Foto: Fátima Rodríguez

14 febrero, 2016

Trozos de trazos



Estaba la levísima embriaguez de andar juntos, esa alegría, como cuando se siente la garganta un poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban de antemano el aire que estaba delante, y tener esta sed era su propia agua. Caminaban por calles y calles, hablando y riendo, hablaban y se reían para dar materia y peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los autos y la gente, a veces se tocaban, y al tocarse –la sed es la gracia, pero las aguas son de una belleza oscura–, y al tocarse brillaba el brillo de sus aguas, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta que todo se transformó en no. Todo se transformó en no cuando quisieron esa misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras desacertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella, que sin embargo estaba allí. Él, que estaba allí sin embargo. Todo fue un error, y estaba la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado atención, sólo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de pronto exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque quisieron darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya cortó los hilos. Todo, todo por no estar más distraídos.


Clarice Lispector
“Por no estar distraídos”, en Para no olvidar.



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