Foto: Fátima Rodríguez

08 octubre, 2020

Historiografía en tres actos


El IVcentenario del Descubrimiento de América

 

  


“La necesidad de abreviar me obliga a ser ligero, confuso y exagerado hasta la caricatura. Sólo me corresponde provocar o desatar una conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen, y mucho menos aportar soluciones. Tengo la impresión de que, con el pretexto de América, no hago más que rozar al paso algunos temas universales”. Estas palabras, por supuesto, no son mías sino de Alfonso Reyes, pero sirven como un prólogo ajeno y exacto a lo que a continuación presentaré.

En alguna charla, antes de redactar este trabajo, surgió el comentario que proponía, un poco en broma, que un primer ejercicio crítico sobre las interpretaciones del descubrimiento de América debería hacerse justamente en el aniversario número cuatrocientos veinte o quinientos cuarenta, o cualquier múltiplo de sesenta, como una forma de recordar la numeración sexagesimal que una de las tantas poblaciones originarias americanas empleaba en su día a día, antes de la llegada de Colón.

Sin embargo, la celebración de los centenarios es apenas una elaboración occidental del siglo XIX, por lo que el cuarto centenario prácticamente estrenó el uso. Existe registro que ya para el tercer centenario, en los Estados Unidos recién independizados, un reverendo, Jeremy Belknap, dio un discurso en remembranza dentro una ceremonia organizada por la Historical Society, pero no hubo celebraciones. Manuel Payno, cónsul mexicano en Barcelona señala en uno de sus informes que las celebraciones de los centenarios eran en Europa “la moda reinante, además de los sindicatos y las manifestaciones.”

En la Universidad de Madrid se fundó en 1884 la Unión Iberoamericana, una especie de organismo paraestatal encargado de la organización de los festejos del cuarto centenario, la cual tendría juntas en las principales capitales hispanoamericanas. Había, pues, bajo esta institución “buenos propósitos en cuanto al replanteamiento de las relaciones internacionales… hubo una intención americanista por parte de España que tenía como fin afianzar las relaciones culturales y comerciales”, bajo un plano de igualdad (Granados, 2010). El aspecto cultural, como elemento compartido, también fue bastante tomado en cuenta e impulsado; se fundarían en los años siguientes distintas revistas de difusión oficial como El Centenario La Ultramarina. Esta última en su primer número apuntó: “La desaparición de las dos generaciones que lucharon por la independencia y contra la independencia americana ha bastado para que se verifique allí un verdadero renacimiento del españolismo que nosotros debemos secundar con más efusión y más entusiasmo que lo hemos hecho hasta ahora” (Bernabeu, 1984). En el mismo sentido Enrique Aguilera, marqués de Cerralbo, apuntaría: “el pabellón de España no ha desaparecido de la América Independiente, pues aún tremola en ella el lábaro de la cruz, ni desaparecerá mientras ese lábaro tremole y se pronuncie en castellano el nombre de Dios” (Granados). Asimismo, en 1888 el gobierno Español emitió cuatro Reales Decretos por los cuales se daba a conocer acerca de la celebraciones a realizar, entre ellas la organización de diversos congresos y una Exposición Universal.

No obstante, fieles a la tradición hispana, durante estos años poco se avanzó en la organización de los festejos. No sería sino hasta 1891, con la instalación de la Junta de Celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América, que empezarían a cobrar forma. Vale la pena señalar que la presidencia de esta Junta le fue asignada al duque de Veragua, quien era nada menos que un descendiente de Cristóbal Colón. 

