Crónica
Caracas sin agua
Después de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana,
Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un pent-house de la
avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una
botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario
de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años
antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana
avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las
motonetas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los
últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no
se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la
Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las
avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del
año, extendían hacia el cielo sus ramazones peladas.
Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser
atendido por los dos comerciantes portugueses que hablaban con la clientela de
un mismo tema, el tema único de los últimos cuarenta días que esa mañana había
estallado en la radio y en los periódicos como una explosión dramática: el agua
se había agotado en Caracas. La noche anterior se habían anunciado las
drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros
cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa. A partir de esa mañana, como
consecuencia del verano más intenso que había padecido Caracas después de 79
años, había sido suspendido el suministro de agua. Las últimas reservas se
destinaban a los servicios estrictamente esenciales. El gobierno estaba tomando
desde hacía 24 horas disposiciones de extrema urgencia para evitar que la
población pereciera víctima de la sed. Para garantizar el orden público se
habían tomado medidas de emergencia que las brigadas cívicas constituidas por
estudiantes y profesionales se encargarían de hacer cumplir.
Las ediciones de los periódicos reducidas a cuatro páginas,
estaban destinadas a divulgar las instrucciones oficiales a la población civil
sobre la manera como debía proceder para superar la crisis y evitar el pánico.
A Burkart no se le había ocurrido una cosa: sus vecinos tuvieron
que preparar el café con agua mineral, le anunció que la venta de jugos de
frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las autoridades. Cada cliente
tenía derecho a una cuota límite de una lata de jugo de fruta y una gaseosa por
día, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió
por una botella de limonada para afeitarse. Sólo cuando fue a hacerlo descubrió
que la limonada corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró
definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos.
Primer anuncio de cataclismo: Una señora riega el jardín
Con su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus
experiencias de guerra, Samuel Burkart sabía calcular con la debida
anticipación el alcance de una noticia. Eso era lo que había hecho, tres meses
antes, exactamente el 26 de marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente
información: “En La Mariposa sólo queda agua para 16 días”.
La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de agua
a Caracas es de 9.500.000 metros cúbicos. En esa fecha a pesar de las
reiteradas recomendaciones del INOS para que se economizara el agua, las
reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un meteorólogo declaró a
la prensa, en una entrevista no oficial que no llovería antes de junio. Pocas
semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya
inquietante, a pesar de que la población no le dio la debida importancia:
130.000 metros cúbicos diarios.
Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una vecina
que se sentaba en su jardín desde las 8 de la mañana a regar la hierba. En
cierta ocasión le habló de la necesidad de economizar agua. Ella, embutida en
una bata de seda con flores rojas, se encogió de hombros. “Son mentiras de los
periódicos para meter miedo —replicó—. Mientras haya agua yo regaré mis
flores.” El alemán pensó que debía dar cuenta a la policía, como lo hubiera
hecho en su país, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los
venezolanos era completamente distinta de la suya. A él también le había
llamado la atención que las monedas en Venezuela son las únicas que no tienen
escrito su valor y pensaba que aquello podía obedecer a una lógica inaccesible
para un alemán. Se convenció de eso cuando advirtió que algunas fuentes
públicas, aunque no las más importantes, seguían funcionando cuando los
periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendían a razón de
150.000 metros cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se
estaban produciendo chaparrones artificiales en las cabeceras del Tuy —la
fuente vital de Caracas— y que eso había ocasionado un cierto optimismo en las
autoridades. Pero a fines de abril no había llovido. Los barrios pobres
quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una
hora por día. En su oficina, como no tenía nada que hacer, Samuel Burkart
utilizó su regla de cálculo para descubrir que si las cosas seguían como hasta
entonces habría agua hasta el 22 de mayo. Se equivocó, tal vez por un error en
los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el agua seguía
restringida, pero algunas amas de casa insistían en regar sus matas. Incluso en
un jardín, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta
durante la hora en que se suministraba el agua. En el mismo edificio donde él
vivía, una señora se vanagloriaba de no haber prescindido de su baño diario en
ningún momento. Todas las mañanas recogía agua en todos los recipientes
disponibles. Ahora, intempestivamente, a pesar de que había sido anunciada con
la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos.
