El enigma de los dos Chávez
CIUDAD DE MÉXICO, 6 de marzo.- Carlos Andrés Pérez descendió
al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en
la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. “¿Qué
pasa?”, le preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan
confiables, que el presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la
residencia presidencial de La Casona. Empezaba a dormirse cuando el mismo
ministro de Defensa lo despertó por teléfono para informarle de un
levantamientio militar en Maracay. Había entrado apenas en Miraflores cuando
estallaron las primeras cargas de artillería.
Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías, con
su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto desde su
puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El Presidente
comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a
los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después el golpe
militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que también a él
le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven coronel criollo,
con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la
responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político.
Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael
Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que
el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a
la presidencia de la República menos de nueve años después.
El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en el
avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas,
hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como presidente
constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos conocido tres días
antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes Castro y Pastrana, y
lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía
la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro. Ambos
tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por culpa de ambos, así
que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A medida que
me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía
para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios.
Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?
El argumento duro en su contra durante la campaña había sido su
pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela ha
digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con razón
o sin ella como el padre de la democracia venezolana, que derribó a Isaías
Medina Angarita, un antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su país
de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo
Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once
años con todo el poder. Éste, a su vez, fue derribado por toda una generación
de jóvenes demócratas que inauguró el período más largo de presidentes
elegidos.
El golpe de febrero parece ser lo único que le ha salido mal al
coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el lado positivo
como un revés providencial. Es su manera de entender la buena suerte, o la
inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que sea el soplo
mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en Sabaneta, estado
Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo. Chávez, católico
convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más de cien años que
lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel Pedro Pérez
Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de maestros
primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo dulces y
frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela materna en
Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque tenía una
plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera que lo
recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura, pero sólo
llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo
reconocía por su repique. “Ese que toca es Hugo”, decían. Entre los libros de
su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer capítulo lo sedujo
de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario de opciones, y él las intentó casi
todas. Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Angel y David, se ganó
el primer premio a los doce años en una exposición regional. Como músico se hizo
indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del cuatro y su buena
voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La opción militar no
estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le
contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas era ingresar en la
academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del escapulario, porque
aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las
escuelas militares ascender hasta el más alto nivel académico.
Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo al leninismo.
Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo mayor, cuyas
proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto consciente con la política
real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por
qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los militares chilenos van a
darle un golpe? Poco después, el capitán de su compañía le asignó la tarea de
vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate
las vueltas que da la vida”, me dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora
su papá es mi canciller”. Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el
sable de manos del presidente que veinte años después trataría de tumbar:
Carlos Andrés Pérez.
“Además”, le dije, “usted estuvo a punto de matarlo”. “De
ninguna manera”, protestó Chávez. “La idea era instalar una asamblea
constituyente y volver a los cuarteles”. Desde el primer momento me había dado
cuenta de que era un narrador natural. Un producto íntegro de la cultura
popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del
manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite
recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo
Gallegos.
Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su bisabuelo no
era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un guerrero
legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo de Chávez,
que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó archivos
históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en pueblo
con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del bisabuelo por
los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó al altar de
sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que había sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse cuenta por
el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el morral encontró
motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica, una
grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa militar con gráficos y
dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad, como corresponde a un espía,
podían ser falsos. La discusión se prolongó por varias horas en una oficina
donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo. “Yo estaba ya casi
rendido, –me dijo Chávez–, pues mientras más le explicaba menos me entendía”.
Hasta que se le ocurrió la frase salvadora: “Mire mi capitán lo que es la vida:
hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde
el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?”. El capitán,
conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron
esa noche bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana
siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez
sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente
internacional.
“De esa época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en
Venezuela”, dice Chávez. Lo habían designado en Oriente como comandante de un
pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones para liquidar los últimos
reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le pidió refugio en el
campamento un coronel de inteligencia con una patrulla de soldados y unos
supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos.
Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el
cuarto contiguo unos gritos desgarradores. “Era que los soldados estaban
golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en trapos para que no les
quedaran marcas”, contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le
entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a
nadie en su comando. “Al día siguiente me amenazaron con un juicio militar por
desobediencia, –contó Chávez– pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación”.
Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó las
anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero militar
aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal heridos en
una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que tenía varios
balazos en el cuerpo. “No me deje morir, mi teniente...”, le dijo aterrorizado.
Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete murieron. Esa noche,
desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un
lado campesinos vestidos de militares torturaban a campesinos guerrilleros, y
por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a campesinos vestidos de
verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado, ya no tenía sentido
disparar un tiro contra nadie”. Y concluyó en el avión que nos llevaba a
Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto existencial”.
Al día siguiente despertó convencido de que su destino era
fundar un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente:
Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco
soldados y él, con su grado de subteniente. “¿Con qué finalidad?”, le pregunté.
Muy sencillo, dijo él: “con la finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un año
después, ya como oficial paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó
a conspirar en grande. Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en
su sentido figurado de convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982 cuando ocurrió
un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida. Era ya capitán
en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial de
inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, Ángel Manrique,
lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres entre
oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el patio de fútbol,
el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y el discurso?”, le preguntó el
comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. “Yo no tengo
discurso escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a improvisar. Fue un discurso
breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una cosecha personal sobre la
situación de presión e injusticia de América Latina transcurridos doscientos años
de su independencia. Los oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron
impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández,
simpatizantes de su movimiento. El comandante de la guarnición, muy disgustado,
lo recibió con un reproche para ser oído por todos:
“Chávez, usted parece un político”. “Entendido”, le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado
someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo: “Usted
está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de
los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en
los pantalones”.
Entonces el coronel Manrique puso firmes a la tropa, y dijo: “Quiero
que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di
la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo
escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa efectista, y concluyó con
una orden terminante: “¡Que eso no salga de aquí!”.
Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los capitanes
Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez kilómetros de
distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón Bolívar en el monte
Aventino. “Al final, claro, le hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando
hayamos roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”,
dijeron: “Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo
por voluntad de los poderosos”.
Desde entonces, todos los oficiales que se incorporaban al
movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última vez fue durante la
campaña electoral ante cien mil personas. Durante años hicieron congresos
clandestinos cada vez más numerosos, con representantes militares de todo el país.
“Durante dos días hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la
situación del país, haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos. “En
diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer cinco congresos sin ser
descubiertos”.
A estas alturas del diálogo, el Presidente rió con malicia, y
reveló con una sonrisa de malicia: “Bueno, siempre hemos dicho que los primeros
éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya
identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de
febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero
estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con
nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón
apartado, y dijo: “¡El coronel Badull!”.
De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de su
vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que
devastó a Caracas. Solía repetir: “Napoleón dijo que una batalla se decide en
un segundo de inspiración del estratega”. A partir de ese pensamiento, Chávez
desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro, el minuto estratégico.
Y por fin, el segundo táctico. “Estábamos inquietos porque no queríamos irnos
del Ejército”, decía Chávez. “Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos
claro para qué”. Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir
ocurrió y no estaban preparados. “Es decir –concluyó Chávez– que nos sorprendió
el minuto estratégico”.
Se refería, desde luego, a la asonada popular del 27 de febrero
de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez
acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era inconcebible
que en veinte días sucediera algo tan grave. “Yo iba a la universidad a un
posgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en busca de un amigo que
me echara un poco de gasolina para llegar a la casa”, me contó Chávez minutos
antes de aterrizar en Caracas. “Entonces veo que están sacando las tropas, y le
pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos esos soldados? Porque qué sacaban
los de Logística que no están entrenados para el combate, ni menos para el
combate en localidades. Eran reclutas asustados por el mismo fusil que
llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente?
. Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden que dieron fue esa:
hay que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les
dieron?. Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es que hay que parar
esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que
puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué
hacer. Que sea lo que Dios quiera.
Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por un ataque de
rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía corriendo con el
casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada. “Y entonces me paro
y lo llamo”, dijo Chávez. “Y él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito
de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo
él, es que me dejó el pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi
mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde
van? Y él me dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma
aire y casi grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: “Tú
sabes, a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y
quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían
los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre
ellos Felipe Acosta”. “Y el instinto me dice que lo mandaron a matar”, dice Chávez.
“Fue el minuto que esperábamos para actuar”. Dicho y hecho: desde aquel momento
empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.
El avión aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi por la
ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable donde viví tres años
cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida. El presidente se
despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita: “Nos vemos aquí el 2
de febrero”. Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y
amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y
conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida
le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que
podía pasar a la historia como un déspota más.
Gabriel García Márquez (1999)
Comentarios
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