Hasta entonces el imperio
otomano perduraba como la luz de una estrella muerta: Para mí, niño de la
colonia Roma, árabes y judíos eran “turcos”. Los “turcos” no me resultaban
extraños como Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento los dos idiomas;
o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o Peralta y
Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados, vivían en las
vecindades ruinosas de la colonia Doctores. La calzada de La Piedad, todavía no
llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria
entre Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del
Costal, el gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los
ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del
Costal se queda con todo. De día es un mendigo; de noche un millonario
elegantísimo gracias a la explotación de sus víctimas. El miedo de pasar en tranvía
por el puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes; abajo el río sucio
de La Piedad que a veces con las lluvias se desborda.
José Emilio Pacheco
Fragmento: Las batallas en el desierto
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