Foto: Fátima Rodríguez

26 junio, 2012

Sus botas son rusas


Sus botas son rusas y de color rojo. El rojo es el color que mejor le queda porque ella es güera. Sus ojos son azules. Se los veo de cerca desde que es mi novia. Tiene la boca como la de Brigitte Bardot, que no ha filmado aún su primera película. De grande pensaré que se parecía a Brigitte cuando era niña.

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De mi casa a la suya hago menos de cinco minutos en mi bici. Cuando se le poncha una llanta me voy a pie y aunque corro hago más tiempo. Toco el timbre y viene a abrirme la sirvienta. Falta mucho para que a las sirvientas les llamen trabajadoras domésticas. Pásale, pásale, me dice, Capullo está en su cuarto.
Llego, la veo y me alegro de que no tenga puestas sus botas rusas. Ella las usa para bailar en la escuela una danza que no es Los boteros del Volga, pero que me gusta igual. Con su diadema de listones de los mismos colores de los que adornan la orilla de su falda blanca se ve muy bonita. Las niñas anuncian con sus panderos el momento en que empiezan a saltar y a dar vueltas. Levantan las piernas y los del grupo nos damos con el codo. Las de Capullo son las que más llaman mi atención, y después sabré que la de otros compañeros. Todavía no alcanzo a comprender que es por razones genéticas y de disciplina. Su mamá es gringa, alta y bien formada, y ella nada, baila y patina desde que estaba en el kinder. Capullo salió a su mamá. Si hubiera salido a su papá, que es de Guatemala, sería chaparrita y medio gordita. Pero como él es ingeniero, Capullo es buena para las mecanizaciones. Por eso le gusta hacerme la tarea de aritmética mientras yo le escribo cartas de amor. No las lee, pues eso es lo pactado. Sólo sabe que las doblo bien y las subo a lo alto de uno de los pinos que hay en su casa para que nadie las descubra y se entere de que somos novios. Tampoco sabe que esas cartas formarán parte de mi paleolítico literario. 



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Capullo es mi novia desde el día que la acompañé hasta su casa a la salida de la escuela. Cuando camina sus cabellos rubios se mecen de atrás para adelante. No es por el peso de la mochila, sino porque ella camina así. Yo camino junto a ella y mi bici rueda junto a mí. Le digo oye quieres ser mi novia y ella dice sí. Los dos vamos en cuarto año y tenemos la misma edad. Nos tocó estar en la escuela Estatuto Jurídico. Tengo amigos que van a otras escuelas con nombres menos feos: Junípero Serra, Instituto Hidalgo, Mier y Pesado. Van a pasar muchos años antes de que yo sepa lo que significa Estatuto Jurídico. Y también otros tantos para saber que si le pusieron ese nombre fue gracias al papá de Lety, que es la novia de mi hermano Rey desde que ella la hizo de Colombina y él de Polichinela en una de las fiestas del Día de las Madres. Al papá de Lety le mandaron hacer un busto dorado y lo pusieron a la entrada de la Estatuto Jurídico. Se llama Alfonso Martínez Domínguez. También pasará tiempo para que yo llegue a enterarme de su carrera sindical y política, y más tiempo aún para conocerlo personalmente y en sus futuros puestos de regente de la ciudad de México y gobernador de Nuevo León. Ahora tiene su casa en la colonia Ciudad Jardín, cerca de la Estatuto Jurídico. Allí vive con su esposa, la señora Atala, y sus hijos, Lety y Ponchito. La señora Atala tiene un gesto al que calificaré años después de enigmático y unas piernas a las que Beto, Gerar y yo espiamos sin pensar en el noveno mandamiento: las hormonas no nos dan aún para semejantes transgresiones.
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El mismo día que nos hicimos novios, comí más rápido que nunca, tomé mi bici y me fui a jugar a la casa de Capullo. Ella ya le había dicho a su mamá que me iba a invitar y me estaba esperando para presentármela. La señora me saludó con un apretón de manos como de señor. Es muy risueña. Tiene los dientes pequeños y parejos; Capullo los tiene más grandes y no tan parejos. Vayan a jugar y más tarde vienen a merendar. Me pregunta que si me gusta el pái de manzana y le contesto que sí, como antes le había dicho a doña Ernestina, la mamá del Rirro, que yo había brincado el charco. La verdad es que nunca antes había probado el pái de manzana ni había ido a Europa, que eso quiere decir brincar el charco. 