Dado que las celebraciones involucraban necesariamente a los Estados hispanoamericanos, el acercamiento ibérico se dio desde las perspectivas comercial y diplomática, y en ellas Aimer Granados identifica tres elementos del pensamiento: 1) la centralidad de España en la historia universal por haber descubierto el nuevo mundo, 2) la demanda de cierta veneración a perpetuidad por parte de los países de América Latina, en razón de que los había puesto “en el camino de la civilización”, y 3) la idea de pretender un liderazgo peninsular en Hispanoamérica, por haber sido España durante muchos siglos la metrópoli de un enorme imperio. Estos elementos encuentran cabida en uno de los discursos del escritor Pérez Galdós, en el que menciona: 

 

Por una ley de compensación histórica, si la América española debe su origen a España, esta antigua Monarquía, sometida a durísimas pruebas en el curso de la historia, hoy gastada y anémica, como madre consumida en la concepción y crianza de tantos hijos, necesita de los estados nuevos de América para vigorizar su organismo y restablecer su peculio […] España, de este modo, aspira a recibir de su progenie la sangre que a raudales sacó de sus venas para nutrirla” (Ramas, 1982:195).

 

Nace en estas celebraciones el título de la madre patriaque perduraría hasta los últimos años del siglo XX, incluso en América. 

No se puede ignorar que en el discurso oficial ibérico existía cierta carga neocolonialista que se vio reflejada, por ejemplo, en el Plan de colonización para España que elaboró El Congreso Español de Geografía Colonial y Mercantil en 1883. No obstante, la intención encontró en la retórica sus límites. En Noticias del imperio, Fernando del Paso describe de una forma casi caricaturesca los posicionamientos que las potencias europeas adoptaron cuando Francia las convocó a ocupar México, después del anuncio del impago de la deuda externa por parte del gobierno de Juárez. Del Paso apuntó: “Inglaterra que ‘podía y no quería’, España que ‘quería y no podía’ y Francia ‘que quería y podía’”. Ésta sería la postura de España respecto de América, durante el resto del siglo XIX: querer y no poder conquistarla de nuevo. El ensayista Andrés Iduarte tal vez por este motivo anotó en unas líneas: “hubo guerra entre España y América hasta el último año del siglo XIX” (Rama).

En este contexto, el Estado español consideraba como un privilegio indisputable el hecho de ser la sede y el organizador de los actos de conmemoración. Quería recordarle al resto del mundo que cuatro siglos atrás había logrado consolidar un proyecto colonial de grandes magnitudes, que había tenido un gran impacto sobre el desarrollo histórico mundial en todos los sentidos. La exclusividad del festejo, sin embargo, no fue posible: Italia apeló la nacionalidad del almirante genovés para hacer de ella un elemento histórico más de su unificación apenas lograda. España le respondió en el cuerpo de los reales decretos: “La Italia puede jactarse de haberle dado el ser; España le adoptó por hijo y le dio recursos y compañeros y sucesores capaces de poner cima a su empresa” (Bernabéu). El Vaticano a su vez recordó, mediante una encíclica, que fue “al interior de las paredes de una casa religiosa” —se refería al monasterio de La Rábida— donde Colón “maduró su gran decisión de meditada exploración, teniendo como compañero y confesor a un religioso discípulo de san Francisco de Asís”. El papa León XIII agrega al documento: “Consta, pues, que esta idea y este propósito residían en su ánimo: acercar y hacer patente el Evangelio en nuevas tierras y mares” (1892). (Tampoco faltaron las peticiones al pontífice para canonizar a Cristóbal Colón). Estados Unidos también anunció la celebración del Columbus Day, a la que dio un toque de rivalidad con la noticia y convocatoria de la Exposición Universal a celebrarse en Chicago, a inicios de 1893. En fin, el centenario fue conmemorado hasta en Tokio.

El liderazgo que España quería demostrar sobre Hispanoamérica con la celebración del descubrimiento no era gratuito. En sus esfuerzos pueden identificarse un trasfondo desarrollado en, al menos, tres actos, que iba más allá de los festejos. Lo ha mencionado Horacio Crespo: la historiografía no es neutral.

El primero de los actos tiene que ver directamente con la ascendente trayectoria de los Estados Unidos de Norteamérica como potencia del continente. Fechada el 13  de julio de 1888, los representantes diplomáticos de los países latinoamericanos recibieron del Departamento de Estado norteamericano una invitación para asistir a la Conferencia en Washington que tendría lugar en 1889. El propósito que planteaba podía considerarse entonces, por lo menos, sugerente. En el documento se lee:  “con el objeto de sugerir y recomendar á los respectivos Gobiernos la adopción de un plan de arbitraje para los desacuerdos y cuestiones que puedan en lo futuro suscitarse entre ellos…”. La conferencia no tuvo el éxito que pretendía, pero significó un precedente. El español Vicente Barrantes escribió en la Revista Ultramarina: “tememos que la resistencia del espíritu hispano-americano a dejarse avasallar por el yankee engendre alguna otra proposición que las Cámaras de Washington acojan y apadrinen” (Bernabéu, 352). Tal vez el mismo escepticismo que marcó la participación de los países hispanoamericanos ante la postura estadounidense se volvería a presentar un siglo después frente a la propuesta de formar el Área de Libre Comercio de las Américas. 

La intención de liderazgo y jerarquía ibéricos se justificó en razón de las glorias pasadas. Los españoles argumentaron que ante el peligro representado por el imperialismo norteamericano en el “continente de Colón”, España era el país llamado a liderar una comunidad de países hispanoamericanos; apelaba para ello, a los destinos de una raza española. La idea tuvo buena recepción en algunos intelectuales americanos, como José Zorrilla de San Martín, el intelectual uruguayo que en uno de los congresos celebrados en 1892 apuntó: “La América nació de una herida de gloria que esa España se hizo en el corazón […] Hoy, hace cuatro siglos, señores, ganó la raza hispánica; pero perdió la nación española y lo que ella perdió fue nuestra vida, fue nuestra herencia” (Granados). Un análisis aparte requeriría la participación del representante mexicano en las celebraciones españolas, Vicente Rivas Palacio, quien años atrás fuera uno de los dos encargados de elaborar la defensa de Maximiliano, en su juicio en Querétaro.

Otros pensadores americanos si bien compartían el temor de la influencia norteamericana, rechazaban al mismo tiempo la primacía ibérica. El puertorriqueño Ramón Emeterio Betánces escribiría: “no quiero colonia, ni con España ni con los Estados Unidos; deseo y quiero a mi patria libre y soberana, porque sin libertad no hay vida digna ni progreso positivo.” Sobre estas líneas se acuña el segundo de los actos.

Para cuando el descubrimiento de América cumplía cuatrocientos años, la Paz de Zanjón se tambaleaba, y los movimientos abolicionistas y separatistas en Cuba y Puerto Rico presentaban una nueva efervescencia. España tenía en el Caribe a su último testigo de aquella grandeza colonial, y el testigo desfallecía. El año de 1492, a un milímetro de ser cabalístico, fue también el de la fundación del Partido Revolucionario Cubano y Puertorriqueño, cuyo órgano de difusión —Patria— dirigiría José Martí. Ya desde 1884 Pérez Galdós apuntaba la visión ibérica en relación a las antillas, al escribir: “ni nosotros aspiramos a poseer en América más territorio que los de Cuba y Puerto Rico, ni las repúblicas del Nuevo Mundo aspiran a poseer nada en esta parte de los mares”. Asimismo, el académico y escritor Juan Valera inserta un tono ultrapatriota a las intenciones españolas:

 

“En ambas guerras —dirá unos años después— España combate por la civilización contra la barbarie. En Cuba es más odioso y está menos justificado el alzamiento contra nosotros. A no ser negros a quienes hemos civilizado y dado la libertad, los rebeldes son españoles… [que] con villana ingratitud pugnan ahora por apartarse de la metrópoli, renegando de su casta y abominando la sangre que llevan en las venas...”

 

Sin embargo, Valera también admitiría, casi como una confidencia: “perderlas [se refiere a las islas] sería para nosotros como perder los documentos y títulos de nuestra mayor nobleza… Esas posesiones de ultramar son, pues, para nosotros, como las columnas que sostienen nuestro escudo; y si cayesen, el escudo acaso podría caer” (Rama:235). No se equivocaba; aún más: percibía la fragilidad de la nacionalidad española. Aquí el tercero de los actos: el de la identidad. 

