Trozos de trazos
A la tía Mariana le
costaba mucho trabajo entender lo que le había hecho la vida. Decía la vida para darle algún nombre al montón
de casualidades que la habían colocado poco a poco, aunque la suma se
presentara como una tragedia fulminante, en las condiciones de postración con
las cuales tenía que lidiar cada mañana.
Para todo el mundo, incluida su madre, casi todas sus amigas, y
todas las amigas de su madre —ya no digamos su suegra, sus cuñadas, los
miembros del Club rotario, Monseñor Figueroa y hasta el Presidente municipal—,
ella era una mujer con suerte. Se había casado con un hombre de bien, empeñado
en el bien común, depositario del noventa por ciento de los planes
modernizadores y las actividades de solidaridad social con los que contaba la
sociedad poblana de los años cuarenta. Era la célebre esposa de un hombre célebre,
la sonriente compañera de un prócer, la más querida y respetada de todas las
mueres que iban a misa los domingos. De remate, su marido era guapo como
Maximiliano de Habsburgo, elegante como el príncipe Felipe, generoso como San
Francisco y prudente como el provincial de los jesuitas. Por si fuera poco, era
rico, como los hacendados de antes y buen inversionista, como los libaneses de
ahora.
Estaba la situación de la tía Mariana como para vivir agradecida
y feliz todos los días de su vida. Y nunca hubiera sido de otro modo si, como sólo
ella sabía, no se le hubiera cruzado la inmensa penda de avizorar la dicha. Sólo
a ella le podría haber ocurrido semejante idiotez. Tan en paz que se había
propuesto vivir, ¿por qué tuvo que dejarse cruzar por la guerra? Nunca acabaría
de arrepentirse, como si uno pudiera arrepentirse de lo que no elige. Porque la
verdad es que a ella el torbellino se le metió hasta el fondo como entran por
toda la casa los olores que salen de la cocina, como la imprevisible punzada
con que aparece y se queda un dolor de muela. Y se enamoró, se enamoró, se
enamoró.
De la noche a la mañana perdió la suave tranquilidad con que
despertaba para vestir a los niños y dejarse desvestir por su marido. Perdió la
lenta lujuria con que bebía su jugo de naranja y el deleite que le provocaba
sentarse a planear el menú de la comida durante media hora de cada día. Perdió
la paciencia con que escuchaba a su impertinente cuñada, las ganas de hacer
pasteles toda una tarde, la habilidad para fundirse sonriente en la tediosa
parejura de las cenas familiares. Perdió la paz que había mecido sus barrigas
de embarazada y el sueño caliente y generoso que le tomaba el cuerpo por las
noches. Perdió la voz discreta y los silencios de éxtasis con que rodeaba las
opiniones y los planes de su marido.
En cambio, adquirió una terrible habilidad para olvidarlo todo,
desde las llaves hasta los nombres. Se volvió distraída como una alumna sorda y
anuente como los mal aconsejados por la indiferencia. Nada más tenía una pasión.
¡Ella, que se dijo hecha para las causas menores, que apostó a no tener que
solucionar más deseos que los ajenos, que gozaba sin ruido con las plantas y la
pecera, los calcetines sin doblar y los cajones ordenados!
Vivía de pronto en el caos que se deriva de la excitación
permanente, en el palabrerío que esconde un miedo enorme, saltando del júbilo a
la desdicha con la obsesión enfebrecida de quienes están poseídos por una sola
causa. Se preguntaba todo el tiempo cómo había podido pasarle aquello. No podía
creer que el recién conocido cuerpo de un hombre que nunca previó, la tuviera
en ese estado de confusión.
—Lo odio —decía y tras decirlo se entregaba al cuidado febril de
sus uñas y su pelo, a los ejercicios ara hacer cintura y a quitarse los vellos
de las piernas, uno por uno, con unas pinzas para depilar cejas.
Se compró la ropa interior más tersa que haya dado seda alguna y
sorprendió a su marido con una colección de pantaletas brillantes, ¡ella que se
había pasado la vida hablando de las virtudes del algodón!
—Quién me lo iba a decir —murmuraba, caminando por el jardín, o
mientras intentaba regar las plantas del corredor. Por primera vez en su vida,
se había acabado el dineral que su marido le ponía cada mes en la caja fuerte
de su ropero. Se había comprado tres vestidos en una misma semana, cuando ella estrenaba
uno al mes para no molestar con ostentaciones. Y había ido al joyero por la
cadena larga de oro torcido, cuyo precio le parecía un escándalo.
—Estoy loca —se decía, usando el calificativo que usó siempre
para descalificar a quienes no estaban de acuerdo con ella. Y es que ella no
estaba de acuerdo con ella. ¿A quién se le ocurría enamorarse? ¡Qué insensatez!
