Antes de la guerra de Troya
Antes de
la Guerra de Troya los días se tocaban con la punta de los dedos y yo los
caminaba con facilidad. El cielo era tangible. Nada escapaba de mi mano y yo
formaba parte de este mundo. Eva y yo éramos una.
—Tengo
hambre —decía Eva.
Y las
dos comíamos el mismo puré, dormíamos a la misma hora y teníamos un sueño
idéntico. Por las noches oía bajar al viendo del Cañón de la Mano. Se abría
paso por las crestas de piedra de la sierra, soplaba caliente sobre las crestas
de las iguanas, bajaba al pueblo, asustaba a los coyotes, entraba en los
corrales, quemaba las flores rojas de las jacarandas y quebraba los papayos del
jardín.
—Anda en
los tejados.
La voz
de Eva era la mía. Lo oíamos mover las tejas. De las vigas caían los alacranes
y las cuijas cristalinas se rompían las patitas rosadas al golpearse sobre las
losas del suelo de mi cuarto. Protegida por el mosquitero, tocaba el corazón de
Eva que corría en el mío por los llanos, huyendo del vaho que soplaba del Cañón
de la Mano. El viento no nos quemaba.
—¿Tuvieron
miedo anoche?
—No. Nos
gusta el viento.
Después,
la casa estaba en desorden. Con las trenzas deshechas, Candelaria nos servía la
avena.
—¡Viento
perverso, hay que amarrarle los pelos a una roca para que nos deje silencios!
—Es la
cólera caliente de las locas —agregaba Rutilio.
—Por eso
digo que hay que clavarle las greñas a las rocas y ahí que aúlle.
Era
mucha la cólera de Candelaria. Nosotras nos movíamos intactas en su voz y en el
jardín, donde mirábamos las flores derribadas.
“Fue
antes de que Lili naciera…” decía a veces mi madre.
Esas
palabras era lo único que me sucedía antes de la Guerra de Troya. Cada vez que
“antes de Lili naciera” se pronunciaba, el viento, los heliotropos y las
palabras se apartaban de mí. Entraba en un mundo sin formas, en donde sólo
había vapores y en donde yo misma era un vapor informe. El gesto más mínimo de
Eva me devolvía el centro de las cosas, ordenaba la casa deshecha y las figuras
borradas de mis padres recuperaban su enigma impenetrable.
—Vamos a
ver qué hace la señora…
La
señora se llamaba Elisa y era mi madre.
Por las
tardes Elisa se escondía en su cuarto, se acercaba al tocador y cerraba las
puertas de su espejo. No volvía a abrirlas hasta la noche, a la hora en que se
ponía polvos en la cara. Echada en la cama, su trenza rubia le dividía la
espalda.
—¿Quién
anda ahí?
—Nadie.
—¿Cómo
que nadie?
—Es Leli
—Contestaba Eva.
Elisa
escondía algo y luego se incorporaba. A través del mosquitero su cara y su
cuerpo parecían una fotografía.
—¡Sálganse
de mi cuarto!
Volvíamos
al corredor, a caminarlo de arriba abajo, de abajo a arriba, de loseta en
loseta, sin pisar las rayas y repitiendo y repitiendo: fuente, fuente, o
cualquier otra palabra, hasta que a fuerza de repetirla se convirtiera en un
ruido que no significaba fuente. En ese momento cambiábamos de palabra,
asombradas, buscando otra palabra que no se deshiciera. Cuando Elisa nos echaba
de su cuarto, repetíamos su nombre sobre cada loseta y preguntábamos “¿por qué
se llama Elisa” y la razón secreta de los nombres nos dejaba atónitas. ¿Y
Antonio? Era muy misterios que su marido se llamara Antonio. Elisa-Antonio,
Antonio-Elisa, Elisa-Antonio, Antonio, Elisa y los dos nombres se volvían uno
solo y luego, nada. Perplejas nos sentábamos en medio de la tarde. El cielo naranja
corría sobre las copas de los árboles, las nubes bajaban al agua de la fuente y
a la pileta en donde Estefanía lavaba las sábanas y las camisas del señor.
Antonio tenía chispitas verdes y amarillas en los ojos. Si los mirábamos de
cerca, era como si estuviéramos adentro de una arboleda del jardín.
—¡Mira,
Antonio, estoy dentro de tus ojos!
—Sí, por
eso te dibujé a mi gusto —contestaba los domingos, cuando nos recortaba el
fleco.