La celebración del cuarto centenario llegó en un ambiente político algo enturbiado por un proceso electoral que habría de celebrarse al final de ese año. El gobierno en turno veía mermada su popularidad por un escenario de precariedad económica, consecuencia de una de las primeras crisis financieras mundiales que tuvo origen en Argentina —una de las “hijas patrias”—. La crisis de 1890 y 1891 provocó la caída de los bonos del gobierno español y una salida abrupta del stock de oro y reservas del Banco de España (Marichal, 2010). Si la Unión Iberoamericana proyectaba en la década de los ochenta la organización de dos magnas exposiciones, la realidad económica redujo esta visión a la mitad.

Como bien lo ha señalado Miguel Rodríguez (2004), catedrático de la Universidad Iberoamericana, para la España marginada de la política europea y echada de América Latina, el americanismo era visto como una solución regeneradora. No podía ser en otro medio sino en la revista El Centenariodonde el periodista Alfredo Vicenti señalara: “Tenía que ser el Centenario… En casos tales hombres y naciones, por caducos que estén y por infortunados que sean, creense transportados a la época de sus mayores dichas y triunfos, pierden la noción de las amarguras presentes para mejor identificarse en el recuerdo de las antiguas prosperidades y vuelven, por algunos momentos, a ser lo que fueron cuando Dios quería…” (Berneabéu: 346).

Hay incluso quienes insisten en la idea de que no había en realidad en el pasado español una referencia que fungiera como mito fundador, suficientemente común y unánime para acompañar la construcción de la identidad nacional. Por lo tanto, el descubrimiento de América y su colonización desempeñó al mismo tiempo el papel de mito y nostalgia. Y frente al mito, la paradoja: al pretender fundarse sobre el pasado americano, España “se convertía de repente en la hija de aquellas a las que siempre había tenido por hijas suyas” (Rodríguez: 34). 

 

El trasfondo historiográfico, que en este trabajo he pretendido mostrar, en tres actos, encuentra una explicación parcial pero atinada en las palabras de Benedetto Croce: perche è evidente che solo un interesse della vita presente ci può muovere a indagare un fatto passato… “ogni vera storia è storia contemporanea”[2](en Florescano, 2009:544).



Gibrán Domínguez López

 



Bibliografía

 

Bernabéu, Salvador (1984), “El IV centenario del Descubrimiento de América en la coyuntura finisecular (1880-1993) en Revistas de Indias,Vol, XLIV, núm 174, pp. 345-366. 

Del Paso, Fernando (2012), Noticias del imperio, México, Fondo de Cultura Económica.

Florescano, Enrique (2009), Ensayos fundamentales,México, Taurus.

Granados, Aimer (2010), Debates sobre España. El hispanoamericanismo en México a finales del siglo XIXMéxico, Colmex-UAM.

Granados, Aimer y Marichal, Carlos (2004), Construcción de las identidades latinoamericanas. Ensayos de historia intelectual. Siglos XIX y XX, México. El Colegio de México.

Marichal, Carlos (2010), Nueva historia de las grandes crisis financieras. Una perspectiva global, 1873-2008, México, Debate.

Rama Carlos M. (1982), Historia de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica.

Reyes, Alfonso (1960), “Notas sobre la inteligencia americana” en Obras completas. Vol. XII, México, Fondo de Cultura Económica. 

Rodríguez, Miguel (2004), Celebración de “la Raza”. Una historia comparativa del 12 de octubre, México, Universidad Iberoamericana.

 



[1]El presente trabajo se realizó dentro del curso Historia e historiografía en América Latina, a cargo del Dr. Horacio Crespo.

[2]porque es evidente que sólo un interés de la vida actual nos puede mover a investigar un hecho pasado… ‘cada historia verdadera es historia contemporánea’”.

14 julio, 2020

Invenciones del recuerdo


Por un camino bordeado de personas en vez de árboles, en el recuerdo llego a mi infancia. Pero no sólo las personas son importantes: hay casas, jardines, objetos, paisajes, sabores, fragancias y músicas que son como esas plantas que crecen debajo de los árboles y que miramos más que a los propios árboles.

