Trozos de trazos
—Pobre
muchacho, tan bueno como es… —dijo la señora sentada en el borde de una silla.
—¡Desvístete!
No conviene que nos encuentre así… Sospecharía algo extraño —ordenó el señor.
En
ropas de dormir esperaron en las tinieblas de su cuarto apenas rotas por la luz
de las veladoras. El camisón blanco de la señora se llenó de colores. Las luces
cambiaban del naranja al verde para entrar al azul, después al rojo y volver
con violencia al amarillo. Los reflejos alargaban el tiempo. En los rincones se
instalaron formas extravagantes y el olor de las cucarachas gigantes llegó a
través de las rendijas de las puertas. Una humedad viscosa se untó a las
paredes y a las sábanas. Afuera se oían caer las hojas podridas de los árboles.
El ir y venir de los insectos produjo un ruido sofocante. La noche de los
trópicos devorada por miles de alimañas se agujereaba por todos los costados y
los esposos oían mudos la invasión de agujeros.
—Tengo
miedo… Pobre muchacho, tan bueno como es.
—¿Por
qué no dices tan bueno como era? —respondió su marido con violencia.
—Sí…
Tan bueno como era.
A
eso de las once de la noche una absurda tranquilidad sucedió al desasosiego de
una hora antes. Quizá todo era el resultado del miedo que el general les inspiraba,
quizá no era tan temible como lo imaginaban y todo saldría a pedir de boca. Los
relojes marcaron los minutos con orden y la noche empezó a correr con su
velocidad acostumbrada. Los ruidos que agujereaban las sombras cesaron y la
intensidad de los olores se disolvió en perfumes suaves. Los esposos se
tendieron en la cama y escucharon las doce campanadas.
—¡Dios
nos oyó! —dijeron.
Felipe
Hurtado, a oscuras y a solas con sus pensamientos, esperaba. Doña Matilde trató
de imaginarlo solo frente a la noche.
—Es
muy hombrecito. No aceptó dejarla sola. Prefirió correr sus misma suerte —dijo
don Joaquín.
Los
esposos trataron de imaginar al joven: ¿en qué pensaría a esas horas? Estaría entregado
al recuerdo de Julia, revisando las huellas dejadas por su paso… Tal vez
lloraba por ella.
—¿Tú
crees que la quiera más que el general? —preguntó la señora.
—No
sé… Tú que los viste juntos ¿qué piensas?
Doña
Matilde no supo qué contestar y los dos callaron avergonzados de su repentina
curiosidad: violaban la confianza de su amigo; el misterio del amor debía
quedar en el secreto. Un sueño ligero les nubló la vista y los dos se durmieron
apacibles.
Pasada
la una de la madrugada se oyó la Banda Militar. Sin dar ningún rodeo por el
pueblo bajó directamente por la calle del Correo, rumbo a la casa de don
Joaquín Meléndez.
—¡Ahí
viene ya! —gritó doña Matilde despertándose sobresaltada.
Su
marido no contestó. Un sudor frío le corrió por la nuca. Cerró los ojos y
esperó.
Los
vecinos espiaban por las rendijas de las persianas. El general venía a caballo.
Se oían los cascos del animal caracoleando sobre las piedras, abriéndose paso
entre la música. Lo seguían más jinetes. Se oían voces aisladas. La procesión
se detuvo ante las rejas del cuarto de doña Matilde. En medio de la música
alguien llamó a su marido por su nombre completo y golpeó las maderas con
fuerza.
—¡Don
Joaquín Meléndez, ábrale usted a un cristiano!
Era
la voz del general Francisco Rosas. La señora, paralizada por el terror, no se
movió. Su marido saltó de la cama y avanzó sin rumbo por el cuarto. Había oído
la cabalgata y la música y estaba sin habla, con la absurda esperanza de que
todo fuese un error, de que no fuese su casa la que esos hombres terribles
buscaban. Adentro los perros ladraban y cruzaban vertiginosos el corredor.
