Una historia vulgar
Era
muy jovencita, tendría trece años, en la época en que vivía con su papá, una
hermana y su abuela, en una vecindad, por el barrio universitario. Un día
conoció a un estudiante y se hizo su novia. Se besaban, al anochecer, en los
quicios oscuros o en el Jardín de San Sebastián; a veces iban al Goya. Durante
las posadas él la invitó a su casa; a media fiesta la llevó a una recámara y
sin saber cómo, la violo. El estudiante tenía varias hermanas que se dieron
cuenta de todo y prometieron ayudarla. Cuando Isabel llegó a su casa estaba
aterrorizada y ocultó lo ocurrido. Esa noche lloró mucho y silenciosamente. El
novio siguió buscándola y siempre la llevaba a su casa; cada vez que esto
sucedía, las hermanas le aseguraban que se iban a casar pronto y que no se preocupara.
Un día descubrió que estaba embarazada; fue con Raquel, su futura cuñada, y
esta le dio dinero y una carta para una tía suya que estaba en Monterrey y que
era muy buena. Le ordenó, además, que no regresara a su casa porque le darían
una paliza tremenda. Isabel lo creyó todo y se dejó llevar, una buena tarde a
la estación. Tomó el tren del Norte mientras Raquel le hablaba de las bondades
de su tía, que le tendría en su casa hasta que su hermano se pudiera casar con
ella, a fin de año.
Con
su carta y diez pesos en la bolsa, llegó a Monterrey. Buscó a la tía y la
encontró: era una francesa pintarrajeada que tenía muchas hijas, como su novio
hermanas. Madame la aceptó de buen grado; la arregló, la vistió y le enseñó
muchas cosas, entre otras a ganarse el dinero de un modo muy difícil, aunque no
lo parece al principio. Llegó a ser la pupila de más clientela, pero casi no
veía dinero. Los señores le pagaban a Madame que se quedaba con las dos
terceras partes, “para el gasto de la casa”; de la tercera parte sobrante
todavía guardaba una mitad, “para hacerle una alcancía”, y la otra se la daba a
Isabel. Estuvo once meses con ella y conoció a mucha gente de Monterrey –de la
que todavía se acuerda. ¡Muchos incorruptibles señores, inflexibles, rígidos y
solemnes, celosos defensores del honor! Tenía suerte, sobre todo con los
militares de la Plaza; eran dadivosos y espléndidos, aunque brutales. Abortó
tres veces y enfermó de sífilis. A la casa llegaban muchachas de todo el país;
al poco tiempo de estar ahí llegó otra, de México, como ella tenía una historia
tan idéntica a la suya que habían coincidido en todo, hasta en el novio. Se dio
cuenta que su amor, su Víctor, era un tratante de blancas.
De Monterrey a…
Se
estuvo curando con el dinero de la alcancía y, de paso, admiró la previsión y
la inteligencia de Madame. Pues, ¿qué hubiera hecho para curarse si su
protectora no ahorra en la alcancía? Cómo se había desmejorado mucho y estaba
muy echada a perder. Madame le aconsejó un cambio de clima y la mandó a Querétaro,
a una casa amiga. Advirtió que había bajado de categoría, pues casa y clientela
eran más pobres. El sistema de salario era el mismo, así que no le alcanzaba
para nada y tuvo que suspender el tratamiento médico. Recurrió entonces a
trucos y remedios caseros, pero empeoró y no pudo estar con la señora más que
cinco meses, al cabo de los cuales la enviaron a Morelia. Allí se las vio
negras. La casa estaba en el barrio peor y no caían más que hombres humildes,
tan escandalosos y caprichosos como los otros, pero sin dinero. Pobre y enferma
la mandaron a México, ahora sin recomendación. Regresaba con cierta experiencia
de la vida, a los veinte meses. ¿Quién duda que los viajes ilustran? Empezó a
“ruletear”, pero en sus condiciones, sola, pobre y enferma, era difícil ganarse
la vida. Una madrugada la “levantó” la policía y llegó con sus huesos al
“Morelos”. Estaba flaca y muerta de hambre. Tenía quince años.
Un señor respetable
Del
hospital pasó a Coyoacán. Estaba tan flaca que le pusieron un apodo. Las
autoridades de Previsión Social buscaron a su familia: todos habían muerto,
menos su hermana. Pasó tres años recluida, observó buena conducta y volvió a la
libertad. “y regenerada y útil a la sociedad”, como dicen en los discursos. Fue
a vivir con su hermana, ya casada. El cuñado le buscó un empleo y, al fin,
encontró trabajo en la Secretaría de Guerra. Vivía a espaldas del Mercado de
Flores de la Avenida Hidalgo y estaba tan harta del sexo que, durante algún
tiempo no tuvo aventuras. A poco empezó a notar que todas las tardes, al volver
de su oficina, un coche muy bueno, manejado por un señor de edad, bastante
guapo, la seguía. Un día un chiquillo vecino le llevó un recado y dinero, de
parte del señor del coche. La escena se repitió varias veces. Al fin el señor se
hizo amigo suyo. La llevó al cine Alameda, le compró ropa muy buena y le dio
dinero. Empezó a faltar al trabajo. El señor le prometió casamiento y le dio
pases para muchos cines. Al cabo de tres meses estaba embarazada; se aterrorizó
otra vez y se lo comunicó a su amante. Desde esa tarde no lo volvió a ver más.
Al poco tiempo la hermana la “notó rara” y el cuñado se enteró que hacía mucho
que no iba a trabajar. Le dieron tal paliza que prefirió, nuevamente, huir, sin
avisar. Se instaló en casa de una compañera de Coyoacán, también liberada,
regenerada y muerta de hambre, como ella. Como no quería seguir la “vida”,
esperanzada en que su amigo la buscaría, lo pasaba muy mal. Todos los días, a
la hora fijada, iba a la esquina del “Alameda”, lugar en dónde se citaban. Fue
vendiendo todo lo que él le había regalado y cuando materialmente se moría de
hambre, viendo que él no la buscaba, se decidió a hacerlo ella misma. Se
dirigió a uno de los negocios de que era propietario y obtuvo la dirección de
su casa. Un domingo temprano se arregló y se fue a pie hasta la Colonia del
Valle. Llegó frente a una casa amplia, con un jardín en el que jugaban unos
niños que le dijeron: “Mi papacito está en el foot-ball”. Y uno de los niños
corrió a avisarle a su mamá; salió una señora de treinta años, que le preguntó,
distraída: “¿Qué desea?” Se sintió tan triste y tan humillada que sólo pudo
decir que venía por una carta de recomendación, que el señor B… le había
prometido. Regresó a su casa, andando, no sabría decir si más desesperada que
cansada, o a la inversa. Salió al obscurecer y… pudo cenar. Así pasaron unos
días, al cabo de los cuales su cuñado le echó el guante, la llevó a su casa y
le dio una paliza tan espantosa que se puso gravísima. La hermana la condujo
nuevamente a Coyoacán. Una vez en el Reformatorio abortó a causa de la serie de
patadas que le habían dado sus familiares. Cuando yo llegué tenía escasamente
mes y medio de haber ingresado por segunda vez y todavía estaba convaleciente.
Iba a cumplir 19 años…
Hasta
aquí la vulgar historia de la hermosa Isabel. Era una reincidente, según se
habrá podido ver. Una reincidente, como acostumbraban decir, después de comer,
de sobremesa, los respetables y rígidos señores moralistas.
Elena Garro
Fragmento:
“Mujeres perdidas. Reformatorio de señoritas”.
El
artículo completo en: http://metropolifixion.com/2017/04/04/mujeres-perdidas-reformatorio-de-senoritas/
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