Un fueguito silente


Uno.

Bajé del taxi segundos después de subir. En algún lugar del aeropuerto, había olvidado un portafolios improvisado con cartón, cinta y mecates, que envolvía varios números, publicados en la década de los sesenta, de la revista argentina Tía Vicenta. El envoltijo importaba porque en las páginas estaban algunas caricaturas que parecían firmadas –la impresión no era muy nítida– por un tal Gius. Gius fue el seudónimo de aquel primer Galeano ilustrador, y hacía poco que Román Cortázar –era 2018– lo había descubierto. Luego, quería saber –él que investigaba y yo que ya zozobraba en esa angustia– si el Gius de la Tía Vicenta era el mismo Gius de El Sol, la revista socialista uruguaya.

Román me pidió que recogiera el paquete un día antes en El juguete ilustrado, una librería maravillosa, a un par de calles del barrio de San Telmo. Por ese encargo casi pierdo el vuelo a México, y apenas en México, perdí las revistas. No fue por mucho. El empleado de un café decidió guardar el paquete. Varios meses y muchas consultas después, el peritaje había arrojado su resultado. Una certeza teníamos: no era Galeano.

 

Dos.

En 1969 apareció Subdesarrollo y revolución, el libro de Ruy Mauro Marini que abre diciendo que “la historia del subdesarrollo latinoamericano es la historia del desarrollo del sistema capitalista mundial”. Dos años después, Vânia Bambirra, en El capitalismo dependiente latinoamericano, dice que los países capitalistas desarrollados y los países periféricos “componen una misma unidad histórica que hizo posible el desarrollo de unos e inexorable el atraso de otros”. Porque el atraso en la periferia es condición y consecuencia del desarrollo en las grandes potencias capitalistas.

Ese mismo año, 1971, Eduardo Galeano publica Las venas abiertas de América Latina, un libro que anda más o menos los mismos caminos. En las primeras líneas del prólogo se lee: “La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder”. Y sigue: “Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta”.

A diferencia de Bambirra y Marini que, aunque en el exilio, hicieron sus libros dentro de los muros de centros de estudios, Galeano escribió y reescribió escuchando en los cafés, en los cursos del partido socialista, en el sindicato de un banco, y en la redacción de más de una revista. “Yo me formé en los cafés de Montevideo –dice Román que le dijo Eduardo–, porque fijate que yo una educación formal no tuve nunca”. Las venas abiertas no es un trabajo académico, no es propiamente un ensayo ni una crónica ni una disertación histórico-económica. Quizá por eso tampoco obtuvo el premio Casa de las Américas. Sin embargo, en poco más de cincuenta años, alrededor de dos millones de copias –sin contar las de la piratería– han ido a parar a varias manos del mundo: a las del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, por gesto de Hugo Chávez en una Cumbre de las Américas, como a las manos de aquel joven guerrillero del Frente Farabundo Martí, que fue abatido en el Salvador con un ejemplar del libro en la mochila.  

Esa indefinición define, pues, el trabajo de Eduardo Galeano. Lo define también la diversidad de ojos que lo leen. “Para 1971 –escribe Román– puede decirse que Galeano es dueño de su palabra y por eso Las venas abiertas de América Latina es una de las fechas más significativas de su estilo”. Un estilo que se nutrió de muchas voces. Y de infinitos silencios.

 

Tres.

La escritura no se entendería sin los dibujos que le precedieron. Como ocurrió en la prehistoria.

Eduardo tenía catorce años cuando comenzó a colaborar en la revista El Sol, haciendo caricatura política. No fue un pecado de juventud, desmiente Román aquello que era lo que Galeano solía decir, pues arrastró consigo las manías y obsesiones del oficio. Del dibujo pasó a la escritura y ensayó reseñas sobre exposiciones en galerías de Montevideo y reportajes de robos a bares en los que la policía saqueaba más que los ladrones. En esos primeros textos, que Román Cortázar desempolvó de los archivos (en un sentido nada figurado), se advierten algunos rasgos de lo que después sería la voz propia de Eduardo. Están ya en aquellas páginas esa mirada impetuosa, esa severidad de la palabra, ese humor jodedor.

En el paso de Gius a Galeano se encuentran ciertos vestigios que son insólitos por atiborrados. Se tratan de textos juveniles y militantes, toscos y difíciles de leer, en los que repite y repite yanki, imperialismo, hegemonía, bloque capitalista, y abundan las oraciones eternas, que se subordinan sin rubor. Es que esto no es coser y cantar, decía Gelman, aunque se cante, aunque se cosa. Sin embargo, de la formación doctrinaria surgen algunos de los temas que lo perseguirán y varias de las personas que irán formando, de distintos modos, el estilo que Eduardo, escribiendo, borrando y escribiendo, terminará por crear.