Catalina Iparaguirre, con sombrero y guantes negros puestos, se mira en el espejo. Su pelo es la parte más impersonal de su cuerpo, la más engañosa, la más importante, la que más le gusta; tiene vetas amarillas, verdes y marrones oscuras. Hace más de treinta años que se lo tiñe y más de setenta que brilla sobre su frente manchada, sin perder ese vigor que le permite enroscarlo sobre su cabeza sin batirlo y sin rellenarlo. Con la falda larga de lustrina y la escoba, Catalina Iparaguirre barre el piso como nadie. Ni una hilacha ni una basura quedan. Sus prendas más preciadas son para ella el estuche de sus anteojos y el paraguas del cual no puede separarse porque sirve tanto para la lluvia como para el sol, tanto para alcanzar objetos que están colocados sobre el armario como para abrir las banderolas, tanto para castigar a un gato como para sostenerse cuando camina, tanto para acariciar una alfombra como para matar a un hombre obsceno, si pudiera.

En la calle, cuando sale a hacer compras o a pasear, detrás de los árboles, en los zaguanes de las casas, en los jardines, ve siempre enamorados o exhibicionistas. Exclama: “¡Chanchos!”, al mirarlos de soslayo. ¿Algunos merecen el insulto? ¿Otros no? Pero en su vehemencia no hay justicia. Nada le indigna tanto como el amor, ni siquiera las estafas, ni siquiera las injusticias, ni siquiera la mala suerte. Catalina Iparaguirre es ama de llaves. Un ama de leche y un ama de casa no valen tanto ni se hacen respetar tanto. Esos objetos de metal, mágicos para los niños, infernales a veces para los grandes, que abren y cierran armarios, cofres, cajones, puertas, candados, cuelgan de su cintura con sonido litúrgico. De ella dependen el orden, la riqueza y la limpieza de la casa. Es odiada y querida, tal vez menos querida que odiada. Sus dedos enrulados por el reumatismo saben remendar, como los dedos de un hada remilgada, multicolores medias sobre un huevo de madera. 

Frente al espejo, de pie, como un maniquí, ¿qué hace y qué piensa Catalina Iparaguirre? Se quita el sombrero que está recubierto, como un postre, de tul; deja el paraguas sobre una silla, junto con los guantes, se acerca a la ventana para poner en hora el reloj que cuelga de una larga cadena de su cuello y piensa en Sultana, la perra de los vecinos, que en varias oportunidades orinó y defecó en el zaguán. Seguramente piensa después en mí: yo tengo siete años, cara de muñeca que abre y cierra los ojos, pelo largo caído sobre las orejas, mejillas rosadas, boca grande. “¿Dónde estará?”, piensa Catalina. No le importa que me pongan en penitencia, ni que me manden a acostar sin postre. Ya tengo toda la malicia de las personas grandes. Miento, me burlo de la gente. Le digo: “Usted se tiñe el pelo” a ella, a Catalina Iparaguirre, que nunca se puso nada en el pelo. La malicia no lleva a nada bueno. Sé cómo nacen los niños. Es una vergüenza. Con esa cara de angelito, le dije a Lucía: “Yo sé cómo nacemos. No venimos de París, salimos del ombligo de la barriga”. Lucía contestó: “Es muy feo lo que estás diciendo” y me reprendió: “No se dice ombligo de la barriga, se dice ombligo del vientre”.

“¿Dónde estará”, piensa Catalina. Mi nombre rima con el de ella. Ella no se acuerda de su infancia. Su infancia no ha existido. ¿Cómo puede comprenderme y yo comprenderla a ella? Me quiere, eso sí, porque es su obligación, pero por ningún otro motivo. Yo le ocasiono molestias: si me lleva a pasear es para cansarla, si me cuida es para hacerle pasar malos ratos, si me baña por las mañanas y me jabona la espalda y las orejas, que siempre están sucias, es para recibir lluvias de agua y de jabón en su bata nueva de lustrina. Nunca le gustaron los niños, porque son ladinos y misteriosos, siempre tienen los dedos llenos de dulce, los zapatos embarrados y la nariz mojada. Los niños le gustan tal vez menos que los padres que los producen. Cuando cumplió doce años un hombre pretendió conquistarla con caramelos especiales para seducir, se llamaban Seducirol. No olvidaría nunca al seductor: tenía bigotes, el pelo ondulado y fumaba todo el tiempo. Se llamaba Rufo Gudiño y era portugués. La madre de ella, Remigia Iparaguirre, consentía que el hombre festejara a su hija con golosinas. Rufo Gudiño tenía grandes plantaciones de olivos, regalaba damajuanas de aceite, era el hombre más rico del pueblo. Tenía cuatro dientes, un anillo y dos relojes de oro. Cuando llegó el día del compromiso, Catalina se escondió debajo de una parva: no apareció durante la fiesta. Cuando llegó el día del casamiento, Catalina se había embarcado con una prima que iba a tomar los hábitos en Buenos Aires.