Las reservas de La Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart que tenía el
complejo de la afeitada diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se
dirigió a la oficina, pensando que tal vez en ningún momento de la guerra, ni
aun cuando participó en la retirada del Africa Korp, en pleno desierto, se
había sentido de tal modo amenazado por la sed.
En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide
serenidad
Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su
oficina, situada a pocos pasos del Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió
a utilizar su automóvil por temor a que se recalentara. No todos los habitantes
de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de gasolina que encontró
había una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes,
discutiendo con el propietario. Habían llenado sus tanques de gasolina con la
esperanza que se les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no
había nada que hacer. Sencillamente no había agua para los automóviles. La
avenida Urdaneta estaba desconocida: no más de 10 vehículos a las 9 de la
mañana. En el centro de la calle, había unos automóviles recalentados, abandonados
por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus puertas.
Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de agua”. Esa
mañana se había anunciado que los autobuses prestarían un servicio regular en
las horas de mayor congestión. En los paraderos, las colas tenían varias
cuadras desde las 7 de la mañana. El resto de la avenida un aspecto normal, con
sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el mundo estaba en las
ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano, qué hacía
toda la gente en las ventanas, y él le respondió:
—Están viendo la falta de agua.
A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Sólo entonces
empezó la inquietud. Durante toda la mañana, camiones del INOS con capacidad
hasta para 20.000 litros repartieron agua en los barrios residenciales. Con el
acondicionamiento de los camiones cisternas de las companías petroleras, se
dispuso de 300 vehículos para transportar agua hasta la capital. Cada uno de
ellos, según cálculos oficiales, podía hacer hasta 7 viajes al día. Pero un
inconveniente imprevisto obstaculizó los proyectos: las vías de acceso se
congestionaron desde las 10 de la mañana. La población sedienta, especialmente
en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehículos cisternas y fue preciso
la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden. Los habitantes
de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no
podían llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de
las brigadas universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el
agua. A las 12.30 el Presidente de la Junta de Gobierno, a través de la Radio
Nacional, la única cuyos programas no habían sido limitados, pidió serenidad a
la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en intervenciones muy
breves, hablaron los dirigentes políticos, un representante del Frente
Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica. Burkart, que había
presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes,
tenía una experiencia: el pueblo de Caracas es notablemente disciplinado. Sobre
todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio, prensa, televisión y
volantes. No le cabía la menor duda de que ese pueblo sabría responder también
a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su
sed. Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su
oficina y en el descanso encontró una rata muerta. No le dio ninguna importancia.
Pero esa tarde cuando subió al balcón de su casa a tomar fresco después de
haber consumido un litro de agua que le suministró el camión cisterna que pasó
por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la Estrella. Los curiosos
asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas, salían animales
enloquecidos por la sed. Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de
alivio para sus gargantas resecas. Esa noche a las 10, se impuso el toque de
queda. En el silencio de la noche ardiente sólo se escuchaba el ruido de los
camiones del aseo, prestando un servicio extraordinario: primero en las cali y
luego en el interior de las casas, se recogían los cadáver de los animales
muertos de sed.
Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación
48 horas después de que la sequía llegó a su puntó culminante,
la ciudad quedó completamente paralizada. El gobierno de los Estados Unidos
envió, desde Panamá, un convoy de aviones cargados con tambores de agua. Las
Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañías comerciales, que prestan servicio en
el país, sustituyeron sus actividades normales por un servicio extraordinario
de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetía y La Carlota fueron cerrados
al tráfico internacional y destinados exclusivamente a esa operación de
emergencia. Pero cuando se logró organizar la distribución urbana, el 30% del
agua transportada se había evaporado a causa del calor intenso. En las Mercedes
y en Sabana Grande, la policía incautó, el 7 de junio en la noche, varios
camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el litro de agua hasta
a 20 bolívares. En San Agustín del Sur, el pueblo dio cuenta de otros dos
camiones piratas, y repartió su contenido, dentro de un orden ejemplar, entre
la población infantil. Gracias a la disciplina y el sentido de solidaridad del
pueblo, en la noche del 8 de junio no se había registrado ninguna víctima de la
sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante invadió las calles de la
ciudad. Al anochecer, el olor se había hecho insoportable. Samuel Burkart
descendió a la esquina con la botella vacía, a las 8 de la noche, e hizo una
ordenada cola de media hora para recibir su litro de agua de un camión sisterna
conducido por boy-scouts. Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habían
tomado las cosas un poco a la ligera, que habían procurado convertir la crisis
en una especie de carnaval, empezaban a alarmarse seriamente. En especial a
causa de los rumores. A partir de mediodía, al mismo tiempo que el mal olor,
una ola de rumores alarmistas se habían extendido por todo el sector. Se decía
que a causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de
Caracas, comenzaban a incendiarse. No habría nada que hacer cuando se
desencadenara el fuego. El cuerpo de bomberos no dispondría de medios para
combatirlo. Al día siguiente, según anuncio de la Radio Nacional, no
circularían periódicos. Como las emisoras de radio habían suspendido sus
emisiones y sólo podían escucharse tres boletines diarios de la Radio Nacional,
la ciudad estaba, en cierta manera, a merced de los rumores. Se transmitían por
teléfono y en la mayoría de los casos eran mensajes anónimos.
