ante mí mismo, los motivos de un
error, si ha habido error, o de un engaño mental o de una ceguera culpable.
Quien haya participado en la batalla antifascista y en la guerra
de Liberación habrá tenido ocasión de admirar el valor, la dedicación incondicionada
a la causa, el espíritu de sacrificio de los combatientes comunistas que, entre
otras cosas, para liberar Italia de los nazis y de sus aliados italianos,
habían corrido en ayuda de los guerrilleros, en un número mucho mayor al de los
seguidores de otros movimientos y partidos, particularmente de los católicos y
los democristianos. También durante el fascismo la oposición clandestina, que
conducía inevitablemente al arresto, a la prisión o al destierro, la llevaron,
además de los seguidores de Justicia y Libertad, los comunistas, y con una
presencia y una más eficaz organización […] En todo caso, es una prueba del
cambio de clima político que la casi identificación del comunismo con el
antifascismo durante un tiempo se haya podido considerar mérito de los
comunistas y ahora, al contrario, cada vez más como un demérito del antifascismo…
Norberto Bobbio
22 marzo, 2015
Poesía, verdad, poema mío,
fuerza de amor que halló tus
manos, lejos,
en un vuelo de junios pulió
espejos
y halló en la luz la palidez, el
frío.
Yo rebosé los cántaros del río,
paré la luz en los remansos
viejos,
di órdenes a todos los reflejos;
junio perfecto dio su poderío.
Poesía, verdad de todo sueño,
nunca he sido de ti más corto
dueño
que en este amor en suyas nubes
muero.
Huye de mí, conviérteme en tu
olvido,
en el tiempo imposible, en el
primero
de todos los recuerdos del olvido.
Carlos Pellicer
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