Foto: Fátima Rodríguez

22 octubre, 2010

Trozos de trazos


"El mundo habrá acabado de joderse –dijo entonces– el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga."


Gabriel García Márquez
Fragmento: Cien años de soledad

16 octubre, 2010

Crónica


Welcome to Mexico City


Yo no hubiera querido que la vida

me regalara esta historia.

Héctor Abad Faciolince


Una de las principales características sociales de nuestra América Latina es la brecha enorme de desigualdad. Mientras el fenómeno perdure, la sociedad –y con ella el Estado– mantendrán una inestabilidad constante. El remedio es milenario, mas no sencillo de conseguir: Aristóteles advertía, cuatro siglos antes de nuestra era, que para que tener un Estado estable se requiere una clase media amplia.


Tarás Bulba de Nikolai Gogol era el libro por el que salí de casa el sábado 2 de octubre de 2010. Pensé en comprarlo el viernes por la tarde para avanzar en su lectura durante el fin de semana, pero una serie de retrasos en el día me obligaron a posponer la compra.

Tomé el autobús poco antes de las dos de la tarde, pagué y caminé por el pasillo. El único asiento que vi desocupado era uno pegado a la ventanilla, en la parte posterior. Tuve que despertar al pasajero en el asiento del pasillo para que me permitiera pasar (tardé más en acomodarme que él en volverse a dormir). El sol me daba directo a la cara, el aire que entraba estaba helado y el camino –el de rutina– aburrido. Abrí el morral y saqué el libro que desde hace dos semanas estoy a diez páginas de terminar: una antología de cuentos y poemas en prosa de Oscar Wilde que el Conaculta reeditó a finales del año pasado. Comencé a leer la Balada a Margarita: “Estoy cansado de quedarme en la selva mientras los caballeros se reúnen en la plaza del mercado”. Continué hasta descubrir, a la par que el protagonista del poema, que Margarita, la princesa amada, había muerto. El poema termina en un diálogo desolador:

–Entra, hijo mío; acuéstate y deja a los muertos enterrar a sus muertos.

–¡Oh, madre, ya sabéis cuán sinceramente la amaba! ¡Oh madre!, ¿una sola tumba es bastante ancha para dos?

El sol era verdaderamente molesto y el siguiente texto era Serenata: “El viento de occidente sopla con furia sobre el sombrío mar Egeo…”. Interrumpí la lectura. Las respiraciones demasiado profundas de una de las personas que acababa de subir me llamaron la atención. Sin cerrar el libro, lo miraba de reojo. Luego comprendí. Al final del pasillo un grito: “¡’ora sí , hijos de la chingada, valieron madre todos!” Quise voltear a ver pero me desconcertó el madrazo en la cara con el que despertaron a mi vecino de asiento. El sonido fue seco. El hombre a mi lado apenas intentaba saber lo que pasaba, cuando dos puñetazos más dieron en su boca. Otro grito, que no supe de dónde vino: “¡Saquen dinero y celulares!”

En un instante brevísimo quedé viendo hacia el piso. Miré mis lentes doblados entre mis tennis, la zona que va de mi párpado inferior al pómulo punzaba cada vez con más fuerza. Sin alzar la cara di dinero y celular (ambos venían en el mismo bolsillo). “¡Dame tu pinche chamarra!” oí que le gritaban a mi vecino sin dejar de golpearlo.

Detuvieron el autobús y se bajaron.

El traslado siguió.

“¿Estás bien, carnal?” le pregunté a mi vecino, mientras él escupía sangre (y yo descubría el “carnal” en mi forma de hablar). Era evidente que no lo estaba. De cualquier modo, asintió con la cabeza y a los pocos minutos pidió la parada.

Los siguientes momentos fueron una parvada de rumores, gritos, llantos, consuelos, recuentos de los robado, descripciones personales (sólo así supe que los asaltantes venían armados), hubieras, y suficientes para darme cuenta que mi párpado derecho se encontraba inflamado y dolía. El sol ya no importaba. Las miradas de mi perímetro inmediato daban hacia mí. “¿Estoy sangrando?” pregunté; una señora al otro lado del pasillo movió la cabeza negando. Menos mal. De entre los pasajeros, un vendedor de bon ice –de menos edad que yo– se acercó y me regaló uno: “póntelo en el ojo” me dijo.