Era lo único que rememoraba de su infancia y de los hombres. Todos los hombres eran Rufo Gudiño para ella, y todos los niños, su infancia que no recordaba.


Silvina Ocampo

10 junio, 2020

De divinatione



Los indios cañaris tenían motivos para odiar al inca Atahualpa. En la guerra civil que conmovió al Perú poco antes de la llegada de Pizarro tomaron partida por Huáscar. Atahualpa los venció, arrasó sus poblados, pasó a degüello a grandes y chicos. 

Cuando los buques españoles aparecieron frente a las costas peruanas, un supremo sacerdote de los cañaris tuvo un sueño de indudable inspiración divina. En el sueño, el poderoso inca aparecía vencido, humillado, finalmente ejecutado, y los cañaris heredaban su poder y su gloria. 

Este sueño selló la alianza entre la rencorosa tribu y los acerados españoles. Desde entonces se vio a los cañaris en la vanguardia de las fuerzas de conquista.

Después que Atahualpa fue sentado en el banco del garrote en la plaza de Cajamarca, y el padre Valverde le tendió el crucifijo y lo bautizó, y un soldado apretó el torniquete que le quebró el cuello, hubo llanto entre los peruanos y risa entre los cañaris. Sus dioses cumplían el pacto. 

En 1536 dos mil indios cañaris encabezaron el temerario asalto a la fortaleza de Sacsahuamán, que puso fin al sitio del Cuzco por la parte del inca Manco II.

La inquina no cesó siquiera entonces. Los cuzqueños se retiraron a su misteriosos nuevo imperio de Vilcabamba y durante treinta y cinco años guerrearon contra los españoles. En cada una de esas escaramuzas, los cañaris siguieron fieles al sueño del sacerdote y al designio divino.

En 1572 el nuevo imperio se derrumbó. El último inca, Tupac Amarú, entró encadenado en Cuzco. La suya fue la postrera gran ejecución de la conquista. Cuatrocientos indios cañaris lo escoltaron hasta la Plaza Mayor donde se le permitió ver el descuartizamiento de su esposa. 

Después que el inca fue debidamente confesado y abjuró de sus culpas, su cabeza fue puesta en el tajo. A último momento alzó los ojos para mirar a su ejecutor. Era un indio cañari. La espada brilló, la cabeza rodó, y allí terminó el odio. 

El sacerdote cañari, que había profetizado tan bien, murió convencido de las bondades del cielo que le deparó aquel sueño.

No se sabe bien qué motivos impidieron el cumplimiento de la segunda parte de la profecía: por qué los cañaris no heredaron, realmente, el poder y la gloria de los incas. Es prudente atribuirlo al azar, o más bien a la confusión. Cuando las guerras terminaron, a los conquistadores les resultó cada vez más difícil distinguir a un inca de un cañari. Eran tan parecidos todos esos indios… Los cañaris gozaron así de los beneficios de la mita, la encomienda y otras instituciones civilizadoras.

Dick Ibarra Grasso, en Lenguas indígenas americanas [Buenos Aires, Nova, 1958], se pregunta con cierta perplejidad qué idioma hablaban los cañaris. Los emparienta con los peruhas y los yuncas, de los que tampoco se sabe nada.

El último cañari murió en el siglo XVIII. Se refiere que antes de morir, tuvo un sueño, que le pareció de origen divino.

Pero no lo quiso contar. 



Rodolfo Walsh