Trozos de trazos
Estaba la levísima
embriaguez de andar juntos, esa alegría, como cuando se siente la garganta un
poco seca y se ve que por admiración se estaba con la boca abierta. Respiraban
de antemano el aire que estaba delante, y tener esta sed era su propia agua. Caminaban
por calles y calles, hablando y riendo, hablaban y se reían para dar materia y
peso a la levísima embriaguez que era la alegría de su sed. A causa de los
autos y la gente, a veces se tocaban, y al tocarse –la sed es la gracia, pero
las aguas son de una belleza oscura–, y al tocarse brillaba el brillo de sus
aguas, la boca un poco más seca de admiración. ¡Cómo admiraban estar juntos!
Hasta
que todo se transformó en no. Todo se transformó en no cuando quisieron esa
misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las
palabras desacertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había
visto, ella, que sin embargo estaba allí. Él, que estaba allí sin embargo. Todo
fue un error, y estaba la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban,
más querían con aspereza, sin una sonrisa. Todo sólo porque habían prestado
atención, sólo porque no estaban lo suficientemente distraídos. Sólo porque, de
pronto exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque
quisieron darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran. Aprendieron entonces
que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de
casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el
desierto de la espera ya cortó los hilos. Todo, todo por no estar más distraídos.
Clarice
Lispector
“Por
no estar distraídos”, en Para no olvidar.
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