Foto: Fátima Rodríguez

04 mayo, 2018

Nuestra señora de las frustraciones / Santa Evita de Tomás Eloy Martínez

  
I
Durante una entrevista de fines de los 70, el historiador francés Georges Duby afirmó que la diferencia entre el novelista y el historiador es que la labor de éste último se encuentra determinada por una necesidad de “veracidad” más que de “realidad”. También dijo que el historiador no llega a admitir que lo que hace, después de todo, no es ciencia. Hayden White a su vez aseguró que las narrativas históricas son en realidad ficciones verbales y que encuentran más elementos en común con la literatura que con las ciencias. 

El proceso de escribir historia se ve desde luego condicionado por varios factores. ¿Desde dónde escribe el historiador?, ¿con qué intención y con qué carga ideológica lo hace? La historiografía es todo menos neutral; mucho menos cuando crea los relatos que desde la hegemonía se busca imponer como verdades históricas. Cuando eso sucede, la relación entre literatura e historia deja de ser un intercambio de técnicas y formas narrativas, y aparece una tensión entre ambas. En buena parte de estos casos, el relato literario adquiere entonces un carácter de oposición, que pretende desmontar las construcciones oficialistas o al menos escribir sobre lo omitido por ellas.

Para Tomás Eloy Martínez estos relatos literarios se encargan de llenar un vacío de la realidad. Los llama ficciones verdaderas, y los describe como “la errancia de un sentido en busca de su forma” –o “metáforas de la historia”–, donde “los personajes son ciertos, el trasfondo histórico coincide con los documentos, pero la lectura de los hechos es otra”. Santa Evita se adhiere a esta corriente y en el ensayo se va encontrando con verdades pequeñitas. 

II
“De tanto mirar los carbones encendidos de los proyectores, los ojos se le habían vuelto amarillos y oblicuos. Estaban velados por una membrana sucia, como de vidrio, y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas al menor descuido […] En un colegio de frailes le enseñaron que la vida está dividida por un pliegue –un antes y un después–, que convierte a los hombres en lo que serán para siempre. Los frailes llamaban a ese momento «la epifanía» o «el encuentro con Cristo». Para José Nemesio Astorga, alias el Chino, la primera ondulación del pliegue comenzaba la tarde en que conoció a Evita”.

A través de la narración que hace sobre “el Chino” Astorga, Tomás Eloy Martínez plantea una de las varias maneras en que Eva Duarte irrumpió en el tiempo, dividiéndolo en un antes después. La de Astorga es una historia con dos momentos: el primero termina en la desgracia;el segundo,en la ironía. Evita no ocasiona, evidentemente, ninguna combinación de sucesos, pero interviene en ellos. Invitado por la primera dama, en la Fundación Eva Perón, José Nemesio escuchó decir: “con Evita no se sabe. Ella es como Dios. O llega o desaparece”.

Como sucede con este relato, en distintas ocasiones en la novela Eloy Martínez muestra a una Eva Duarte que fue tan inasible como indeleble para quienes se cruzaban con ella en la vida o en la muerte. Porque Santa Evita se desenvuelve en dos vertientes principales: a)la de la mujer viva que aparece en el principio del texto con la certeza de su muerte, y que avanza en una cronología inversa hasta llegar a la niña que asiste al funeral del padre que jamás conoció; y b) la del cuerpo detenido en una etapa inicial del proceso de la muerte, que fue desaparecido por los militares de la llamada Revolución Libertadora.

Quizá no exista la historia del cadáver sino el cúmulo de breves historias de quienes se vieron involucrados con su ocultamiento. Historias que fueron condicionadas por el peso de lo que fue y representó en sus últimos años la Evita esposa amorosa de Perón –la salvaje pureza de tu amor insensato–, la Evita de los discursos frente a las multitudes, la Evita de la enfermedad que la llevara a la muerte. En un diálogo entre el coronel Moori Koenig y el doctor Ara –el médico encargado de la conservación del cuerpo–, el militar sentencia: “usted sabe muy bien lo que está en juego […] No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas que a tanta gente le parecen una.”.

¿Qué fue la última Evita, la de los años políticos, para Argentina? ¿Qué representaba para el peronismo? Un pliegue, se muestra desde el caso de Astorga, pero ¿por qué se llegó a confundir su destino con el de una nación? La búsqueda de respuestas comunica las dos vertientes de la novela. 