Burkart había oído decir esa tarde que familias enteras estaban
abandonando a Caracas. Como no habían medios de transporte el éxodo se
intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un rumor aseguraba que esa tarde,
en la vieja carretera de Los Teques, una muchedumbre empavorecida que trataba
de huir de Caracas había sucumbido a la insolación. Los cadáveres expuestos al
aire libre, se decía, eran el origen del mal olor. Burkart encontraba exagerada
equella explicación, pero advirtió que, por lo menos en su sector, había un
principio de pánico.
Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al camión
cisterna. Los curiosos se precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar los
rumores. Un estudiante subió a la capota y ofreció responder, por turnos, a
todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre muerta en la
carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que
ese fuera el origen de los malos olores. Los cadáveres no podían descomponerse
hasta ese grado en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques
estaban colaborando en una forma heroica y que dentro de pocas horas llegaría a
Caracas, procedente de todo el país, una cantidad de agua suficiente para
garantizar la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas noticias, con la
advertencia de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos
perezjimenistas.
En el silencio total, falta un minuto para la hora cero
Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las
6.45, con el propósito de escuchar el boletín de la Radio Nacional, a las 7.
Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún regaba las flores de su jardín.
Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella situación.
Burkart pensó que la irresponsabilidad de su vecina no tenía límites.
—La culpa es de la gente como usted, dijo, indignado. El INOS
pidió a tiempo que se economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora estamos
pagando las consecuencias.
El boletín de la Radio Nacional se limitó a repetir las
informaciones suministradas por los estudiantes. Burkart comprendió que la
situación estaba llegando a su punto crítico. A pesar de que las autoridades
trataban de evitar la desmoralización, era evidente que el estado de cosas no
era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un
aspecto importante: la economía. La ciudad estaba totalmente paralizada. El
abastecimiento había sido limitado y en las próximas horas faltarían los
alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponía de dinero
efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los
abastos de los barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las
existencias habían sido agotadas. Cuando Burkart cerró el radio comprendió que
Caracas estaba llegando a su hora cero.
En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a un
grado insoportable, Burkart abrió puertas y ventanas pero se sintió asfixiado
por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada vez más penetrante. Calculó
minuciosamente su litro de agua y reservó cinco centímetros cúbicos para
afeitarse el día siguiente. Para él, ese era el problema más importante: la
afeitada diaria. La sed producida por los alimentos secos empezaba a hacer
estragos en su organismo. Había prescindido, por recomendación de la Radio
Nacional de los alimentos salados. Pero estaba seguro de que el día siguiente
su organismo empezaría a dar síntomas de desfallecimiento. Se desnudó por
completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente,
sintiendo en los oídos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy
remota, la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda.
Burkart cerró los ojos y soñó que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco
negro, con una franja blanca pintada en la borda, con pintura luminosa. Cuando
el barco atracaba, oyó, lejana, la gritería de los muelles. Entonces despertó sobresaltado.
Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba
hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su
ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a
chorros.
Gabriel García Márquez
………….
Llevaba algunos años buscando esta crónica. La he encontrado y la tomé de: http://cronicasperiodisticas.wordpress.com
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