Hay un textito conmovedor, que hace en 1957 por la muerte de Diego Rivera. Allí, me parece, Eduardo se aproxima peligrosamente a Galeano.

 

Cuatro.

“Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío”. Aunque de Gelman, el verso describe la vocación de Galeano y Rodolfo Walsh, que Román Cortázar, pesquisando, pone a dialogar. Dice: “Walsh y Galeano se reconcilian con el mundo cuando lo revelan […] Por la ética entra su estética. Entonces sus estilos, poseídos por la misma idea, deliberadamente se inclinan por las cosas chiquitas”. Porque allí, en lo cotidiano, está lo real, lo maravilloso. (“A este oficio me obligan los dolores ajenos / […] / las promesas en medio del otoño o del fuego”). Una cosa hay para contar: la realidad. Pero no la que se mira por encima del hombro desde la ciudad amurallada del escritor de escritorio, sino la que se vive en el campo, en la fiesta, en la fábrica. No es una coincidencia, es una decisión.

      Y la decisión los obligó a por lo menos dos tareas: a no prestar atención a las falsas fronteras de los géneros literarios y a escribir de y para los vencidos, para “los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia”. No es poco. Mientras la llamada no ficción dejó al norteamericano Truman Capote con millones en las cuentas bancarias, a Rodolfo Walsh le valió que los milicos lo asesinaran y desaparecieran su cuerpo. Años antes, cuando da el golpe de estado en Uruguay, Juan María Bordaberry manda publicar un decreto por el que disuelve el congreso e instala el consejo militar. El decreto prohíbe asimismo que se le atribuyan al golpe “propósitos dictatoriales”. Tres días después, Carlos Quijano y los suyos –de quienes Galeano aprendió montones– sacan un número de emergencia del semanario Marcha, con un encabezado en letras grandes: NO ES DICTADURA.

     Desde luego, no puede ser todo denuncia. No hay quien aguante eso. “Tiene que haber otras cosas en la vida –escribe Román que le contó Galeano– que te ayuden a vivir y que te ayuden a saber que hay otras vidas posibles”. Como dijo Walsh: “Uno escribe […] para denunciar lo que duele y compartir lo que da alegría”. Eso sí, sin traicionar la esperanza de los otros.

 

Cinco.

Los números de la Tía Vicenta descansan en una caja de archivo. Sirvieron, como varias pilas de bibliografía y otras tantas horas de entrevistas, para saber por dónde sí y por dónde no había paseado ese fueguito silente que fue Eduardo Hughes antes de ser Galeano. Pero no solo eso, sirvieron para ir reconstruyendo los distintos contextos y momentos que lo asfixiaban o le dieron oxígeno. Porque Eduardo Galeano. Las orillas del silencio no es un llano relato cronológico, sino que es un atadito de yuyos, con citas, recortes, reescrituras, fotografías y viñetas, que completan y acompañan la narración principal y que hacen que, quien lea, tenga que ir y volver y aguzar la vista por las páginas del libro. Imperdibles, por ejemplo, la historia en que Onetti y Rulfo comparten asiento de autobús o el rescate de la primera ilustración que Gius publica en El Sol o la entrevista en la que Gelman explica la poética de Galeano o los horóscopos desvelados o la solicitud de fondos del diario Época que en 1964 decía “no tenemos vergüenza de ser pobres. Al contrario: somos pobres porque tenemos vergüenza”.

     El de Román Cortázar es un trabajo sólido, que se aleja a propósito de la lengua desapasionada de la academia y de sus ritos alrededor de la metodología (ésos que adoran las estructuras, desprecian el contenido y arruinan, siempre, siempre, la experiencia lectora).

A pesar de estar fundamentado en una amplia base documental, Las orillas del silencio no sería sin los andares del azar y de la buena fortuna. Como cualquier libro que busca hacerse con cuidado, es el resultado también de muchas fortuitas generosidades. Entre ellas, la de Francesca Gargallo y la de Helena Villagra, que ayudaron pacientemente a urdir los hilos y a ajustar sus nudos.

 

Cortázar Román, Eduardo Galeano. Las orillas del silencio, México, Siglo XXI editores, Udelar, UNAM, 2024. 240 p.


Gibrán Domínguez




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