Sus botas son rusas
Sus
botas son rusas y de color rojo. El rojo es el color que mejor le queda porque
ella es güera. Sus ojos son azules. Se los veo de cerca desde que es mi novia.
Tiene la boca como la de Brigitte Bardot, que no ha filmado aún su primera película.
De grande pensaré que se parecía a Brigitte cuando era niña.
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De mi casa a la suya hago menos
de cinco minutos en mi bici. Cuando se le poncha una llanta me voy a pie y
aunque corro hago más tiempo. Toco el timbre y viene a abrirme la sirvienta.
Falta mucho para que a las sirvientas les llamen trabajadoras domésticas. Pásale,
pásale, me dice, Capullo está en su cuarto.
Llego, la veo y me alegro de que no
tenga puestas sus botas rusas. Ella las usa para bailar en la escuela una danza
que no es Los boteros del Volga, pero que me gusta igual. Con su diadema de
listones de los mismos colores de los que adornan la orilla de su falda blanca
se ve muy bonita. Las niñas anuncian con sus panderos el momento en que
empiezan a saltar y a dar vueltas. Levantan las piernas y los del grupo nos
damos con el codo. Las de Capullo son las que más llaman mi atención, y después
sabré que la de otros compañeros. Todavía no alcanzo a comprender que es por
razones genéticas y de disciplina. Su mamá es gringa, alta y bien formada, y
ella nada, baila y patina desde que estaba en el kinder. Capullo salió a su mamá.
Si hubiera salido a su papá, que es de Guatemala, sería chaparrita y medio
gordita. Pero como él es ingeniero, Capullo es buena para las mecanizaciones.
Por eso le gusta hacerme la tarea de aritmética mientras yo le escribo cartas
de amor. No las lee, pues eso es lo pactado. Sólo sabe que las doblo bien y las
subo a lo alto de uno de los pinos que hay en su casa para que nadie las
descubra y se entere de que somos novios. Tampoco sabe que esas cartas formarán
parte de mi paleolítico literario.
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Capullo es mi novia desde el día
que la acompañé hasta su casa a la salida de la escuela. Cuando camina sus
cabellos rubios se mecen de atrás para adelante. No es por el peso de la mochila,
sino porque ella camina así. Yo camino junto a ella y mi bici rueda junto a mí.
Le digo oye quieres ser mi novia y ella dice sí. Los dos vamos en cuarto año y
tenemos la misma edad. Nos tocó estar en la escuela Estatuto Jurídico. Tengo
amigos que van a otras escuelas con nombres menos feos: Junípero Serra,
Instituto Hidalgo, Mier y Pesado. Van a pasar muchos años antes de que yo sepa
lo que significa Estatuto Jurídico. Y también otros tantos para saber que si le
pusieron ese nombre fue gracias al papá de Lety, que es la novia de mi hermano
Rey desde que ella la hizo de Colombina y él de Polichinela en una de las
fiestas del Día de las Madres. Al papá de Lety le mandaron hacer un busto
dorado y lo pusieron a la entrada de la Estatuto Jurídico. Se llama Alfonso
Martínez Domínguez. También pasará tiempo para que yo llegue a enterarme de su
carrera sindical y política, y más tiempo aún para conocerlo personalmente y en
sus futuros puestos de regente de la ciudad de México y gobernador de Nuevo León.
Ahora tiene su casa en la colonia Ciudad Jardín, cerca de la Estatuto Jurídico.
Allí vive con su esposa, la señora Atala, y sus hijos, Lety y Ponchito. La señora
Atala tiene un gesto al que calificaré años después de enigmático y unas
piernas a las que Beto, Gerar y yo espiamos sin pensar en el noveno
mandamiento: las hormonas no nos dan aún para semejantes transgresiones.
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El mismo día que nos hicimos
novios, comí más rápido que nunca, tomé mi bici y me fui a jugar a la casa de
Capullo. Ella ya le había dicho a su mamá que me iba a invitar y me estaba
esperando para presentármela. La señora me saludó con un apretón de manos como
de señor. Es muy risueña. Tiene los dientes pequeños y parejos; Capullo los
tiene más grandes y no tan parejos. Vayan a jugar y más tarde vienen a
merendar. Me pregunta que si me gusta el pái de manzana y le contesto que sí,
como antes le había dicho a doña Ernestina, la mamá del Rirro, que yo había
brincado el charco. La verdad es que nunca antes había probado el pái de
manzana ni había ido a Europa, que eso quiere decir brincar el charco.
