Foto: Fátima Rodríguez

25 mayo, 2008

Literatura fallida

Primera parte de un relato que escribí hace poco... espero sea de su agrado

-------------------


PALESTRA


Soledad, ¿por quién preguntas
sin compañía y a esta hora?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.


Federico García Lorca



Hasta aquí, el perdón atado,
la luz sin su chispa,
el fruto despojado de cantidad,
de verbo, y lo alguna vez prometido
ahora soga, llama fría
que a todo desnutre
y retiene. Hasta aquí,
la cura imposible,
la quilla que se sumerge,
ningún sueño, acaso apenas uno:
una lejana orilla que se desvanece.


Carlos Barbarito



Palestra nunca cumplió siquiera con los requisitos más remotos para que en general, pudiera ser considerada una playa atractiva al turismo. Su arena oscura hacía juego con los barcos pesqueros y de carga que en conjunto terminaban por dar un aspecto grisáceo y áspero al espacio, bajo un sol constante y desganado. Acosado por un sin fin de extensas naves de almacenamiento, a un costado de un arroyo, del que ni la memoria colectiva –siempre volátil– ha logrado asegurar si alguna vez tuvo por lo menos un afluente natural, un pequeño cuarto, excluido como todo en la región, albergaba al único bar del puerto que en su pregnom populaire sintetizaba de manera inintencional la esencia del sub-olor que el mismo aire dejaba tras su paso: Lontananza. Su propietario, Hernán, un homosexual por negocios más que por convicción –pocas veces las tripulaciones eran femeninas–, tenía en el anecdotario popular la fama de no haber redimido jamás ante el mar, a pesar de que éste le había derrumbado en más de una ocasión su local.
Con todo y todo, el Lontananza acogía en una de sus esquinas un piano forte que de vez en vez sonaba por la astucia enclaustrada en la actividad de los marineros, quienes entonaban cantos en memoria a su lugar de origen y todo lo que ello pudiera implicar. En estas espontáneas ocasiones de música, Hernán, conmovido por el momento, declaraba públicamente que las rondas de bebidas y botanas correrían por su cuenta mientras el improvisado concierto durara. Inclusive, hay quienes cuentan que una vez, una de estas juergas musicales llegó a prolongarse por 40 días y 40 noches ininterrumpidas y que, de no haber sido por el parálisis y la contracción abruptos del pianista –que prefirió suicidarse a soportar el dolor en sus brazos– el evento se hubiera hecho de un lugar en los textos de historia universal.

El si bemol más grave del teclado del piano forte sonó tímidamente una noche en que la baja venta obligó a Hernán a cerrar el lugar más temprano que de costumbre. Vacío, el Lontananza daba un aspecto de pulcritud inhabitual y una suerte de impunidad anticipada a aquellos pasos que sin mayor dificultad habían logrado entrar al local con intenciones que por el momento es inconveniente informar.
Unas manos sigilosas y debidamente protegidas con guantes, para no dejar huella alguna, movieron cada una de las piezas del bar volviéndolas a dejar en su lugar, como si el intruso hubiera querido comprobar su habilidad en el negocio de infiltrarse a cualquier lugar y hacer en él lo que le placiera. Cuando los pasos dejaron el lugar, sobre la barra, dos puñados de tierra, uno en seguida del otro, quedaron como única evidencia. Tierra roja y tierra negra, nada más.
Alterado por el suceso, temprano por la mañana, Hernán cubrió cada montoncito de tierra con un vaso de cristal y llamó alarmado a la policía, quienes después de quince minutos de inspección recomendaron cambiar las chapas y los candados del lugar y limpiar la tierra de la barra que no era más que una broma o en su mayor expresión, un intento barato de brujería. Hernán se limitó a cambiar los vasos por otros con la imagen de san Judas Tadeo que, de cabeza, parecía estar enraizado a la tierra por esa especie de cuerno que brotaba de su cabello. El par de vasos fue adquiriendo de alguna manera el estatus de vitrina que poco a poco fue haciéndose de una historia cada vez más aumentada conforme pasó de boca en boca. Los marineros, tan extraños a la tierra, no pudieron dar ninguna razón satisfactoria a aquella aparición.
“La roja generalmente es de lugares altos y la otra de los bajíos. Ambas fértiles, pero de eso a que signifiquen algo hay mucho trecho amigo mío” dijo el tipo que más acertó. No era del mar sino del Centro. El primero en varios años que no provenía de otro puerto. Igualmente insatisfecho, como con todas las respuestas, Hernán encogió los hombros y se dedicó a los clientes. Desde aquella noche el piano no había sonado y las ventas no variaban mucho, nunca lo hacían.
...
Gibrán Domínguez

No hay comentarios.: