Trozos de trazos
Nos
llevaron a una loma en donde habían puesto los tres cañones. En el llano, en
medio del cascajal, estaba el blanco. Era un círculo formado con piedras
encalichadas. Ontananza se quitó el bicornio, echó adentro tres papelitos
doblados y nos dio a escoger. Me tocó el primer disparo y la pieza número uno,
junto a la cual fui a pararme.
Frente a mí estaba el llano, a mi izquierda estaban
los colores del batallón de España, los señores del jurado y, un poco más
lejos, los curiosos —“lo mejorcito de Cañada”, me explicó después la
corregidora, había ido a ver los cañonazos, las señoras habían abierto
sombrillas—, a mi derecha, detrás del una mezquitera, había un caserío y una
iglesia.
Soplaba un airecito tibio, en el cielo pasó una nube
como un borrego perdido, un cabo y cuatro desarrapados llegaron a donde yo
estaba y se cuadraron.
—Venimos a cargar la pieza, mi teniente —dijo el
cabo.
—Muy bien, cárguela.
Habían empezado la maniobra cuando vi que se
acercaban un hombre de negro y una mujer con sombrilla. Eran Periñón y la
corregidora. Él se había quitado el sombrero de copa y lo llevaba en la mano,
le daba el otro brazo a Carmelita que caminaba con trabajos en el tepetate.
—Venimos a preguntarle cómo le ha ido —me dijo ella
sonriente.
—Muy mal —empecé a decir.
Los que estaban cargando el cañón me interrumpieron:
dejaron la baqueta, el taco y la pólvora para ir a besarle la mano a Periñón,
quien, un poco apenado conmigo, les dio la bendición y les dijo:
—Váyanse a terminar su trabajo, muchachos, que yo
vine a hablar con el teniente, que es amigo mío. —Cuando se alejaron explicó—.
Son buena gente, vienen del Paso de Cabras —y agregó en voz más baja—. Tenga
cuidado cómo le cargan la pieza porque nunca han visto un cañón.
Fue la segunda vez que vi a Periñón tratar con gente
pobre: los conocía, los comprendía y los dominaba. Hablamos del examen de
oposición, que yo daba por perdido.
—Además de que los otros son españoles —dije—, lo han
hecho mejor que yo.
Entonces Carmelita dijo:
—No pierda todavía esperanzas —y sonrío.
Cuando ellos se fueron me volví a donde estaba el
cañón y vi que el cabo estaba metiéndole puños de tierra por la boca.
—¿Qué estás haciendo —le pregunté.
—Poniendo el adobe, mi teniente.
Me explicó que el adobe “era la tierra que se le
ponía a la pieza para que amacizara el retaco y la bala saliera con mayor
fuerza”. Yo dije:
—En otra ocasión le preguntaré quién le enseñó a
poner adobe, por lo pronto, descargue esa pieza y vuelva a cargarla según le
vaya yo diciendo.
Así se hizo y cuando me di por satisfecho despedí la
tropa y ellos se fueron a cargar las otras piezas.
Me hinqué y apunté la mía, inclinándola un poco a la
izquierda para que el airecito que soplaba empujara la bala al mero centro del
blanco, después me levanté, preparé la cañuela y encendí el mechero.
Ontananza había montado a caballo y tenía la espada
desenvainada, el trompeta de órdenes estaba parado a su lado, las banderas
ondeaban, todo parecía expectante. Entonces vi algo que me asombró: Periñón y
Carmelita platicaban con Pablo Berreteaga quien daba la espalda a su cañón y no
se daba cuenta de que en ese instante el cabo estaba “poniéndole adobe”. La
trompeta tocó “listos la primera pieza” y Ontananza levantó la espada.
Cuando dejó caer el brazo metí la mecha en el plato,
se oyó el traquidazo, me quedé sordo, vi el fogonazo, se cimbró la tierra,
reculó la pieza y antes de que se disipara la humareda oí un ruidito que
resultó ser aplausos. Había un agujero en el blanco.
—Tiro en el blanco —gritó Ontananza.
Me tocó ver el tiro de Pepe Caramelo con mucha
claridad: la bala, en el aire, describió una curva abierta y fue a enterrarse
en una nopalera.
—Tiro fuera del blanco —gritó Ontananza.
El disparo de Pablo Berreteaga fue en cierto sentido
el más notable: se vio el fogonazo, se oyó el “trac”, se cimbró la tierra,
etc., pero ninguno de los que estábamos mirando alcanzó a ver la bala ni se
supo de momento en dónde había ido a parar. Nos quedamos mirando el llano.
Ontananza y el coronel Bermejillo levantaron catalejos pero nada vieron.
Ontananza hizo que dos de a caballo fueran a reconocer el terreno: anduvieron
un rato trotando por el cascajal hasta que se cansaron y regresaron moviendo la
cabeza. Ontananza gritó:
—Tiro fuera del campo visual.
Después se supo que fue la bala que más lejos llegó:
salió desviada hacia la derecha, pasó volando sobre la mezquitera, rebotó en
uno de los contrafuertes de la iglesia del Santo Niño, rompió una ventana,
desfondó el púlpito y fue a enterrarse en el piso, junto al cepo de la Vela
Perpetua. Cincuenta pesos tuvo que pagar Berreteaga para componer los daños.
Jorge
Ibargüengoitia
Fragmento:
Los pasos de López
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