Foto: Fátima Rodríguez

28 marzo, 2009

Crónica

Brecht por Parchís


Hay hombres que luchan un día y son buenos….
pero hay quienes luchan toda la vida,
ésos son los imprescindibles.
Bertolt Brecht





Después de algunos intentos el Parchís no contestó.

A un costado del Teatro Juárez, un pequeño grupo de personas escuchaba, un tanto obligado, el discurso adelantado del alcalde acerca del día internacional de la mujer. Cuando terminó, una estudiantina (tuna, como hasta hace poco supe que se les dice) comenzó una callejoneada matutina y fuera de rutina.

Recorrimos los estantes de artesanías en el parque: morrales, collares y pulseras de piedras, semillas, hilos, hasta que la botarga de un condón de sonrisa insinuante nos detuvo. “Con-dón (sic) Parchís, el placer de aprender”, decía la tarjeta de presentación que recibí de manos del propietario del estante y su esposa. El fondo de la tarjeta era de un color negro que se difuminaba hasta terminar en la foto de un escote C, cuando menos. De inicio, no llegué a saber si se trataba de una clínica de sexología o solamente de una sex shop, aunque los aceites de sabores a la venta –que activan una extraña sensación de calor en la piel al mínimo contacto con el aliento–, las plumas con formas de genitales, los mismos condones y algunos pequeños, pero ingeniosos juguetes, pudieran alejar mi criterio de la objetividad e inclinarlo hacia la segunda opción.

Como es de suponerse, Parchís no se llama Parchís, sino Emanuel; pero al momento de presentarse nos comentó que la fama de su apodo superaba por mucho al de su nombre real. Quizá le sucedió algo similar que al Amigo, amigo de la secundaria que por ofrecer abiertamente su amistad el primer día de clases con la frase “quiero ser su amigo”, sin saberlo, se tatuaba el mote que todavía algunos recordamos más de seis años después. Resulta curioso –hasta intrigante– saber cómo fue que Emanuel cambió las fichas roja y azul por preservativos, también de colores, y los integrara a su modus vivendi.

Una vez que terminó el evento, el alcalde recorrió también la pequeña muestra de artesanías. Puedo suponer que el mismo impulso moral que lo llevó a intentar clasificar los besos en público y censurar aquellos que desbordaran los límites de la decencia (con o sin lengüita), fue el mismo que lo hizo evadir el estante de Parchís. Él, hábil, nos provocó: “¿por qué no lo piden una foto?” Nosotros –me acompañaban Humberto y Ale– lo hicimos. Pero astuto, el alcalde, colocó a su fotógrafo de espaldas al condón sonriente.

Luego de estrechar las manos con la autoridad y recibir su bienvenida al saber que éramos turistas, caí en cuenta que lo de Parchís es una lucha, una misión y una esperanza a la vez: echar a andar un negocio que tiene como principal combustible el erotismo y el cachondeo en una ciudad donde se quiso prohibir el primer asomo de éstos.

Por la noche, en el Botañero, un baresito del “Pelón” (amigo de Parchís), intentamos localizar a Emanuel y a su esposa por el celular. No quisimos insistir demasiado. Con un negocio así, es difícil seguir la filosofía mercantil de no consumir los productos propios.


Gibrán Domínguez

1 comentario:

Anónimo dijo...

gran narrativa gibo. pero mas grande la forma de desmenusar la libertad por la que se lucha

Umberto