El lector tropieza con la primera cualidad de la primera dama. Es inasequible. Y agregaría, “por tener no sé qué de inescrutable”. Lo es de un modo claro como lo fue para Astorga, pero también de otras maneras menos sencillas como lo fue para el propio Tomás Eloy Martínez, quien se vio obligado a recurrir a distintos géneros narrativos y elaborar así un solo texto sobre ella y su cadáver.Con el propósito de la aproximación, Eloy Martínez escribe, por lo menos, en forma de realidad novelada/historia ficcionada, crónica, relato breve, testimonio, entrevista, ensayo histórico. Lo hace para acercarse a esas dos facetas de Eva Duarte: la de los destinos de su cuerpo muerto y la de los instantes de la vida.


III
Evita no podría entenderse sin el peronismo ni viceversa. Al menos sin ése que fue anterior a la Revolución Libertadora. Porque el peronismo desbordó los límites de su fundador y, en una peculiar mimesis con el justicialismo, se ha esparcido durante 70 años casi por doquier, alcanzando los intersticios más improbables de la cotidianeidad, la meteorología inclusive: “hoy hace un día peronista”, se le puede escuchar decir a cualquiera, en una mañana cálida con un sol radiante. Saltan, entonces, algunas preguntas obligadas. Primero: ¿qué es el peronismo? Tal vez la explicación de un fiel antiperonista resulte, aunque igual de apasionada, menos subjetiva. Martín Caparrós describe:

“…el peronismo fue un movimiento nacionalista de origen militarque marcó la entrada a la escena política de los trabajadores que llegaban desde el campo atraídos por el desarrollo industrial, y que sirvió para integrarlos a la sociedad argentina, y que por eso viejos patrones lo combatieron e izquierdas clásicas lo lamentaron […] Desde entonces, el peronismo fue sindicalismo perseguidoen los cincuentas, sindicalismo propatronalen los sesentas, izquierdismo nacionalistaen los setentas, nacionalismo fascistoideal mismo tiempo, intentos democristianosen los ochentas, neoliberalismo antiestatalen los noventas, populismo cuasiestatistaen los dosmiles…” (¿Peronismo?,blogs.elpaís.com). 

Y otra: ¿qué papel desempeñó Evita en sus años peronistas? Uno nada menor. Benefactora de los Humildes, Jefa Espiritual de la Nación –mujer casa del doloroso vagabundo–. Un capítulo entero toma a Eloy Martínez enumerar y examinar con detalle las piezas sobre las que se levantó el mito de Eva Duarte, aunque al final del mismo, despojado del rigor de quien investiga, admite: “ella puede ser todo […] la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial […] la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: «No llores por mí, Argentina».”

Un mito puede entenderse como un sistema de historias hereditarias con un origen antiguo, que alguna vez fueron tomadas como verdaderas para explicar por qué el mundo es como es. Puede decirse también que una mitología es una religión en la que ya no creemos. Si una historia hereditaria refiere a seres sobrenaturales que no son dioses, y además no pertenece a un sistema mitológico, es entonces folclor, y si el protagonista es un ser humano, se trata de una leyenda. Lévi-Strauss, por ejemplo, consideró a los mitos de cada cultura como sistemas significantes cuyos significados verdaderos son desconocidos para sus creyentes. (Lo anterior puede leerse en elGlosario de términos literarios de la MH Abrams Cornell University of Arts). 

La cuestión de si Evita constituye o no un mito abre, por lo menos, otra intriga que Tomás Eloy Martínez indaga. Por supuesto que el escritor emplea el término en un sentido más laxo, más cotidiano, como cuando alguno se refiere al mito de la caverna de Platón o a la mítica Moby-Dick. Juan Domingo, Eva, el peronismo, ¿dónde trazar las fronteras de esta divina trinidad?, ¿quién protagonista?, ¿quién deuteragonista? Si la idea del mito se piensa irrenunciable es porque en ella hubo (hay) algo de religión; lo demuestran sus detractores fundamentalistas –los que la llamaban despectivamente esa mujer, la Yegua, la Potranca, Persona–, pero también quienes la aclamaban. 

