Foto: Fátima Rodríguez

10 julio, 2010

Bajo la lluvia


"Quien quiera saber las transformaciones de la lluvia en marcha por la tierra que venga a vivir sobre mi techo", escribió Saint-John Perse, en alusión a los signos y los presagios del agua. En estos días de agobio, sólo puedo pensar que el poeta se refería a las goteras.

Toda vivienda se ha vuelto vulnerable. La humedad encuentra su camino hacia los rincones más secretos. En los negros mantos de la impermeabilización brotan plantas y prolifera el musgo. Entrar en una casa significa hallar una cubeta o una lata de leche en polvo que recoge el goteo. Ya nadie dice "qué bonito es ver llover y no mojarse" porque eso trae mala suerte y se te pierde el paraguas.

Es posible que la criminalidad haya bajado en estos días, no por un aumento de vigilancia, sino porque a los ladrones no les gusta mojarse. Se trata de uno de los pocos saldos positivos de una temporada de inundaciones que ha causado destrozos en el norte del país y ha deprimido al resto. "Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón", fue así como Verlaine describió la melancolía.

Nuestras camisas huelen como si hubieran entrado al clóset en el siglo XIX y nuestro carácter se torna sombrío. Al ánimo le hace falta una bufanda.

La temporada de lluvias comenzó como siempre, después de la canícula de mayo, y los chubascos caen a las cinco de la tarde. El cielo no ha cambiado de horarios, sino de intensidad: ¿hace cuánto que no usamos la palabra "chipi-chipi"?

Los amigos que parecían pedantes por usar gabardina se han vuelto envidiables; las reuniones se adelantan o aplazan por el agua, y la moral comienza a transformarse. En una obra de Harold Pinter un personaje cuenta que logró aprovechar "lo que toda mujer se reserva para una tarde de lluvia". En Londres, ya lo sabemos, llueve mucho, y la gente está predispuesta a cambiar de actividades con el clima. Hasta ahora, los mexicanos hemos sido más predecibles o menos fluviales. Pero las cosas podrían cambiar.

Un amigo al que nombraré Jerónimo citó a una chica poco antes de que lloviera. Ella llegó sin paraguas, buen augurio. Con el diluvio, él inició el cortejo. La bella cautiva enfrentó la alternativa de salir a empaparse o ceder a la presión atmosférica. "¿Qué pasó?", pregunté. Jerónimo puso cara de personaje de Beckett y me explicó que las mexicanas aún no entienden que la lluvia es un pretexto para hacer lo que no ocurre en temporada de sequía.

La insistencia del agua ha pasado al inconsciente. Mi amigo Luis Matías soñó que estaba en el Titanic, lo cual quiere decir que naufragaba: el Titanic sólo se sueña para eso. En el desorden de ese plano onírico se encontraba a Chacho y descubría que nuestro amigo común estaba vendiendo salvavidas. "Siempre ha sido ventajoso", comentó Luis Matías, como si el sueño lo convirtiera en testigo de cargo. "Ha llovido demasiado", le dije.

Al día siguiente llamó Chacho: "Estoy harto del agua y de Luis Matías". Su enojo no tenía que ver con el sueño de los salvavidas, al menos no en forma directa. Chacho dejó su coche en el taller y le pidieron que llamara para saber cuándo se lo tendrían. Nadie le respondió porque a la primera gota de lluvia se va la luz en esa zona. Cuando finalmente contestaron, el responsable había salido. Desesperado, se presentó en el taller. El coche no estaba ahí. Se lo habían llevado para "probarlo". Mi amigo sospechó que lo usaban en su ausencia y aguardó dos horas a que lo regresaran. "Lo sacamos para escurrirlo", el mecánico agregó que los desagües del auto estaban tapados y el sistema eléctrico se había mojado; sólo un recorrido podía secarlo. Aunque Chacho no sabe nada de mecánica, la explicación le sonó falsa. Furioso, tomó su coche. Al llegar a su casa, descubrió un álbum de Panini en el asiento trasero. Había sido llenado de la primera a la última estampa. Chacho recordó que una tienda de artículos deportivos regalaba un Jabulani a cambio de un álbum lleno. El mecánico había usado su coche; lo menos que podía hacer era obtener un balón como impuesto por el abuso.

"¿Para qué quieres un Jabulani?", le pregunté. "Luis Matías quiere uno para su hijo, que está en Pumitas", contestó. "¿Se lo regalaste?". "¿Cómo crees? Se lo ofrecí a mitad de precio". Esto indignó a Luis Matías: "En el Titanic hubieras vendido salvavidas", dijo en forma oscura. Chacho confirmó que Luis Matías es un caso perdido.

Al rato, el mecánico le habló para preguntar si de casualidad no había encontrado un álbum. Chacho se sintió culpable: "Voy a ver", respondió. Fue a la tienda de artículos deportivos y logró lo inaudito: deshacer la transacción.

Regresó al taller. La rampa de acceso estaba llena de autos y se tuvo que estacionar a dos cuadras. Había olvidado el paraguas y corrió bajo la lluvia; se resbaló en un desnivel y el álbum cayó en un charco. Chacho vio los rostros escurridos de Messi y Cristiano Ronaldo. Le dio vergüenza devolver las estampas en esas condiciones. Odió el cielo, se odió a sí mismo y juró que sería mejor persona cuando dejara de llover.

Juan Villoro

01 julio, 2010

La oveja negra



En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Augusto Monterroso