Trozos de Trazos: Macario
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan
las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran
alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice
eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien
quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la
alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana
saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son
verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los
ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con
ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se
coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer
sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que
me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer
las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que
saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera.
Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra
cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de
acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina
la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos
montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas
de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a
Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome
la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me
lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen
en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha
oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la
calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa.
Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su
rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego
hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté
el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo
esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras.
Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente
que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban
hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso
estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena
conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del
obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero
no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo
que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente
las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que
nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las
noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de
mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar
de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua...
Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche
de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo
tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes.
Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la
madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de
ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna
noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me
gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier
día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos
contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me
hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese
que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando
tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados.
Que iré al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda
la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me
perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No
porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y
tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días.
Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor.
Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la
cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del
corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y
uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello
suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando
viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia,
amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice
que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir
a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza.
Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo,
como cuando uno esta en la iglesia, esperando salir pronto a la cal le para ver
cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y
por encima de las condenaciones del señor cura...: “El camino de las cosas
buenas esta lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el
señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía esta a oscuras.
Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día.
En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a
uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que
remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la
cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos,
porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el
chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no
se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me
apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me
encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los
pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para
ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me
acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus
patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo
el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por
andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por
debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las
destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa
dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que
no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día
en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas
santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además a mí me gusta
mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto
hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de
los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan
caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su
recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se
mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor
del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a
llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le
echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole
saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi
remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude...
De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la
calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace
nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su
obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de
comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me
ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato
pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo
remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los
puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me
amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa,
aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir,
y entonces me iré con toda seguridad derechito al infiemo. Y de allí ya no me
sacara nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me
regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a
la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en
todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que
me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará
por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces
le pedirá a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que
mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación
eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver
entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré
platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de
la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por
debajo a las flores del obelisco...
Juan Rulfo
Comentarios