Estaba
recién casada. Vivían en una ciudad del Norte llena del zumbido de las
locomotoras. Se cruzaron varias líneas de ferrocarril en medio de unos llanos
polvosos, y en el cruce brotó una estación; cercano a la estación, un hotel; al
lado dos o tres comercios, y junto a ellos las posadas de los traficantes, los
paradores de los viajeros, las casas de juego. La ciudad era una estación
grande, un campamento de comercio, con mucha población de chinos y yanquis.
De
cuando en cuando bajan del tren uno viejos pálidos erguidos. Entran en los
garitos, echan un peso en la ruleta, ganan ciento, los guardan en el bolsillo
del pantalón, vuelven al tren que ya silba, impacientes por seguir el viaje
rumbo al Norte. Aquel peso que aventuraron, es el último peso que traían
consigo.
Por el
andén, un ciego canta al roncar de un descoyuntado acordeón:
Soy transitante de Torreón
a Lerdo,
mis sufrimientos son por
un amor.
Ella
solía enviarme fotografías del pueblo, de su casa, de su jardincillo, donde se
le veía muy enflaquecida, junto a un mocetón de buenos ojos que estaba en
mangas de camisa, el puro en la boca y el rastrillo en la mano.
Me
escribía cartas breves. Como no sabía escribir, sólo me decía las cosas
esenciales. Como el polvo de la región lagunera flota en el aire durante el
verano –me explicaba–, los crepúsculos lucen aquí unos colores, unos tornasoles
insospechados.
—Pero,
¿qué sal tiene este polvillo que se come los muebles? Mi juego de sala se ha
envejecido en unos meses.
Su
marido tenía instintos de obrero. Un día quiso hacer una mesa para la cocina:
tomó unas ramas y las clavó toscamente en una tabla. Era primavera. (Como los
hombres se nos mueren, este recuerdo me es amargo.) Los crepúsculos de Torreón
estaban como nunca gloriosos. El calor llenaba de ansias las cosas.
Una
mañana, encontraron que la mesa había echado brotes, en la cocina, y la
llevaron a florecer en paz al jardín.
Los
ojos de ella habían cobrado un misterio singular, y, vista de cerca, en su
epidermis había también unos como brotecitos pequeños.
“Floreal”
Alfonso
Reyes, 1915
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