Antonio
era mi padre y no nos mandaba a la peluquería porque “la nuca de las niñas debe
ser suave y el peluquero es capaz de afeitarlas con navaja”. Era una lástima no
ir a la peluquería. Adrián giraba entre sus frascos de colores, afilando
navajas y batiendo tijeras en el aire. Platicaba como si recortara las palabras
y un perfume violento lo seguía.
—¡Ajá!,
buenas ganas me tienen las rubitas, pero su papá no paga peluquero.
Sentadas
en la tarde redonda, recordábamos las visitas a Adrián y las visitas a
Mendiola, el que vendía “besos” envueltos en papelitos amarillos.
—¡Aquí
está ya la parejita de canarios!
Y
Mendiola nos ponía un “beso” en cada mano. Las dos éramos visitadoras. Cuando
íbamos al cine veíamos a los dos amigos desde lejos. No podíamos platicar con
ellos ni con don Amparo, el que vendía los cirios, porque estábamos en medio de
Elisa y Antonio que sólo saludaban con inclinaciones de cabeza. Les gustaba el
silencio y cuando hablábamos decían:
—¡Lean,
tengan virtud!
Asomados
a los dioses dibujados en los libros, hallábamos la virtud. Los dioses griegos
era los más guapos. Apolo era de oro y Afrodita de plata. En la India los
dioses tenían muchos brazos y manos.
—Deben
ser muy buenos ladrones.
“Que tu
mano derecha ignore lo que hace tu izquierda”. Nosotras robábamos la fruta con
la mano izquierda. ¿Y los dioses de la India? Ellos tenían mano izquierda, mano
derecha, mano arriba, mano abajo, mano simpática, mano antipática, y mano de en
medio. Imposible determinar cuál mano era la que ignoraba lo que hacían las
otras manos.
—¡Ah, si
fuéramos como ellos robaríamos todo: tornillos, dulces, banderitas, y al mismo
tiempo!
Los
demás dioses eran como nosotras. Hasta Nuestro Señor Jesucristo tenía sólo dos
manos clavadas en la cruz. Huitzilopochtli era un bultito oscuro, con manos y
sin brazos, pero él nos daba mucho miedo y preferíamos no mirarlo, inmóvil
sobre uno de los estantes de libros.
—¿Cómo
sería una cruz para clavar a Kali?
—Como un
molino.
—Te digo
una cruz, en un molino.
—¿Una
cruz?… Igual a una cruz.
—Habría
que clavarle una mano encima de la otra y de la otra con un clavo como una
espada.
—¿Y la
mano de en medio?
—Se la
dejamos suelta como un rabo, para espantarse las moscas.
—No se
puede. Hay que clavársela también.
—¿Del
lado izquierdo o del derecho?
—Vamos a
preguntárselo a Elisa
—¿Qué
quieren? —preguntó Elisa con su voz de fotografía.
—Nada.
—¡Pues
sálganse de mi cuarto! —y escondió algo otra vez.
Salimos
al corredor con la vergüenza de saber que Elisa ocultaba algo en su cama.
Recorrimos las losetas repitiendo su nombre y cuando sólo nos quedó el ruido
volvimos a su cuarto.
—¿Qué
quieren?
—Te
llama tu marido… está en el gallinero.
El
gallinero no era un lugar para Antonio y Elisa nos miró curiosa, Pero el
gallinero estaba en el fondo de los corrales y Elisa tomaría un buen rato en ir
y volver de su cama. Se fue. Su cama estaba caliente y de las almohadas se
levantaba un vapor de agua de Colonia. Buscamos lo que escondía.
—¡Mira!
Eva me
mostró una bolsita de “besos” y frutas cristalizadas. Sacamos dos “besos” y los
comimos.
—¡Mira!
Una hoja
seca marcaba las hojas del libro que Elisa guardaba debajo de su almohada.
—¡Vámonos!
Nos
fuimos de prisa, sin los dulces y con el libro. Buscamos un lugar seguro dónde
hojearlo. Todos los lugares eran peligrosos. Miramos a las copas de los árboles
y escogimos la más verde, la más lata. Sentada en una horqueta leímos: la
Iliada. Así empezó la desdichada Guerra de Troya.
“¡Canta
oh Musa la cólera del pélida Aquiles!”
La
cólera de Elisa duró muchas semanas. Nosotras ensordecidas por el fragor de las
batallas, apenas tuvimos tiempo de escucharla.
—¿En
dónde se esconden todo el día?
—¡Hum…!
Quién sabe…
Arriba,
entre las hojas, nos esperaban Néstor, Ulises, Aquiles, Agamenón, Héctor,
Andrómaco, Paris y Helena. Sin darnos cuenta, los días empezaron a separarse
los unos de los otros. Después, los días se separaron de las noches; luego el
viento se apartó del Cañón de la Mano, y sopló extranjero sobre los árboles, el
cielo se alejó del jardín y nos encontramos en un mundo dividido y peligroso.
“No
permitas que los perros devoren mi cadáver”, decía Héctor por tierra, alzando
el brazo para apoyar su súplica. Aquiles, de pie, con la lanza apoyada en la
garganta del caído, lo miraba desdeñoso.
—¡Pobre
Héctor!
—Yo
estoy con Aquiles —contestó Eva súbitamente desconocida.
Y me
miró. Antes, nunca me había mirado. Yo la miré, Estaba a horcajadas sobre la
rama del árbol, como otra persona que no fuera yo misma. Me sorprendieron sus
cabellos, su voz y sus ojos. Era otra. Sentí vértigo. El árbol se alejó de mí y
el suelo se fue muy abajo. También ella desconoció mi voz, mis cabellos y mis
ojos. Y también tuvo vértigo. Descendimos afianzándonos al tronco, con miedo de
que se desvaneciera.
—Yo
estoy con Héctor —repetí en el suelo y sintiendo que ya no pisaba tierra Miré
la casa y sus tejados torcidos me desconocieron. Me fui a la cocina segura de
encontrarla igual que antes, igual a mí misma, pero la puerta entablerada me
dejó pasar con hostilidad. Las criadas habían cambiado. Sus ojos brillaban
separados de sus cabellos. Picaban las cebollas con gestos que me parecieron
feroces. El ruido del cuchillo estaba separado del olor de la cebolla.
—Yo
estoy con Aquiles —repitió Eva abrazándose a las faldas Rosas de Estefanía.
—Yo
estoy con Héctor —dije con firmeza, abrazada a las faldas lilas de Candelaria.
Y con
Héctor empecé a conocer el mundo a solas. El mundo a solas, únicamente era
sensaciones. Me separé de mis pasos y los oí retumbar solitarios en el comedor.
Me dolía el pecho. El olor de la vainilla ya no era la vainilla, sino
vibraciones. El viento del Cañón de la Mano se apartó de la voz de Candelaria.
Yo no tocaba nada, estaba fuera del mundo. Busqué a mi padre y a mi madre
porque me aterró la idea de quedarme sola. La casa también estaba sola y
retumbaba como retumban las piedras que aventamos en un llano solitario. Mis
padres no lo sabían y las palabras fueron inútiles, porque también ellas se
habían vaciado de su contenido. Al atardecer, separada de la tarde, entré en la
cocina.
—Candelaria,
¿tú me quieres mucho?
—¡Quién
va a querer a una “güera” mala!
Candelaria
se puso a reír. Su risa sonó en otro instante. La noche bajó como una campana
negra. Más arriba de ella, estaba la Gloria y yo no la veía. Héctor y Aquiles
se paseaban en el reino de las Sombras y Eva y yo los seguíamos, pisando
agujero negros.
—Leli,
¿me quieres?
—Sí, te
quiero mucho.
Ahora
nos queríamos. Era muy raro querer a alguien, querer a todo el mundo: a Elisa,
a Antonio, a Candelaria, a Rutilio. Los queríamos porque no podíamos tocarlos.
Eva y yo
nos mirábamos las manos, los pies, los cabellos, tan encerrados en ellos
mismos, tan lejos de nosotros. Era increíble que mi mano fuera yo, se movía
como si fuera ella misma. Y también queríamos a nuestras manos como a otras
personas, tan extrañas como nosotras o tan irreales como los árboles, los
patios, la cocina. Perdíamos cuerpo y el mundo había perdido cuerpo. Por eso
nos amábamos con el amor desesperado de los fantasmas. Y no había solución.
Antes de la Guerra de Troya fuimos dos en una, no amábamos, sólo estábamos, sin
saber bien a bien, en dónde. Héctor y Aquiles no nos guardaron compañía. Sólo
nos dejaron solas, rondando, rondándonos, sin tocarnos, sin tocar nada nunca
más. También ellos giraban solos en el Reino de las Sombras, sin poder
acostumbrarse a su condición de almas en pena. Por las noches yo oía a Héctor
arrastrando sus armas. Eva escuchaba los pasos de Aquiles y el rumor metálico
de su escudo.
—Yo
estoy con Héctor —afirmaba en la mañana en medio de los muros evanescentes de
mi cuarto.
—Yo, con Aquiles —decía la voz de Eva muy lejos de su lengua.
Las dos voces estaban muy lejos de su cuerpo, sentados en la misma cama.
Elena Garro
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