Foto: Fátima Rodríguez

11 diciembre, 2010


–¡Carajo, Liliana!

Se sentó en la poltrona, llevándose las manos a las sienes.

Liliana estaba tras la barra de la cocina, sentada en un banco, cruzada de piernas, con los shorts que a penas cubrían por encima del muslo, con la blusa ligera de tirantes, el lunar en su rodilla izquierda, agitando la sandalia que colgaba, sostenida de los dedos de su pie. Fumaba en silencio, sin expresión, mirando el reloj de la sala.

–Lo platicamos hasta el cansancio, ¿recuerdas? Para lastimarnos lo menos posible.

Liliana al fin regresó en sí.

–Te lo iba a decir.

–¡¿Decirme qué?! –elevó el tono, pero a la mitad de la frase la voz se le quebró– ¿que estás cogiendo con otro?

–No, que siento que lo nuestro no da más. Como lo habíamos platicado –dijo con una entonación suave, casi tierna. Parecía no tener el mínimo remordimiento.

–Pero no lo hiciste. Tuvo que ser de esta manera. Darme cuenta de que me estaban viendo la cara. ¿Desde cuándo, Liliana?

–Seis meses.

–Puta madre –comenzó a respirar hondo para de evitar el llanto. No porque no quisiera llorar, sino porque sabía que, de hacerlo, Liliana no se conmovería en lo absoluto. Tenía la necesidad de hacerla sentir mal, pero se veía en la derrota aún antes de intentar cualquier cosa.

Frotó sus ojos con los puños de su sudadera y hasta cuando pudo hablar continuó con las preguntas.

–¿Qué sugieres?

Liliana exhalaba el humo por la nariz, mientras untaba mermelada a la mitad de un bolillo.

–¿Yo?, nada. No estoy en posición para hacerlo. Fui yo quien falló, seré yo quien tenga que aceptar las consecuencias. A quien le corresponde decidir en este caso es a ti.

Detestaba que Liliana tuviera razón y que hablara con aquella parsimonia y cátedra. La podía perdonar sin dificultad, olvidar todo, proponerle que empezaran de nuevo. Imposible. Acababa de escucharla decir que lo suyo había muerto. De eso habían charlado tantas veces. No soportó más.

–Bien, mañana vendré por mis cosas –dijo y salió del departamento.

–Fernanda, espérate –Liliana quiso reaccionar. La puerta ya estaba cerrada.

Se puso de pie, acomodó su cabello tras la oreja y apagó el cigarrillo sobre el pan con mermelada.

Gibrán Domínguez


No hay comentarios.: