Foto: Fátima Rodríguez

31 agosto, 2017

Él


Cartucho no dijo su nombre. No sabía coser ni pegar botones. Un día llevaron sus camisas para la casa. Cartucho fue a dar las gracias. “El dinero hace a veces que las gentes no sepan reír”, dije yo jugando debajo de una mesa. Cartucho se quitó un gran sombrero que traía y con los ojos medio cerrados dijo: “Adiós”. Cayó simpático, ¡era un cartucho!
Un día cantó algo de amor. Su voz sonaba muy bonito. Le corrieron lágrimas por los cachetes. Dijo que él era un cartucho por causa de una mujer: Jugaban con Gloriecita y la paseaba a caballo. Por toda la calle.
Llegaron unos días en que se dijo que iban a llegar los carrancistas. Los villistas salían a comprar cigarros y llevaban el 30-30 abrazado. Cartucho llegaba. Se sentaba en la ventana y clavaba sus ojos en la rendija de una laja lila. A Gloriecita le limpiaba los mocos y con sus pañuelos le improvisaba zapetitas. Una tarde la agarró en brazos. Se fue calle arriba. De pronto se oyeron balazos. Cartucho con Gloriecita en brazos hacía fuego al Cerro de la Cruz desde la esquina de don Manuel. Había hecho varias descaras, cuando se la quitaron. Después de esto el fuego se fue haciendo intenso. Cerraron las casas. Nadie supo de Cartucho. Se había quedado disparando su rifle en la esquina.
Unos días más. Él no vino; Mamá preguntó. Entonces José Ruiz, de allá de Balleza, le dijo:
–Cartucho ya encontró lo que quería.
José Ruiz dijo:
–No hay más que una canción y ésa era la que cantaba Cartucho.
José era filósofo. Tenía crenchas doradas untadas de sebo y lacias de frío. Los ojos exactos de un perro amarillo. Hablaba sintéticamente. Pensaba con la Biblia en la punta del rifle.
–El amor lo hizo un cartucho. ¿Nosotros?... Cartuchos –dijo en oración filosófica, fajándose una cartuchera. 


Nellie Campobello



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