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A Capullo y a mí nos gusta jugar
al cinturón escondido. Unas veces le toca a ella esconderse y a mí buscarla, y
otras yo me escondo y ella me busca. Cuando nos encontramos nos perseguimos y
nos damos con el cinturón. En el futuro pensaré que este juego debió ser
invención del divino marqués de Sade, pues cuando lo jugaba con mis amigos los
cintarazos que nos propinábamos eran mucho más fuertes que los que nos dábamos
Capullo y yo, y en el nivel simbólico no era otra cosa que repetir la amenaza típica
de los padres a los hijos para castigar sus travesuras. Otras veces nos
escondemos sin que nadie nos busque ni nos persiga. Todavía no estamos en la
edad de tocarnos y por eso todo lo que hacemos es hablar en voz baja, como si
alguien pudiera escucharnos y sorprendernos. Entonces le digo que si se pone
sus botas rusas. Salimos corriendo hacia su cuarto. A ella le encanta ponérselas
y a mí verla cuando se las pone. Le veo los calzones, pero como todavía no descubro
el sexo no me intereso por lo que cubren. Cuando crezca sabré que mi erotismo
se quedaba en una etapa pre-sexual en la que la curiosidad no pasaba de
mezclarse con la estética de la que tampoco puedo ser consciente. Cuando crezca
sabré también que las piernas bonitas de las mujeres han sido uno de mis
tropismos más antiguos pues su aparición fue anterior a la época de Capullo. En
esta época no llego a ser un personaje como los que me fascinarán después:
Holden Caulfield, el adolescente de J.D. Salinger en Catcher in the Ray
(El guardián entre el centeno, título producto de una desatinada
traducción al español) o el Carlos de Batallas en el desierto de José
Emilio Pacheco.
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Con verle las piernas a Capullo
es suficiente. Después asociaré su color y textura a una fruta que no había en
los mercados a los que me llevaban mi madre o mi abuela: el níspero. En el jardín
crecen varios nísperos. Son parte, desde el primero que comí, de las delicias
que me esperan en la casa de Capullo.
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Hoy podaron los truenos y el
laurel del jardín de su casa. En el lecho de ramas nos dejamos caer una y otra
vez. En una de esas Capullo se queda tendida y yo me tiendo sobre ella y la
beso. Su sudor huele a leche y a árboles. Todavía no leo El sonido y la
furia, la novela de William Faulkner que más me atraerá de su obra
narrativa, donde Benjy, el niño que no crece, percibe en su hermana Caddy un
olor a árboles (she smells like trees). Así huele Capullo esta tarde: a árboles
con leche. Cuando tenga edad suficiente pensaré que acaso la sirvienta, la mamá
y el papá de Capullo pudieron llegar a vernos. Pero sabían de nuestra condición
pre-sexual y no se escandalizaron por ello. En ese caso habrían tenido razón.
Los nuestros, a pesar de las posiciones, los besos y nuestro pizco de
precocidad eran juegos tan inocentes como los de los niños de Los juegos prohibidos
de René Clément. También me preguntaré, al momento de escribir un apunte sobre
mi noviazgo con Capullo, cómo hubieran reaccionado otros padres menos sabios o
más indoctrinados de los no pocos que militan en la penumbra del catolicismo
regional.
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Es hora de la merienda. Cuando
pruebo el pái de manzana ignoro que se convertirá en un nuevo tropismo que me
habitará para siempre, y que nel mezzo del cammin di nostra vita será
galvanizado por la mamá de otra novia de piernas bonitas debido a que es, además
de actriz, bailarina. También esa cara señora me regalará con páis de manzana.
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Después de limpiarnos los bigotes
que nos deja la leche, podemos jugar un poco más antes de la hora fijada para
que Capullo haga la tarea. Hay tiempo para que se pueda quitar las botas rusas
y quizás para que se las vuelva a poner.
Abraham Nuncio
Abraham Nuncio (izq.) y un colado, en la Casa del Poeta. Ciudad de México. |
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