Pedí un teléfono. El cobrador del camión me prestó el suyo (pude haber sospechado de él, pero no tenía ánimos). Le marqué a Daniel, un compañero de oficina, quedamos de vernos en un punto intermedio para ambos. Recogí mis cosas del piso, del libro abierto alcancé a leer una línea (“el cielo descolorido toma un tinte vagamente azul”) que consideré una alusión a mi rostro.

Descendí del camión, me dirigí al punto acordado. Aguardé lo suficiente como para que el bon ice se derritiera y un vendedor ambulante de tacos me donara otro trozo de hielo. “Ya te había visto, me hubieras dicho desde antes”, me reclamó.

En esta ciudad especialmente, el tráfico es el peor enemigo de la puntualidad. Por fin llegó Daniel. Subí al coche y me llevó a la Cruz Verde, cerca de las oficinas de la Delegación Venustiano Carranza. Como siempre, la sala de esperas de urgencias estaba repleta. Me registraron con una parsimonia burocrática y pidieron que pasara a la oficina del doctor Gunter (si mis padres tenían cierta afición por Gibrán Khalil, seguramente los suyos la tenían por Gunter Grass). Llegamos a la oficina, que era demasiado pequeña para todos los que estaban allí; Daniel se adelantó: “buscamos al doctor Gunter”, “dígame” dijo un tipo delgado con bata blanca y de una palidez de film de Tim Burton. De nuevo Daniel:

–Lo que pasa es que asaltaron a mi amigo

–¿Pero vienen por cuestiones médicas o legales? –interrumpió el médico algo extrañado.

–¿Perdón?

–Sí, ¿vienen a levantar una denuncia?

–No –dijo Daniel– golpearon a mi amigo, además lo asaltaron… ¿a quién vamos a denunciar?

–Yo denunciaría al presidente, que dice que su guerra contra el crimen funciona.

El comentario, quizá por la autoridad médica, me hizo recordar aquel post que una escritora regiomontana publicara en su blog, donde indicaba que por segundo día consecutivo (era febrero entonces) las palabras más buscadas en el twitter eran Calderón asesino “como protesta por tanta violencia que el presidente solapa”.

Gunter me revisó el golpe. “Parece que no es grave” dijo. Me tranquilicé un poco. “De todos modos hay que tomarte unas radiografías para asegurarnos”. Me indicó dónde quedaba la sala de rayos X. Antes de mí, en la fila, había un joven con el pie descalzo y un señor que no quitaba por nada sus manos del vientre.

“¿Fue jugando futbol?” le pregunté al primero, “no” me dijo, “me caí de una moto”. La espera nos llevó más de veinte minutos. “Ya se tardó” exclamó Daniel, “creo que el doctor está en su hora de comida” dijo el tipo con el pie descalzo, “yo ya llevo rato esperando”. Siguió la espera.

Sobre la lámpara la radiografía indicaba que todo estaba en su lugar (a estas alturas, el dolor había desaparecido). Me recetaron. “Siga aplicándose hielo sobre la parte inflamada y cuídese” dijo Gunter y continuó: “qué mal que la ciudad lo haya recibido de esta manera; justamente ayer me robaron la cartera”. Sin que alguien lo pidiera, Daniel agregó: “lleva aquí casi un año”, “ah, entonces ya se había tardado”, contestó el médico.

Hasta ahora, todas las personas que saben sobre la gama de tonalidades púrpuras en mi párpado, terminan en lugares comunes (tal vez en un afán de consuelo) como “ya lo pagarán” o “pero así les va a ir a ésos”, etc. Yo digo que no es cierto.

Gibrán Domínguez López



Rocola Bloggera - Sandra Nkaké




"Higher"...Vale la pena escucharla.

08 octubre, 2010

Viajar ilustra




Seguramente por allá de 1868 el estacionamiento de Palacio Nacional o el del castillo de Chapultepec así decía.

Foto: Morelia, Michoacán.
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Viajar Ilustra: Los carteles e imágenes que llaman la atención e iluminan ese exquisito y enriquecedor hábito de la vagancia