IV
Si bien nunca ocupó cargo alguno dentro de los ministerios del gobierno nacional –y cuando quiso hacerlo el cáncer frustró cualquier posibilidad–, la Fundación le permitió a Eva ser parte de la vida pública y poder incidir en ella más allá de su papel de primera dama, de los otros miembros del gabinete y de los líderes sindicales. Arrebató a las damas de la Sociedad de la Beneficencia la labor de la caridad, complaciente nada más para quien la ejerce, y bajo la idea de que el pueblo no necesitaba de limosnas sino de justicia, creó la Fundación. Lo que en esa institución se hacía, se basaba en el propósito de ampliar y hacer efectivos los derechos que históricamente habían sido negados a las mayorías, entre ellos el de la felicidad: “Que sea... el coronel Perón un vínculo de unión, que sea esta unidad indestructible e infinita para que nuestro pueblo no solamente posea la felicidad sino que también sepa dignamente defenderla”, arengó Juan Domingo en su histórico discurso del 17 de octubre de 1945 –Día de la Lealtad–. Poco después fundaría el Partido Justicialista.

Todo asunto del Estado tiene que ver con la noción de lo público, pero no todo lo público corresponde exclusivamente al Estado. Evita, desde luego, no era el Estado, pero sin duda comprendía una parte de lo público: “mi vida no es mía sino de Perón y de mi pueblo, que son mis ideales fijos”, registran las grabaciones con uno de sus discursos. Por eso, la agonía de Eva Perón fue también la de su pueblo. Con su muerte, Argentina murió un poco. “Sin la Dama de la Esperanza no podía haber esperanza; sin la Jefa Espiritual de la Nación, la nación se acababa”. La enfermedad la alejó de las palestras y fue despojándola de su condición de dirigente política para ataviarla de pureza espiritual. Ya desde las primeras páginas el autor adelanta algo: “[Evita] se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte”. 

Murió de 33 años –la edad de Cristo–, aunque el símil no sorprendió a ninguno. Entonces fue otra Evita. 

V
El cuerpo muerto de Eva Duarte trastornó incluso los lugares comunes. “Antes que se oscurezcan el Sol y la luz, la Luna y las estrellas, y las nubes vuelvan tras la lluvia […] se rompa el cántaro junto a la fuente, y se haga pedazos la rueda junto al pozo […] el polvo volverá a la tierra como lo que era y el espíritu volverá a Dios que lo dio”, dicta el libro del Eclesiastés. No obstante, en el proceso de la muerte de Evita el doctor Ara intervino, por instrucciones del general Perón, suspendiéndola en un instante impreciso. Tampoco el polvo volvió a la tierra.

“El arte del embalsamador se parece a la del biógrafo: los dos tratan de inmovilizar una vida o un cuerpo en la pose con que debe recordarlos la eternidad”, nos dice quien también escribiera La novela de Perón.¿Qué ocurrió con Eva Perón? A diferencia de Lenin o Mao, a su cadáver no le permitieron conservar su investidura política. En cambio, la arroparon con una túnica blanca y la convirtieron en una extraña figura santa y virginal. De manera similar a fray Servando Teresa de Mier, profanaron el lugar en que yacía, la privaron del nombre y por años sus restos erraron por distintos puntos de la ciudad, para después viajar a Europa.

Con Juan Domingo Perón de presidente, en las escuelas se enseñaba a leer a los niños con dos oraciones simples: Evita me ama /Yo amo a Evita. Con Perón en el exilio, se prohibió pronunciar su nombre en público. Sin embargo, Eva Duarte de Perón continuó conjugando los verbos y los tiempos, aun desde la muerte. Con la victoria de la Revolución Libertadora, Evita dejó de ser el recuerdo de lo que fue para volverse el estandarte de la oposición que sería. Evita podía sublevar al pueblo y, por tanto, fue desaparecida. 

En su ensayo O juremos –clara alusión al coro del Himno Nacional Argentino: “Sean eternos los laureles/ que supimos conseguir:/ coronados de gloria vivamos/ o juremos con gloria morir”–, Caparrós, categórico, afirma que en la Argentina no hay político más poderoso que la muerte. Para él, la desaparición del cuerpo de Eva marcó una pauta para las muertes políticas venideras: quince años después de su entierro, al cadáver del general Perón le cortaron las manos; en 1974 los Montoneros usurparon de su tumba el cuerpo de Pedro Eugenio Aramburu, y en la dictadura, los militares desaparecieron a millares de militantes (Crecer a golpes: crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet, 2013).