Sin embargo se dejaba ir por el precipicio insensato de necesitar a alguien.
Porque tenía una insobornable necesidad de aquel señor que, al contrario de su marido,
hablaba muy poco, no explicaba su silencio y tenía unas manos insustituibles. Sólo
por ellas valía la pena arriesgarse todos los días a estar muerta. Porque
muerta iba a estar si se sabía su desvarío. Aunque su marido fuera bueno con
ella como lo era con todo el mundo, nada la salvaría de enfrentarse al
linchamiento colectivo. Viva la quemarían en el atrio de la catedral o en el zócalo,
todos los adoradores de su adorable marido.
Cuando llegaba a esta conclusión,
detenía los ojos en el infinito y poco a poco iba sintiendo cómo la culpa se le
salía del cuerpo y le dejaba el sitio a un miedo enorme. A veces pasaba horas
presa de la quemazón que la destruiría, oyendo hasta las voces de sus amigas
llamarla "puta" y "mal agradecida". Luego, como si hubiera
tenido una premonición celestial, abría una sonrisa por en medio de su cara
llena de lágrimas y se llenaba los brazos de pulseras y el cuello de perfumes,
antes de ir a esconderse en la dicha que no se le gastaba todavía.
Era un hombre suave y silencioso el
amante de la tía Mariana. La iba queriendo sin prisa y sin órdenes, como si
fueran iguales. Luego pedía:
—Cuéntame algo.
Entonces la tía Mariana le contaba
las gripas de los niños, los menús, sus olvidos y, con toda precisión, cada una
de las cosas que le habían pasado desde su último encuentro. Lo hacía reír
hasta que todo su cuerpo recuperaba el jolgorio de los veinte años.
—Con razón sueño que me queman a media
calle. Me lo he de merecer —murmuraba para sí la tía Mariana, sacudiéndose la
paja de un establo en Chipilo. El refrigerador de su casa estaba siempre
surtido con los quesos que ella iba a buscar a aquel pueblo, lleno de moscas y
campesinos güeros que descendían de los primeros italianos sembradores de algo
en México. A veces pensaba que su abuelo hubiera aprobado su proclividad por un
hombre que, como él, podría haber nacido en las montañas del Piamonte. Hacía el
regreso, todavía con luz, en su auto rojo despojado de chofer.
Una tarde, al volver, la rebasó el
Mercedes Benz de su marido. Era el único Mercedes que había en Puebla y ella
estuvo segura de haber visto dos cabezas cuando lo miró pasar. Pero cuando quedó
colocado delante de su coche, lo único que vio fue la honrada cabeza de su
marido volviendo a solas del rancho en Matamoros.
—De qué color tendré la conciencia —dijo
para sí la tía Mariana y siguió el coche de su marido por la carretera.
Viajaron un coche adelante y otro
atrás todo el camino, hasta llegar a la entrada de la ciudad, en donde uno dio
vuelta a la derecha y la otra a la izquierda, sacando la mano por la ventanilla
para decirse adiós en el mutuo acuerdo de que a las siete de la tarde todavía
cada quien tenía deberes por separado.
La tía Mariana pensó que sus hijos
estarían apunto de pedir la merienda y que ella nunca los dejaba solos a esas
horas. Sin embargo, la culpa le había caído de golpe pensando en su marido
trabajador, capaz de pasar el día solo entre los sembradíos de melón y jitomate
que visitaba los jueves hasta Matamoros, para después volver a la tienda y al
club Rotario, sin permitirse la más mínima tregua. Decidió dar la vuelta y
alcanzarlo en ese momento, para contarle la maldad que le tenía tomado el corazón.
Eso hizo. En dos minutos dio con el tranquilo paso del Mercedes dentro del cual
reinaba la cabeza elegante de su marido. Le temblaban las manos y tenía la
punta de una lágrima en cada ojo, acercó su coche al de su esposo sintiendo que
ponía el último esfuerzo de su vida en la mano que agitaba llamándolo. Su gesto
entero imploraba perdón antes de haber abierto la boca. Entonces vio la
hermosa cabeza de una mujer recostada sobre el asiento muy cerca de las piernas
de su marido. Y por primera vez en mucho tiempo sintió alivio, cambió la pena
por sorpresa y después la sorpresa por paz.
Durante años, la ciudad habló de la
dulzura con que la tía Mariana había sobrellevado el romance de su marido con
Amelia Berumen. Lo que nadie pudo entender nunca fue cómo ni siquiera durante
esos meses de pena ella interrumpió su absurda costumbre de ir hasta Chipilo a
comprar los quesos de la semana.
Ángeles Mastretta
Fragmento: Mujeres de ojos grandes
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