Seguían golpeando las maderas, la ventana se sacudía con estrépito. La voz se
escuchaba en todo Ixtepec.
—¡Abra,
don Joaquín!
El
señor se dirigió al balcón. Su mujer trató de detenerlo, pero él la apartó con
violencia.
—Te
vas a llevar tú la primera balacera…
—¡Ya
voy mi general! ¿Qué lo trae por aquí tan a deshoras…? —Y don Joaquín abrió
decidido las maderas—. ¡Cómo le agradezco su música mi general! —agregó
haciendo un esfuerzo por parecer cordial y buscando con ojos ansiosos el rostro
del general en medio de la noche.
Francisco
Rosas sin apearse de su montura, se agarró a los barrotes del balcón.
—Ya
ve usted, señor Meléndez, vengo aquí en busca de un conejo.
Don
Joaquín se echó a reír.
—¡Ah,
qué mi general! Pero no vaya a ser que con tantas dianas se le escape entre las
matas.
El
general, sin soltar los barrotes, se bamboleó como si fuera a caerse. Iba borracho.
—¡Qué
esperanza!
—¿Y
de qué conejo se trata, mi general?
Francisco
Rosas lo miró desdeñoso y se afirmó con brío en su caballo.
—De
uno muy mentado que se ha metido en su honorable casa.
—¡Ah,
qué caray! ¡Matilde, trae la botella de cognac, vamos a beber un trago mi
general y yo! Don Joaquín quería distraerlo; pensaba que una actitud amistosa
lo desarmaría. El general se volvió a agarrar a los barrotes e inclinó la
cabeza. Parecía muy cansado y con ganas de llorar.
—¡Corona!
¡Pásame el Hennessy!
Con
la botella en la mano, el coronel surgió a caballo de la noche.
Rosas
cogió la botella que le tendía su segundo y se echó un trago; después se la
pasó a don Joaquín.
—¡Muchachos,
échense Las mañanitas pa’despertar a
un cabrón.
La
Banda Militar obedeció la orden del general […]
Francisco
Rosas, a caballo, escuchaba la música sin hacer caso a don Joaquín.
—¡Salud,
mi general! —gritó con fuerza el señor.
—¡A
la suya! —respondió el militar. Recogió la botella de las manos del señor
Meléndez y volvió a beber.
—No
es justo andar desgraciado por una mujer —se quejó Francisco Rosas, mientras
apuraba más cognac.
—¡Vístase…!
Vamos a pasearnos juntos y a tronar a ese conejo —ordenó de pronto.
—Pero,
mi general, ¿por qué no platicamos un ratito?
—¡Vístase!
—repitió el general con ojos turbios.
Don
Joaquín entró a su cuarto y empezó a vertirse con pesadumbre. Doña Matilde se
dejó caer en una silla y miró atónita cómo se iba vistiendo su marido. En el
corredor las criadas rezaban en voz alta. “¡Ánimas benditas! ¡Socórrenos, María
Santísima!” No se atrevían a encender los quinqués y a oscuras se oían los
suspiros y los lloros. Los jaboneros que dormían en los cuartos del corral,
estaban en el “jardín de los helechos”.
—Desde
hace muchas horas la casa está cercada por soldados —anunciaron con miedo.
Sólo
el cuarto de Felipe Hurtado permanecía silencioso, extrañamente ajeno a lo que
sucedía en la casa.
En
la calle continuaban los gritos y la música. La voz del general se oyó de
nuevo.
—¡Dígale
que se vista! ¡No me gusta tronarlos encuerados!
—Algún
nombre tendrá el conejo, mi general —respondió don Joaquín con frialdad para
obligarlo a pronunciar el nombre de su rival.
—¡Oye,
tú, Jerónimo!, ¿cómo dices que lo nombran? —gritó el general a uno de sus
asistentes.
