Trozos de trazos
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él
de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la
cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio
por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi
vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a
Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora
imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio,
colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una
alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca
uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros,
encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan
familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcan todo mi
mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico
con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia,
mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi
amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta
en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara
pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la
eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca
para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto
necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que
ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a
horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales,
de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato,
che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas
embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares
numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres
genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina,
quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo
defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar
con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal
a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su
consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia
cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para
obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad
individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las
publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el
escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre
país perdido.
Julio Cortázar
Fragmento: “Reunión” en Todos
los fuegos. El fuego.
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