A Caparrós, no obstante, se le escapa Evita. En su texto señala –categórico de nuevo– que la convirtieron en la primera desaparecida. Pasa por alto, o quiere pasar por alto, que cuando se la llevaron estaba muerta, que a ella no la torturaron, que a ella no la mataron, que ella apareció.

El ocultamiento sirve a Tomás Eloy Martínez para narrar una ramificación de historias, cargadas de paradojas, de quienes se vieron involucrados de distintas maneras en esa tarea. “Toda la gente que anduvo con el cadáver acabó mal” le confiesa aterrada la mujer del coronel Moori Koenig. La primera gran paradoja tiene que ver con la tradición cristiana, a la que los militares argentinos han tenido, desde el principio de los tiempos, una especial devoción. Si el propósito de la desaparición era evitar con urgencia que en medio de las tensiones la oposición se hiciera con el cuerpo y lo usara de bandera, la orden precisa de darle “cristiana sepultura” descartó en el instante la solución más sencilla: destruirlo. El azar intervino y condenó a los hijos de dios a peregrinar por el desierto. Allí donde los descamisados, los cabecitas negras, oían con esperanza la promesa “volveré y seré millones”, los milicos escuchaban “mi nombre es legión”.

Con Moori Koenig a la cabeza, los cuatro hombres encargados para llevar a cabo la desaparición del cadáver, padecieron a Evita y fueron testigos del milagro de su omnipresencia. Sucedía que siempre su cuerpo se hacía notar desde cualquier lugar: en los camiones del ejército, en los depósitos militares de la calle Sucre, en las ambulancias, en la oficina del propio coronel Moori Koenig, en el trasatlántico que la llevó a Italia en una caja enorme de madera. Cuando el coronel fue destituido de su cargo en el Servicio de Inteligencia, el cuerpo permaneció en la oficina y Ricardo Corominas ocupó el puesto. Hombre precavido e informado, ordenó sellar las ventanas con placas de acero, iluminó la caja que la contenía con un reflector de quinientos vatios y nunca permaneció a solas en ese lugar. Pretendía neutralizarla. Lo aterraba la idea de descubrirse un día hablando con ella.

El cuento de Rodolfo Walsh, Esa mujer, acaba con una declaración de Moori Koenig:“Esa mujer es mía”, dice el coronel para quien Evita Perón, o su cuerpo, significó también un pliegue en la vida. El militar era un teórico del secreto y del rumor, y los susurros se le vinieron encima. Era un experto en la ejecución de los planes y todos los que tuvieron que ver con el cuerpo inerte se vieron frustrados. Odiaba a la Eva Perón viva de los discursos alentadores y acabó venerando sus restos apacibles. Por qué no me querés, qué te hice, me paso la vida cuidándote, le interpela el militar al cuerpo muerto, transparente. El coronel cayó en el delirio. La mirada se le tornó brumosa y la realidad insoportable.

Nunca fue suya. La Evita que esboza Tomás Eloy Martínez es para el coronel Moori Koenig, simultáneamente, Remedios la Bella de García Márquez –“Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes”– y Julia de Los recuerdos del porvenir,deElena Garro –“se encontró frente a ella como un guerrero solitario frente a una ciudad sitiada con sus habitantes invisibles comiendo, fornicando, pensando, recordando, y afuera de los muros que guardaban al mundo que vivía adentro de Julia estaba él”–. 

Por eso, cuando los restos de María Eva Duarte de Perón regresaron a Argentina, cuando el polvo por fin volvió a la tierra, los vivos hicieron de su tumba un refugio impenetrable.

Desde la muerte, Evita fue tantas cosas no siendo.



Nota: Los versos que intercalo arbitrariamente a lo largo de este texto, en cursivas y entre paréntesis horizontales, corresponden al poema Dime mujer de Tomás Segovia. Salvo uno –“por tener no sé qué de inescrutable”– que es del Viaje al Parnaso, de Cervantes.


Gibrán Domínguez

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