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A Capullo y a mí nos gusta jugar al cinturón escondido. Unas veces le toca a ella esconderse y a mí buscarla, y otras yo me escondo y ella me busca. Cuando nos encontramos nos perseguimos y nos damos con el cinturón. En el futuro pensaré que este juego debió ser invención del divino marqués de Sade, pues cuando lo jugaba con mis amigos los cintarazos que nos propinábamos eran mucho más fuertes que los que nos dábamos Capullo y yo, y en el nivel simbólico no era otra cosa que repetir la amenaza típica de los padres a los hijos para castigar sus travesuras. Otras veces nos escondemos sin que nadie nos busque ni nos persiga. Todavía no estamos en la edad de tocarnos y por eso todo lo que hacemos es hablar en voz baja, como si alguien pudiera escucharnos y sorprendernos. Entonces le digo que si se pone sus botas rusas. Salimos corriendo hacia su cuarto. A ella le encanta ponérselas y a mí verla cuando se las pone. Le veo los calzones, pero como todavía no descubro el sexo no me intereso por lo que cubren. Cuando crezca sabré que mi erotismo se quedaba en una etapa pre-sexual en la que la curiosidad no pasaba de mezclarse con la estética de la que tampoco puedo ser consciente. Cuando crezca sabré también que las piernas bonitas de las mujeres han sido uno de mis tropismos más antiguos pues su aparición fue anterior a la época de Capullo. En esta época no llego a ser un personaje como los que me fascinarán después: Holden Caulfield, el adolescente de J.D. Salinger en Catcher in the Ray (El guardián entre el centeno, título producto de una desatinada traducción al español) o el Carlos de Batallas en el desierto de José Emilio Pacheco.  

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Con verle las piernas a Capullo es suficiente. Después asociaré su color y textura a una fruta que no había en los mercados a los que me llevaban mi madre o mi abuela: el níspero. En el jardín crecen varios nísperos. Son parte, desde el primero que comí, de las delicias que me esperan en la casa de Capullo.

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Hoy podaron los truenos y el laurel del jardín de su casa. En el lecho de ramas nos dejamos caer una y otra vez. En una de esas Capullo se queda tendida y yo me tiendo sobre ella y la beso. Su sudor huele a leche y a árboles. Todavía no leo El sonido y la furia, la novela de William Faulkner que más me atraerá de su obra narrativa, donde Benjy, el niño que no crece, percibe en su hermana Caddy un olor a árboles (she smells like trees). Así huele Capullo esta tarde: a árboles con leche. Cuando tenga edad suficiente pensaré que acaso la sirvienta, la mamá y el papá de Capullo pudieron llegar a vernos. Pero sabían de nuestra condición pre-sexual y no se escandalizaron por ello. En ese caso habrían tenido razón. Los nuestros, a pesar de las posiciones, los besos y nuestro pizco de precocidad eran juegos tan inocentes como los de los niños de Los juegos  prohibidos de René Clément. También me preguntaré, al momento de escribir un apunte sobre mi noviazgo con Capullo, cómo hubieran reaccionado otros padres menos sabios o más indoctrinados de los no pocos que militan en la penumbra del catolicismo regional.
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Es hora de la merienda. Cuando pruebo el pái de manzana ignoro que se convertirá en un nuevo tropismo que me habitará para siempre, y que nel mezzo del cammin di nostra vita será galvanizado por la mamá de otra novia de piernas bonitas debido a que es, además de actriz, bailarina. También esa cara señora me regalará con páis de manzana.
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Después de limpiarnos los bigotes que nos deja la leche, podemos jugar un poco más antes de la hora fijada para que Capullo haga la tarea. Hay tiempo para que se pueda quitar las botas rusas y quizás para que se las vuelva a poner.


Abraham Nuncio


Abraham Nuncio (izq.) y un colado, en la Casa del Poeta. Ciudad de México.

