Trozos de trazos
La tarde
del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había
dado sed a mi hija Severina y a mí.
—Anda, hija, ve a comprar unos refrescos.
Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el
patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y
lleno de polvo. Ser pobre señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy
pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima.
Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para
quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio
sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia
del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros
y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto
desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el
gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la
tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi
casa, ese siete de mayo. “¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué
van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no
están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza,
y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron
hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban
llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo
para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la
cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré,
señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque
motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me
estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando
la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban
ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé
que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz
en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que
Severina había ido a “El Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré
el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé
con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar.
—Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan
de sembrar la desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que
su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba.
—¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto
a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos
días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse.
—¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no
quiso beber alcohol en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Sólo su mano seguía
hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a
Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus
recetas. Camila sacó unos papeles arrugados.
—¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —-me preguntó
Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis adentros veía que las recetas del
doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor,
la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo
veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al
pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de
él se vale para hacerle el mal.
—¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias
manos se lo sacó en “El Capricho” y desde entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de
toda su familia.
—¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre
bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor,
que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar
el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera
endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí
presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho”.
Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por
Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una
sábana.
—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal
—dijo.
Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y
gritó: “¡Ayúdeme mamacita!”. Y echó por la boca un animal tan grande como mi
mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña
tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo,
porque antes de los tres meses habrán crecido las crías.
Apenas amaneció, me fui a las
cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con
un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos
en los bolsillos.
Fragmento:
“El anillo”
Elena
Garro
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