Trozos de trazos: Rosario Castellanos

    Al anochecer (y en San José Chiuptik el anochecer se anticipa en la espesa neblina que cubre los valles) regresan los rebaños del campo y los hombres de sus faenas. Se encienden, aquí y allá, luminarias; y cuando no llueve chisporrotea el ocotero de la ermita, difundiendo en el frío de la atmósfera su rojizo resplandor. 
    Grupos de indios ateridos se acurrucan en torno a la fogata. Sus jacales no los defienden lo bastante de la intemperie y buscan este calor breve y huidizo, y la compañía y la conversación. Alguno saca de entre sus ropas una flauta de caña labrada torpemente. Música de pastor que entretiene sus soledades, balbuceo de una raza que ha perdido la memoria. Los demás escuchan a ratos. Lejos, la mujer que muele el maíz suspende su tarea, absorta en el ensueño que la libera un instante del cansancio y de la rutina embrutecedora. 
    Pero a las primeras ráfagas del aguacero la flauta enmudece, los grupos se dispersan, el fuego se extingue. Sólo la campana, abandonada al capricho del viento, sigue sonando sin sentido. 
Pasos precipitados en anchos corredores; manos que acuden a cerrar puertas, a asegurar ventanas. Unos minutos después la tormenta aúlla sin testigos alrededor de esta construcción maciza, de piedra, cal y hierro, que es la casa grande de la hacienda.
    Los caminantes que avanzan entre la oscuridad y los relámpagos se internan entre las chozas sin que delate su presencia ni la alarma de un perro ni la vigilancia de un guardián.
    —Tuvimos suerte de llegar donde hay consuelo de cristianos, patrón. Aquí podemos pasar la noche. 


Rosario Castellanos, Oficio de Tinieblas (fragmento)




Comentarios

Entradas populares