21 junio, 2012

La importancia de llamarse blue


Casi nunca coincido con la opinión de Caparrós, aunque sus textos son siempre interesantes. Éste en particular es muy descriptivo.


Algún día leeré los living (uno de los últimos libros que leyó Carlos Fuentes) o contra el cambio. Por lo pronto sigo —esporádicamente— su blog.
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La idea de llamar a un dolar blue fue algo parecido a una genialidad. O, por lo menos, una buena avivada –que es lo que últimamente se llama genio en la Argentina. Pero algo tuvo. Si se trataba de disimular el negro del mercado negro podrían haberle puesto azul –o violeta o mostaza o bermellón con pintas– pero no: fue blue, su sonido suave, soñador, su prestigio berreta meidinusa. Blue nos llena de añoranzas; para agregarle matices tenemos la blue hour, cuando todo empieza a terminarse, y el valor de blue como tristeza o más bien melancolía, y los blues y su rythm, y tantas otras cosas que el dinero no puede comprar.
Pero, sobre todo, blue cumple el cometido de ciertas voces argentinas: hacer que un delito se vuelva algo simpático. En la lengua patria un soborno es una coima, una falsificación una truchada, contrabandear es bagayear, secuestrar solía ser chupar y hablar pavadas es hacer política. Así, el dólar ilegal es blue. Y como es blue ni siquiera un zorro viejo –aunque levemente craquelé, el senador Fernández- se dio cuenta de que no podía salir a decir que el gobierno pondría precios máximos a una mercadería delictuosa. Se confundió, se dejó llevar por la confianza blue. Fue un buen blooper y fue, en todo caso, más tolerable que su número vivo previo.
–Los argentinos tienen que empezar a pensar en pesos.
Dijo famosamente. Cuando el verbo pensar viene precedido por la forma “tener que”, suenan alarmas, chicharras y sirenas. Pensar es un problema para ciertos poderes; tener que pensar, en cambio, es la fórmula perfecta del poder absoluto.
–Usted, Caparrós, tiene que pensar que acá está todo bien.
–Sí señorita.
–Y tiene que pensar que los dólares tampoco existen.
–Sí señorita.
–Y tiene que pensar que…
–Sí señorita, claro señorita, lo que usted diga señorita.
–¿Cómo lo que yo diga, Caparrós?
–Disculpe. Lo que usted piense, señorita.
Que tenemos que pensar en pesos, dijo. Y después lo repitieron todos los suyos, y finalmente la señora dijo que estaba tan de acuerdo que iba a vender sus millones de dólares para ser riquísima en pesos, que es la moneda en que tenemos que pensar.
Y en eso están: viendo cómo hacen para que pensemos en pesos. Lo cual, en principio, no esá mal. Es cierto que un país que no cree en su propio peso debe ser muy difícil de llevar -y más fácil de hundir. Y los argentinos, por no creer, no creemos en nuestra moneda ni en nuestras instituciones financieras, así que las transacciones que importan se cierran con fajos de dólares. Hay muchos países donde usar dinero contante resulta sospechoso: muchos donde nadie pagaría nada más o menos caro –una cena, digamos, un coche, un pantalón, un viaje a Santa Rosa– con dinero. El capitalismo se ha complicado tanto que tener billetes significa cada vez más haberlos obtenido de algún modo confuso, probablemente ilegal; el dinero con garantía de origen se mueve por los circuitos financieros y se paga con tarjetas o transferencias o a lo sumo cheques: nunca con billetes.
Es una etapa más de ese largo proceso de abstracción que ya lleva milenios: desde que hombres se dieron cuenta de que no era indispensable llevar una vaca hasta aquel mercado para cambiarla por un cuchillo de bronce; que podían primero cambiar la vaca por dos piedritas de oro y que con esas dos piedritas se comprarían el cuchillo –e inventaron el valor abstracto.
Y después aquel rey a quien se le ocurrió acuñar piedritas de un tamaño fijo y ponerles un sello que dijera que allí había un gramo de oro y que él con su autoridad lo respaldaba –e inventó la moneda.
Y después aquellos señores venecianos que pensaron que si un intrépido navegante no quería cargar los 1000 escudos que necesitaba para comprar pimienta en Estambul podía entregárselos y que ellos a cambio le darían un papel que dijera que le debían 1000 escudos menos 50 por el servicio y que su socio en Estambul le pagaría al navegante, contra presentación de ese papel, 950 escudos de oro –e inventaron los cheques.
Y después ese banco que decidió que si hacía cheques por cantidades fijas que cualquiera pudiera usar, servirían como moneda para cualquier transacción –e inventó los billetes, y después los Estados nacionales los adoptaron y los convirtieron en papel moneda, símbolo y propiedad de todo país que se precie.
El proceso de abstracción del valor es fascinante –y ahora, queda dicho, pasó a esta etapa en que ya no hay siquiera trozos de metal o papelitos: cifras en la pantalla. Pero los argentinos, con cierta lógica, con cierta salud, nos resistimos a ese paso.
Tenemos la excusa perfecta: los bancos no son fiables. No son reparos ideológicos del estilo brechtiano –“¿qué es robar un banco comparado con fundarlo?”– sino fácticos, personales: les dí mi plata y no me la devolvieron. Y el gobierno no trabajó para restablecer esa confianza. Le habría convenido: la bancarización es una forma de represión y control social mucho más eficaz –y más tolerada– que los perros que husmean dólares y los sabuesos de la afip que huelen todo el resto.
Ese control es el que evitamos –so pretexto de desconfianza y corralito. La desconfianza por los bancos justifica la falsificación: nadie paga por banco lo importante porque eso dejaría constancia de cuánto y a quién, y los argentinos no queremos ese tipo de Memoria –nos negamos a cualquier memoria económica: mentimos como chanchos, registramos las propiedades por la mitad de lo que valen, esas cosas. Pese al miedo, valientes, nos arriesgamos a llevar los valores escondidos en los calzoncillos con tal de que no pasen por el banco.
Por eso seguimos en la etapa billete. Pero, para eso, necesitamos un billete en el que podamos depositar –depositar– nuestra confianza. El peso nunca lo logró.
Habría podido: hace unos años estuvo a punto y no había quién se comprara un dólar, ni razón para hacerlo. Pero llegó el sabotaje del Indec. Cada vez estoy más convencido de que, cuando se empiece a historiar este período, la decisión de falsificar las cifras de la inflación va a figurar como el gran quiebre. El momento decisivo de este proyecto: cuando decidieron de una vez por todas que la realidad no era tan importante. Gracias a la inflación falseada, el peso empezó a convertirse una vez más en una moneda discutible, sin valor preciso.
Y con aquella medida dijeron, alto y claro, que trampear estaba permitido. No es que necesitemos mucho para creerlo, pero nos la pusieron fácil: reafirmamos –con cierta razón y con buenas razones– que engañar al fisco es lícito en la medida en que el fisco se dedicó a engañarnos a nosotros.
No creemos en el Estado, y el Estado hace todo porque no le creamos. Pero después se desespera porque, cuando lo necesita, no le creemos. Y entonces buscamos unos billetes que sirvan para guardar sin que los bancos puedan quedárselo o el Estado averiguarlo, y resulta que los pesos no sirven para eso porque nadie sabe cuánto valen de verdad. Y entonces los que hicieron que esos pesos fueran tan discutibles nos dicen que nos dirán cómo tenemos que pensar: en pesos devaluados por la mentira del Indec. Son tonterías, pero embarran la cancha, les complican las cosas. 
Y ahora las noticias que llegan a Sudán dicen que el blue ya no es el único otro dolar; que también están apareciendo el green –por los arbolitos–, el celeste –para comprar casas–, y el Aníbal y siguen firmas. Es la reconstrucción, lenta pero segura, de un país confuso, donde nada está claro, donde las reglas pueden ser rectas, sinuosas, quebradas o supercalifragilísticas. A mí me gusta; a los empresarios, a los gobernantes, a los asalariados no –y a mí, al final, tampoco. Debería recuperar mi vieja fe en las crisis; por ahora, me corrompe la experiencia de que –en general– no sabemos aprovecharlas para construir nada mejor.
La prueba, esta Argentina.


Martín Caparrós
Tomado de: http://blogs.elpais.com/pamplinas/2012/06/la.html