Trozos de trazos
La visión de los
ojos del muerto lo acompañó todo el camino de regreso. En General Paz, lo
detuvo uno de los policías que controlaba la salida de provincia. Balestra
estacionó entre los conos naranjas que dividían la Avenida del Libertador,
molesto, sabiendo lo que debería soportar.
El agente caminó lentamente hasta la puerta del auto, lo saludó
haciendo la venia y le deseó las buenas tardes que se habían emputecido con el
cadáver de Hirsch, el llanto de su mujer y aquella detención que lo retenía y
le impedía llegar a su oficina y tomar toda la grapa que necesitaba.
—Documentos, por favor.
Balestra buscó su billetera, retiró su cédula y se la entregó al
policía. El tipo inspeccionó el documento, pero no parecía conforme.
—Esto no me sirve… usted es uruguayo…
—Como Gardel.
El policía cambió el gesto sobrador por una mirada seria y
amenazadora.
—Permítame el DNI argentino.
—No tengo porque no soy argentino.
—Nadie es perfecto.
Balestra comenzaba a irritarse.
—¿Está de paso en el país?
—Sí, desde hace veinticinco años.
—Espere un segundo.
El policía amagó con alejarse, quizá para forzar una coima o
porque en verdad deseaba averiguar los antecedentes de Balestra. Pero él no
quería perder más tiempo parado allí, en medio de la frontera que protegía a la
Capital del peligro que, al parecer, amenazaba desde la provincia de Buenos
Aires.
—Escuche, agente, soy ciudadano del Mercosur… usted sabe, libre
comercio, libre circulación de personas, hermanos latinoamericanos, el Che,
Zitarrosa…
—Sí, pero necesita cambiar esta cédula vieja por la nueva, la
del Mercosur.
—Le prometo que lo voy a hacer.
—¿Puedo ver qué tiene en el baúl?
—Tres kilos de cocaína, una granada y tres FAL.
—Bájese del auto.
Cuando el agente llevó una mano a su arma, Balestra decidió
terminar con aquella farsa. Retiró una tarjeta de su billetera y se la tendió
al policía, diciendo:
—Estoy un poco cansado para bajarme. ¿Por qué no llama a mi
padrino?
El otro leyó el nombre que aparecía en la tarjeta y,
sorprendido, hizo una venia obediente y exagerada que sin embargo no logró
solapar el odio que irradiaban sus ojos.
—Disculpe la demora. Puede circular.
Balestra volvió a guardar la tarjeta, la cédula y puso primera
alejándose a toda velocidad.
[…]
En la sala de espera de la 6ª había varios travestis con cuerpos
esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban con un viejo de
guita que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que cuchicheaban en voz
baja y miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al policía que hacía
de recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que esperara, pero él no
se sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los travestis estaban parados
delante de un cuadro de José de San Martín, contemplando al Libertador con ojos
de modista:
—Fijate: esos cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta
maquillada… todos esos próceres eran putos…
—San Martín no era puto —bramó una de las gordas, indignada.
—Usted cállese, señora, y en vez de gritarme cuide al ladrón de
su hijo…
—Mi hijo no hizo nada.
—Y yo no tengo pija, ¿no?
—Basta —dijo el recepcionista sin levantar la mirada de los
papeles que estaba ordenando.
—Hijo de puta. No te metas con mi hijo porque…
—¿Porque qué?
—Los travestis rodearon a las mujeres, que se incorporaron de
las sillas y comenzaron a cerrar los puños de manera amenazante. Otra de las
mujeres señaló al travesti que había hablado antes, y dijo:
—San Martín era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
—Gorda sucia… cerrá la boca porque te cago a trompadas acá
mismo…
—¿A quién?
—Si no se callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste,
Ramírez?
—Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al volverse lo vio de
pie junto a la mesa de entrada hablando con el recepcionista. Medía un metro
sesenta, pero tenía voz de gigante, áspera, autoritaria, y con una sola frase
logró callar a los travestis, a las mujeres y al propio Ramírez.
—Esto es una comisaría, no un programa de televisión —gritó
Domínguez.
—Gorda pedorra —murmuró el travesti.
—Puto trolo… —susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo una seña para que lo
siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus
lugares a un lado y otro de un escritorio de madera perfectamente ordenado.
—Vos sí que te divertís…
—No me hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que
cuando me jubile me vuelvo a Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja
cómo anda?
—Bien. Creo que bien.
—¿Hacé mucho que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer,
tu vieja… pero decime, ¿a qué se debe el honor de tu visita?
—Quería preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
—Una desgracia.
—¿Vos también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez soltó una carcajada.
—No, pero les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder.
Lo último que quiero es que se me llene la comisaría de cámaras… ya bastante
tengo con lo de ahí afuera.
—La quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por
algo.
—No, pero tampoco me parece normal que te intereses por muertos
que no te van a pagar un mango…
Alejandro Parisi
Fragmento: Con la sangre en el ojo.
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