—¡Felipe
Hurtado, mi general! —contestó con rapidez el aludido desde la otra acera y,
dando rienda a su caballo, se acercó a los balcones de don Joaquín. Éste se
puso una pistola al cinto y apareció en la ventana.
—¿Otro
trago, general?
—¿Por
qué no? —respondió Rosas llevándose la botella a la boca, para luego pasársela
a don Joaquín.
Doña
Matilde llegó hasta la puerta del pabellón y llamó con suavidad. El extranjero
apareció; en lo oscuro se adivinaban sus ojos tristes. Quedó frente a la señora
que se echó a llorar.
—Ya
ve, hijo… Vienen a buscarlo…
El
huésped desapareció en su cuarto, para volver a aparecer con su maleta en la
mano. La voz apesadumbrada del general llegó hasta él y doña Matilde.
—Mire,
don Joaquín, no quiero matarlo adentro de su casa.
Felipe
Hurtado abrazó a la señora.
—Adiós,
doña Matilde, y muchas gracias. Perdone, perdone tantas molestias por alguien
que ni siquiera sabe usted quién es.
A
la mitad del corredor se detuvo.
—¡Dígale
a Nicolás que estrene la obra de teatro!
Los
criados lo miraban irse a través de sus lágrimas. Estaban a medio vestir, con
los cabellos revueltos y las caras ansiosas. “Nunca se perdonarían haber
murmurado de él y haberlo servido de tan mala gana.” Ixtepec entero estaba como
ellos, desesperado por la suerte de un forastero que se nos iba tan
misteriosamente como había llegado. Y era verdad que no sabíamos quién era
aquel joven que había venido en el tren de México. Sólo ahora se nos ocurría
pensar que nunca le preguntamos cuál era su tierra, ni qué lo había traído por
aquí. Pero ya era tarde. Se iba en mitad de la noche. En la calle Francisco
Rosas hacía caracolear a su caballo. Un soldado llevaba otra montura por las
riendas: era para don Joaquín. A Hurtado lo llevarían en medio de las patas de
los animales. La Banda seguía tocando. La noche esperaba a su víctima. El forastero
se despidió de los criados; a ninguno dejó de darle la mano. Ellos miraban al
suelo dejando correr su llanto.
—¡Vamos!
No hagamos esperar al general —le gritó a don Joaquín.
Francisco
Rosas lanzó su animal al galope y rayó al caballo frente al portón de la casa.
Un galope nutrido lo siguió. La Banda, siempre tocando, se lanzó en su busca.
Don
Joaquín trató de detener a Hurtado.
—¡Qué
nos mata a todos! —suplicó el viejo.
El
forastero lo miró con aquella mirada suya, llena de paisajes extraños. Los dos
estaban en el zaguán y oían las voces enemigas.
El
joven levantó los cerrojos, quitó las trancas, abrió el portón y salió. Don
Joaquín iba a seguirlo, pero entonces sucedió lo que nunca antes me había
sucedido; el tiempo se detuvo en seco. No sé si se detuvo o si se fue y sólo
cayó el sueño: un sueño que no me había visitado nunca. También llegó el
silencio total. No se oía siquiera el pulso de mis gentes. En verdad no sé lo
que pasó. Quedé afuera del tiempo, suspendido en un lugar sin viento, sin
murmullos, sin ruido de hojas ni suspiros. Llegué a un lugar donde los grillos
están inmóviles, en actitud de cantar y sin haber cantado nunca, donde el polvo
queda a la mitad de su vuelo y las rosas se paralizan en el aire bajo un cielo
fijo. Allí estuve. Allí estuvimos todos.
Elena
Garro
Fragmento:
Los recuerdos del porvenir
......
Para una pequeña reseña biográfica de Elena Garro, aquí un texto de otra Elena:
http://www.jornada.unam.mx/2006/09/17/sem-elena.html
Comentarios
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